Isabella se levantó de un salto y se paseó intranquilamente por la habitación.
– Ahora quieres hacerme sentir pena por todos ellos, pero todos merecían ser infelices. Alexander sobre todo.
– Él sufrió mucho, Isabella. Ocurrieron cosas terribles, y él era incapaz de hacer nada excepto presenciar la disolución de las tres casas. Decidió ir a Roma. Quería encontrar a alguien que le hablara de las creencias cristianas. Estaba buscando redención, para de algún modo corregir el error que había cometido. Al final, no emprendió el viaje solo. Los cabezas de las otras dos casas le acompañaron. Entraron en la ciudad para encontrarse con que los cristianos eran atrapados y desgarrados por leones para diversión de las multitudes. Fue una escena horrenda y aterradora, observar a los animales destrozar hombres, mujeres y niños en pedazos.
– Alexander se volvió un poco loco y juró que destruiría a los leones. Encontró el camino bajo tierra, hasta donde guardaban a los leones. Estaban en jaulas, encadenados, sin comida, atormentados y torturados. Se dice que cada león estaba confinado en un espacio tan pequeño que el animal ni siquiera podía darse la vuelta. Los guardias atormentaban a las bestias, cortando su piel para hacerlos odiar todo lo que era humano. Alexander se acercó a una jaula con su espada, deseando hundirla en la criatura, pero en vez de eso, tuvo piedad de ella. La piedad que no había tenido para con su propia amada esposa. No pudo obligarse a sí mismo a matar cuando él era tan culpable. Los otros intentaron convencerle, pero no escuchó. Insistió en que los otros don se pusieran a salvo, y liberó a los leones de las jaulas, esperando que le hicieran trizas.
Sarina suspiró y colocó su taza de té sobre la bandeja.
– Se dice que cuando los tres don regresaron al valle, Don DeMarco lucía cicatrices en la cara, y los leones paseaban junto a él. Aún así, no hubo redención. No pudo encontrar felicidad, y tampoco sus hijos o los hijos de sus hijos. Cuando volvieron, encontraron las otras dos casas en ruinas. DeMarco unió las casas en una y selló el valle a los intrusos. Las tres famiglie han permanecido juntas desde entonces, sus vidas entretejidas en prosteridad y malos tiempos. Desde entonces hasta ahora, DeMarco ha mantenido el control sobre los leones y mantenido el valle a salvo de invasores. Algunos dicen que un gran velo, un sudario de niebla y magia, cubre el valle y lo oculta de todo aquel que busca conquistarlo. Pero desde entonces hasta ahora, ningún DeMarco ha amado sin dolor, traición, y muerte -Sarina se encogió de hombros-. Quién sabe qué es verdad y qué historia.
– Bueno, esta es la cosa más triste que he oído nunca, pero no es posible que sea verdad. Seguramente ha habido matrimonios felices en la casa DeMarco -dijo Isabella, luchando por recordar qué sabía del nombre DeMarco. Con frecuencia Lucca le contaba historias de las casas de la montaña. Historias para asustar a los niños de un hombre león que luchaba contra ejércitos enteros y conducía a una legión de bestias en la batalla. Historias de traición y salvajes muertes.
– Los matrimonios felices no siempre duran -replicó Sarina tristemente-. Vamos, hablemos de otras cosas. Le mostraré el palazzo.
Isabella intentó unas pocas veces sacar más información al ama de llaves, pero la mujer se negó a decir otra palabra sobre el tema de leones y mitos. A lo largo del día Isabella pensó con frecuencia en Don DeMarco, solo, fuera en la nieve. Nadie habló o hizo alusión a él. El castello estaba agitado, los sirvientes trabajaban para mantener los grandes salones y multitud de enormes habitaciones limpias y pulidas. Nunca había visto tal magnificencia, semejante riqueza en una finca, y se admiró nuevamente de la habilidad del don de retener sus tierras cuando tantos invasores, una y otra vez, se las habían arreglado para tomar otras fincas.
Disfrutó de una cena tranquila con Sarina y Betto, aunque Sarina estaba claramente incómoda ante la insistencia de Isabella cenando con ellos. Betto dijo poco, pero fue cortés y encantador cuando habló. Isabella se retiró a su habitación en la noche, bebiendo la requerida taza de té, y permitiendo que Sarina una vez más aplicara el bálsamo entumecedor en su espalda. El ama de llaves pasó gran cantidad de tiempo peinando y trenzando el pelo de Isabella, probablemente esperando a que se adormeciera. Isabella bostezó deliberadamente varias veces y no protestó cuando la puerta de su dormitorio fue cerrada desde fuera. Se tendió en la cama esperando a Francesca, esperando que la chica la visitaba una vez la familia se fuera a la cama.
El aullido empezó más o menos una hora después, junto con gemidos bajos y el arrastrar de cadenas. Los ruidos parecían provenir del vestíbulo fuera de su habitación, e Isabella estaba frunciendo el ceño a la puerta cuando Francesca flotó felizmente hasta el extremo de su cama. Sobresaltada, Isabella se echó a reir.
– Debes decirme donde está la entrada secreta -saludó-, sería muy útil, estoy segura.
– Hay más de una -dijo Francesca-. ¿Por qué te fuiste así? Temí que te marcharas y nunca volviera a verte -Por primera vez la joven parecía contrariada y malhumorada.
– Te aseguro que no fue mi elección salir en medio de una tormenta de nieve -se defendió Isabella-. Nunca había visto nieve hasta que llegué aquí.
– ¿De veras? -Francesca giró la cabeza, sus ojos oscuros saltaron con interés-. ¿Te gusta?
– Está fría -dijo Isabella decididamente-. Muy, muy fría. Estaba temblando tanto que mis dientes castañeteaban.
Francesca rio.
– Mis dientes siempre castañetean también. Pero a veces, cuando era pequeña, solía deslizarme colina abajo sobre una piel. Era divertido. Deberías intentarlo.
– Yo no soy tan pequeña, Francesca, y no estoy segura de que fuera divertido. Cuando mi caballo me tiró, y aterrizé en la nieve, esta no era suave como pensé que sería. Cuando la nieve cae, parece mullida, pero sobre el suelo se parece al agua de un estanque convirtiéndose en hielo.
– Me até pieles en los zapatos una vez e intenté deslizarme, pero caí muy fuerte -Francesca rio ante el recuerdo-. No se lo dije a nadie, pero mis piernas estuvieron negras y azules durante una semana.
– ¿Quién hace todo ese ruido? -preguntó Isabella, curiosa. El aullido y gemido parecía más ruidoso de lo normal-. ¿No molesta a nadie?
– Creo que todo el mundo los ignora por cortesía. Yo les digo que lo dejen, que nadie se deja impresionar por semejante tontería, pero ellos no me escuchan -parecía indignada-. Creen que soy una niña. Pero, en realidad, yo creo que les hace sentirse importantes. -Miró a Isabella, sus ojos oscuros cándidos-. ¿Alguna vez has tenido un amante? Yo nunca he tenido un amante, y siempre he querido uno. Creo que soy guapa, ¿verdad?
Isabella se sentó erguida, teniendo cuidado con su espalda, atrayendo la colcha sobre sus rodillas. Francesca era una mezcla de mujer y niña.
– Eres hermosa, Francesca -la tranquilizó, sintiéndose más vieja y maternal-. No tienes ninguna necesidad de preocuparse. Un hombre guapo aparecerá e insistirá en casarse contigo. ¿Cómo podría resistirse a ti ningún hombre?
Al momento las sombras se aclararon en la cara de Francesca, y sonrió a Isabella.
– ¿Nicolai será tu amante?
Isabella sintió un interés repentino por tirar de la costura de la colcha.
– Yo no sé nada de amantes, nunca he tenido uno. Tengo un fratello, uno muy guapo que Don DeMarco dice que vendrá aquí. Su nombre es Lucca.
– Siempre me ha gustado ese nombre -concedió Francesca-. ¿Es muy guapo?
– Oh, si. Y cuando monta un caballo, es elegante. Todas las mujeres lo dicen. No puedo esperar para que le conozcas -Isabella sonrió ante la idea. Francesca podría ser justo la persona que hiciera soportable a Lucca los meses venideros. Era hermosa, divertida y dulce-. Está enfermo, y ha estado prisionero en las mazmorras de Don Rivellio. ¿Alguna vez has conocido al don?
Francesca sacudió la cabeza solemnemente.
– No, y no creo que quisiera hacerlo. ¿Nicolai va a rescatar a tu hermano?
Isabella asintió, pero profundamente en su interior, su corazón se retorció. Había abandonado a Nicolai DeMarco solo en la tormenta. El viento estaba aullando y soplando los blancos copos sobre él, y todo lo que ella había hecho era lanzarle su capa. Nunca debería haberle dejado.
– Pareces tan triste, Isabella -dijo Francesca-. No hay necesidad de preocuparse. Si Don DeMarco dijo que te traería aquí a Lucca, así lo hará. Es un hombre de palabra. De veras. Vive para su palabra. Nunca he sabido que la rompiera.
– ¿Le conoces bien? -preguntó Isabella, curiosamente, comprendiendo de repende que no sabía nada de la familia DeMarco. Francesca daba la impresión de ser una aristicratica, y ciertamente conocía todas las intrigas del castello. Isabella había presumido que era parte de la familia, probablemente una prima.
Francesca se encogió de hombros.
– ¿Quién puede conocer al don? Él manda, y proporciona protección, pero nadie come con él o habla con él.
– Bueno, por supuesto que lo hacen -Isabella estaba horrorizada ante la total falta de preocupación en la voz de Francesca-. El mio padre era el don, y ciertamente él comía con nosotros y conversaba con nosotros. Nadie quiere estar solo, ni siquiera el don.