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Francesca se quedó en silencio por un rato.

– Pero siempre ha sido así. Él está en sus habitaciones hasta la noche, y entonces todos dentro del palazzo quedan confinados, así él puede ir libremente por todas partes, dentro y fuera. No ve a nadie. Los visitantes son conducidos a sus habitaciones para hablar con él, pero nunca se le ve. Y ciertamente no come en presencia de los demás. -La joven sonaba sorprendida.

– ¿Por qué? Tomó el té conmigo.

Francesca se puso en pie de un salto.

– Eso no puede ser. Él no come con los demás. Eso no se hace.

Francesca parecía tan molesta que Isabella eligió sus palabras más cuidadosamente.

– ¿Es una ley de la finca que el don no puede comer con los demás? No entiendo. ¿Y qué hay de su madre? Seguramente la famiglia come junta.

– No, no, nunca -Francesca era inflexible-. Eso no se hace. -Empezó a pasearse a lo largo de la habitación, claramente agitada.

Los fantasmales aullidos se hicieron más fuertes, y los gemidos parecieron alzarse y decaer con el viento de afuera.

– No quería molestarte, Francesca -se disculpó Isabella gentilmente-. Las reglas son diferentes de donde yo vengo. Aprenderé las vuestras.

– Eso no se hace -repitió la joven-. Nunca se hace.

– Lo siento -Isabella cambió de posición, con intención de deslizarse fuera de la cama. La colcha resbaló precariamente, y buscó alrededor apresuradamente su bata. Francesca estaba molesta, y aunque Isabella no sabía por qué, quería tranquilizarla. Localizó la prenda en la oscuridad y se giró hacia la joven. Con el corazón hundido, dejó caer la bata otra vez sobre la silla donde la había encontrado.

Así de rápidamente, Francesca había aprovechado la oportunidad de escapar. Isabella la llamó suavemente, pero no hubo respuesta, solo el irritante sonido de los fastasmales gemidos. Pensó en intentar encontrar el pasadizo secreto, pero parecía demasiado esfuerzo cuando estaba preocupada por otros suntos. Volvió a meterse en la cama y se tendió tranquilamente pensando en el don. No tenía sentido que no tuviera permiso para cenar con otros, pero bueno, nada en el valle tenía mucho sentido para ella.

Isabella yació mirando a la pared, incapaz de dormir apesar de la oscuridad. Intentó no preocuparse por Nicolai DeMarco. Nadie más parecía sentir que él estuviera en peligro a causa de la terrible tormenta o las bestias salvajes que vagaban por el valle. Isabella suspiró y se giró para mirar al techo. Después de un tiempo fue consciente de un sonido, un sonido profundo, casi cavernoso. El aire se apresuró a entrar en sus pulmones. Había oído ese sonido antes, y la estremeció. Bajo la colcha, sus dedos se cerraron en puños, y su respiración casi se detuvo.

Lentamente, centímetro a centímetro, giró la cabeza hacia la puerta. Había estado cerrada; ahora estaba abierta. Algo estaba en la habitación con ella. Se esforzó por ver en las esquinas más oscuras de la habitación. Al principio no vio nada, pero mientras miraba, finalmente divisó una enorme masa encorvada a escasos centímetros de ella. La cabeza era enorme, los ojos centelleaban hacia ella. Vigilándola.

Isabella observó a la bestia en respuesta. Ahora su corazón palpitaba tan ruidosamente, que estaba segura de que podía oirlo. Miró solo a los ojos. Se miraron el uno al otro durante interminables momentos, Y entonces el león de once pies simplemente salió paseando silenciosamente de la habitación. Ella observó la puerta cerrarse. Se sentó cautelosamente y miró hacia la puerta cerrada. No había sido su imaginación; el león había estado en la habitación con ella. Quizás alguien había abierto deliberadamente la puerta para dejarlo entrar, esperando que la matara como sus ancestros habían matado a los cristianos. Los aullidos la estaban volviendo loca; el sonido de cadenas arrastrándose parecía llenar el vestíbulo fuera de su habitación. El ruido siguió y siguió hasta que Isabella saltó fuera de la cama con exasperación y tiró de su bata. Ya estaba bastante molesta con su caprichosa imaginación sin los continuos aullidos de fantasmas y ghouls o lo que fuera que estaba haciendo tanta bulla. Ni siquiera la idea de leones rondando los vestíbulos del palazzo fue bastante para mantenerla prisionera en su habitación. Si la bestia hubiera querido devorarla, ya había tenido la oportunidad perfecta. Atravesó la habitación a zancadas y tiró de la puerta. Para su sorpresa, estaba de nuevo cerrada.

Isabella que quedó allí de pie un largo momento, asombrada. Un león no había podido cerrar la puerta, y seguramente Sarina no se había arrastrado de vuelta para cerrarla por segunda vez. No tenía idea de lo tarde que era, pero la emprendió con la cerradura, de repente furiosa por haber sido encerrada en su habitación como una niña malcriada… o una prisionera.

Una vez hubo abierto la cerradura, abrió la puerta de golpe desafiantemente y salió al vestíbulo. Conocía el camino hasta la biblioteca, y, encendiendo cuidadosamente un candelabro, empezó a recorrer la ruta. El estrépito del vestíbulo era horrendo. Aullidos, gemidos y arrastrar de cadenas. Totalmente exasperada, Isabella se detuvo en la entrada del gran estudio.

– ¡Ya basta! Todos vosotros dejad ese estúpido ruido en este instante! No quiero más de esto por esta noche.

Al momento se hizo un silencio absoluto. Isabella esperó un momento.

– ¡Bien! -Entró en la biblioteca, dejando que la puerta se cerrara tras ella. Buscando en los estantes y cubículos, pensó en Don DeMarco solo en la nieve. Inspeccionando una pintura, pensó en él agachado junto al león muerto, con pena en los ojos. Sentándose en una silla de respaldo alto ante la larga mesa de mármol, pensó en él tomando su mano entre las suyas. Examinando la escritura ornamentada del grueso tomo que había elegido, no podía pensar en nadie, en nada más. Él llenó su mente y su corazón esta que su misma alma pareció explotar de miedo por él.

CAPITULO 6

Isabella giró la cabeza, y allí estaba él. Su corazón dio un solo salto de alegría, después empezó a palpitar con alarma. Don DeMarco estaba observándola intensamente. Sus ojos ámbar llameaban hacia ella con una ardiente mezcla de deseo y posesividad. Él estaba entre las sombras, así que parecía indistinguible, aunque su mirada era vívida y brillante, casi centelleando hacia ella.

Muy lentamente cerró el libro que estaba leyendo y lo colocó sobre la mesa.

– Estoy muy contenta de ver que llegó a salvo, Signor DeMarco -le saludó.

– ¿Como es que la encuentro acechando por el palazzo cuando se la ha instruido para quedarse en su habitación esta noche? -contrarrestó él. Su tono era una mezcla baja de sensualidad y rudeza. Su voz pareció penetrar por los poros de Isabella y encender un fuego en su sangre.

– No creo que yo usara la palabra instruir -rebatió Isabella atrevidamente-. Fue más bien una órden.

– Que usted ignoró completamente -Sus ojos llameantes ni siquiera parpadearon-. Prefirió esconderse en vez de eso.

– ¿Acechando signore? ¿Escondiéndome? Temo que su imaginación está fuera de control. Simplemente estaba leyendo un libro, Don DeMarco, no robando sus tesoros.

La boca de él se retorció, atrayendo la atención a sus labios perfectamente esculpidos.

– Sarina tenía órdenes. Es necesario saber que los sirvientes obedecen sin cuestionar.

Isabella alzó la barbilla y le devolvió la mirada directamente, arqueando una ceja como desafiándole a castigarla.

– No tema, signore. Su ama de llaves cumplió con su deber y llevó a cabo sus órdenes, encerrándome bajo llave.

Por primera vez él se movió entre las sombras, y el movimiento atrajo la atención a su anterior inmovilidad. Los músculos se ondearon, fluídos y nervudos, recordándole a las bestias depredadoras sobre las que él mantenía dominio. Había estado inmóvil; ahora exudaba un tremendo poder, tremendo peligro.

– Se la encerró en su habitación por su seguridad, signorina, como bien sabe -Su voz fue bastante baja, un látigo de temperamento mantenido a raya.

– Se me encerró en mi habitación por su conveniencia. -rebatió Isabella tranquilamente. Cruzó las manos pulcramente en su regazo para evitar que él viera sus dedos retorciéndose con agitación. Si sepeleaban, ella no iba a salir corriendo simplemente porque él era el hombre más atractivo e intrigante… el más aterrador… que había conocido nunca-. Seguramente no querrá hacerme creer que es tan descuidado como para permitir que enormes bestias salvajes corran libres por su casa. Es usted un hombre inteligente. Eso sería desastroso por varias razones. Sospecho que me encierra en mi habitación más bien para evitar mis travesuras que por mi protección personal contra leones merodeadores.

– ¿Y no ha visto leones esta noche? -preguntó él suavemente, su voz fue una caricia.

Isabella se ruborizó, sus pestañas cayeron para velar su expresión. Tenía el presentimiento de que él sabía que había visto un león.

– Ninguno del que necesitara protección, signore.

La mirada de él no vaciló, aunque se volvió más atenta. El color de sus ojos se profundizó, pareciendo estallar en llamas.

– Quizás necesita protección de mí -Su voz fue terciopelo, ronroneando amenaza.