– Vamos, signorina, debemos ir a su habitación. – La criada puso una mano temblorosa sobre el brazo de Isabella para guiarla.
– ¿Qué fue eso? – Los ojos oscuros de Isabella buscaron la cara de la mujer mayor. Vio miedo allí, un temor que se dejaba traslucir por la boca temblorosa de la mujer.
La mujer intentó encogerse de hombros casualmente.
– El Amo tiene animales de compañía. No debe salir de su habitación de noche. La encerraré por su propia seguridad.
Isabella pudo sentir que el miedo manaba en su interior, agudo y fuerte, pero se obligó a respirar a través de él. Era una Vernaducci. No cedería al pánico. No huiría. Había venido aquí con un propósito, arriesgándolo todo para llegar hasta aquí, para ver al esquivo don. Y había logrado aquello en lo que todos los demás habían fracasado. Uno a uno los hombres a los que había enviado habían vuelto para decirle que les había sido imposible continuar.
Otros había vuelto bocabajo sobre la grupa de un caballo, con horrorosas heridas como las que un animal salvaje hubiera infringido. Otros ni siquiera habían vuelto. Una y otra vez sus preguntas habían tropezado con silenciosas sacudidas de cabeza y signos de la cruz. Había perseverado porque no tenían otra elección. Ahora había encontrado la guarida, y había entrado. No podía irse ahora, no podía permitir que el miedo la derrotara en el último momento. Tenía que tener éxito. No podía fallarle a su hermano, su vida estaba en juego.
– Debo hablar con él esta noche. El tiempo apremia. Me llevó más de lo que esperaba alcanzar este lugar. Realmente, debo verle, y si no me marcho pronto, el paso estará cerrado, y no seré capaz de salir. Tengo que marcharme inmediatamente. – Isabella lo explicó con su voz más autoritaria.
– Signorina, debe entenderlo. Ahora no es seguro. La oscuridad ha caído. Nada es seguro fuera de estos muros.
La expresión de compasión en los ojos descoloridos de la mujer sólo incrementó el terror de Isabella.
La criada sabía cosas que no decía y obviamente temía por la seguridad de Isabella.
– No se puede hacer nada excepto ponerla cómoda. Está temblando de frío. El fuego está encendido en su habitación, un baño de agua caliente ha sido preparado, y la cocinera está enviándole comida. El Amo quiere que esté cómoda. – Su voz era muy persuasiva.
– ¿Mi caballo estará a salvo? – Sin el animal, Isabella no tenía esperanzas de cubrir las muchas millas que había entre el palazzo y la civilización. Los rugidos que había oído no habían sido de lobos, pero lo que fuera que había producido el ruido sonaba atroz, hambriento e indudablemente tenía dientes muy afilados. El hermano de Isabella le había regalado la yegua en su décimo cumpleaños. La idea de que el caballo fuera comido por bestias salvajes era horrenda. – Debería comprobarlo.
Sarina sacudió la cabeza.
– No, signorina, debe quedarse en la habitación. Si el Amo dice que debe hacerlo, no puede desobedecer. Es por su propia seguridad. – Esta vez había una clara nota de suavidad en su voz. – Betto cuidará de su caballo.
Isabella alzó la barbilla desafiante, pero presintió que el silencio le serviría mejor que las palabras airadas. Amo. Ella no tenía ningún amo, y no tenía intención de tenerlo nunca. La idea era casi tan aborrecible como la lóbrega sensación que envolvía el palazzo. Enterrándose más en su capa, siguió a la mujer a través de un laberinto de amplios vestíbulos y subiendo una sinuosa escalera de mármol, donde una multitud de retratos la miraron. Podía sentir el extraño peso de sus ojos observándola, siguiendo su progreso mientras se abría paso a través de los recodos y vueltas de palazzo. La estructura era hermosa, más que cualquier otra que hubiera visto nunca, pero era un tipo de belleza que la dejaba fría.
Donde quiera que mirara veía estatuas de enormes felinos con melenas, dientes afilados y ojos feroces. Grandes bestias de pelo enmarañado alrededor de los cuellos y a lo largo del lomo. Alguna tenía enormes alas extendidas para lazarse hacia ellas desde el cielo. Pequeños iconos y enormes esculturas de criaturas estaban esparcidas por las salas. En un nicho en una de las paredes había un santuario con docena de velas ardiendo ante un león de aspecto feroz.
Una idea repentina la hizo estremecer. Esos rugidos que había oído podían haber sido leones. Nunca había visto un león, pero estaba segura de que había oído a las legendarias bestias que tenían la reputación de haber desgarrado a incontables cristianos en pedazos para entretenimiento de los romanos. ¿Adoraba la gente de este lugar a la terrible bestia? ¿El diablo? Las cosas que susurraban sobre este hombre. Subrepticiamente hizo el signo de la cruz para protegerse del mal que emanaba de las mismas paredes.
Sarina se detuvo junto a una puerta y la empujó para abrirla, retrocediendo para ceder el paso a Isabella. Recorriendo con la mirada a la criada casi para tranquilizarse, cruzó el umbral entrando en el dormitorio. La habitación era grande, el fuego rugía con la calidez de llamas rojas y naranjas. Estaba tan cansada y exhausta que lo más que ofreció fue un murmullo de apreciación por la belleza de la larga fila de vidrieras y los muebles labrados. Incluso la enorme cama y la gruesa colcha sólo penetró hasta el borde de su consciencia. Había agotado la última onza de coraje y fuerza para llegar a este lugar, para ver al evasivo Don Nicolai DeMarco.
– ¿Está segura de que no me verá esta noche? – Preguntó Isabella. – Por favor, si sólo le hiciera conocer la urgencia de mi visita, estoy segura de que cambiaría de opinión. ¿Lo intentaría? – Se quitó los guantes de piel y los tiró sobre el ornamentado vestidor.
– Precisamente por su llegada a este lugar prohibido, el Amo sabe que su búsqueda es de gran importancia para usted. Debe entenderlo, para él no tiene importancia. Tiene sus propios problemas con los que tratar. – La voz de Sarina era gentil, incluso amable. Empezó a salir del dormitorio pero se volvió. Miró a su alrededor a la habitación, fuera hacia el vestíbulo, y después de vuelta a Isabella.
– Es usted muy joven. ¿Nadie la ha advertido acerca de este lugar? ¿No le dijeron que permaneciera lejos? – Su voz sostenía un tono de regaño, gentil pero una reprimenda al mismo tiempo. – ¿Dónde están sus padres, piccola?
Isabella cruzó la habitación, manteniendo la cara oculta, temiendo que la nota simpática en la voz de la mujer fuera su perdición. Deseó enroscarse en una patética bola y llorar por la pérdida de su familia, por la terrible carga que había caído sobre sus hombros. En vez de eso, se aferró a uno de los postes hermosamente labrados de la gigantesca cama hasta que sus nudillos se quedaron blancos.
– Mis padres murieron hace largo tiempo, signora. – Su voz fue firme, sin emoción, pero la mano que aferraba el poste se apretó incluso más. – Tengo que hablar con él. Por favor, si pudiera llevarle una palabra, es muy urgente, y tengo poco tiempo.
La criada volvió a entrar en la habitación, cerrando firmemente la puestra tras ella. Al momento, el aceitoso aire cargado del palazzo pareció desvanecerse. Isabella notó que podía respirar más libremente, y la pesadez de su pecho se alivió. Comprendió que el extraño olor surgía de la superficie del agua caliente de la bañera preparada para ella, una fragancia limpia, fresca y floral que nunca había encontrado antes. Inhaló profundamente y agradeció la taza de té que la mujer presionó en su mano temblorosa.
– Debe beber esto inmediatamente. – Animó Sarina. – Está usted muy fría, ayudará a calentarla. Bébase hasta la última gota… eso es, buena chica.
El té ayudó a caldear sus entrañas, pero Isabella temía que nada la calentaría a fondo otra vez. Temblaba incontrolabremente. Levantó la mirada hacia Sarina.
– En realidad puedo arreglarmelas. No deseo causarle problemas. Esta habitación es encantadora, y tengo todo lo que podría necesitar. Por cierto, soy Isabella Vernaducci. – Miró hacia la confortable cama, el fuego alegre y cálido. Apesar del agua invitadora y humeante de la bañera, en el momento en que la criada la dejara sola, Isabella pretendía caer sobre la cama, completamente vestida, y simplemente dormir. Sus párpados caían, no importaba cuanto intendara permanecer despierta.
– El Amo desea que la atienda. Se tambalea de cansancio. Si mi hija estuviera lejos de casa, quería que alguien la ayudara. Por favor, hágame el honor de permitirme asistirla. – Sarina ya estaba sacándole la capa de los hombros. -Vamos, signorina, el baño está caliente y la calentará mucho más rápidamente. Todavía está temblando.
– Estoy tan cansada. – Las palabras escaparon antes de que Isabella pudiera detenerlas. – Sólo quiero dormir. – Sonaba joven e indefensa incluso a sus propios oídos.
Sarina la ayudó a desvestirse y la urgió a entrar en el agua caliente. Cuando Isabella se deslizó dentro de la bañera humeante, Sarina soltó las hebras sedosas y extendió el pelo de la joven. Muy gentilmente masajeó el cuero cabelludo de Isabella con la punta de los dedos, frotando con un jabón casero que olía a flores. Graduamente, mientras el calor del agua rezumaba en Isabella, su terrible temblor empezó a disminuir.
Isabella estaba tan cansada, sabía que iba a la deriva mientras la criada le enjuagaba el pelo y la envolvía en una pesada toalla. Fue a tropezones hasta la cama como en un ensueño, medio consciente de lo que la rodeaba y medio dormida. Sintió a Sarina trabajando en los nudos de su pelo, liberando las largas trenzas, después volviéndo a trenzarlo en pesados mechones mientras Isabella se quedaba tendida tranquilamente reconfortada, algo que su madre había hecho cuando era muy pequeña. Sus largas pestañas cayeron, y quedó tendida pasivamente sobre la cama, con la toalla rodeando su cuerpo desnudo absorbiendo el exceso de humedad del baño.