Alberita agitaba las manos salvajemente, chillando tan ruidosamente que los sirvientes llegaron corriendo de todas partes. Betto recogió los restos de la escoba antes de que pudiera hacer daño a nadie y los colocó cuidadosamente a un lado. Sarina siseó una afilada orden, y Alberita se puso una mano sobre la boca para ahogar sus gritos. Aún así, estalló en un llanto histérico.
El Capitan Bartolmei entró apresuradamente, con una mano en la empuñadura de su espada. Empujó a los sirvientes a un lado y cogió a Isabella, levantándola del suelo y empujándola tras él, escudándola con su cuerpo.
– ¿Qué ha ocurrido? -Su voz era áspera.
– Un accidente, nada más -explicó Sarina apresuradamente.
Algunos de los sirvientes empezaron a murmurar como afligidos o asustados.
– ¡La escoba voló hacia ella! -gritó una mujer.
– Eso es una estupidez, Brigita, y una absoluta falsedad -reprendió Sarina agudamente.
– ¡Alberita la atacó! -acusó otro.
Cuando Alberita aulló una negativa y lloró aún con más fuerza, el Capitán Bartolmei se acercó protectoramente a Isabella.
– Debemos informar de esto inmediatamente al don.
Isabella tomó un profundo aliento, desesperada por recuperar la compostura. Temía echarse a reir ante el completo absurdo de la situación. No se atrevió, por que eso humillaría a la chica llorosa incluso más.
– Creo que la joven Alberita debería ir a la cocina y servirse una tranquilizadora taza de té. ¿Alguien puede escoltarla a la cocina, Sarina? -Isabella sonrió serenamente, saliendo con confianza de detrás del capitán-. Grazie, Capitán, por su rápida acción, pero, por supuesto, no podemos molestar a Don DeMarco con algo que fue solo un pequeño accidente. Fue solo una escoba rota. Alberita es muy entusiasta en su trabajo.
Avanzó decidida hacia la jovencita, ignorando la mano restrictiva del capitán.
– Tu duro trabajo se aprecia mucho. Ve con Brigita ahora, Alberita, y tómate una agradable taza de té para tranquilizarte.
– Debes ser más cuidadosa, chica -espetó el Capitán Bartolmei-. Si le ocurriera algo a la Signorina Vernaducci, todos estaríamos perdidos.
Isabella rio suavemente.
– Vamos, Capitán, hará que todo el mundo crea que me dejé atemorizar por una escoba.
Rolando Bartolmei se encontró incapaz de resistir su sonrisa traviesa.
– Eso no puede ser -estuvo de acuerdo.
– ¿Rolando? -La voz era joven, intentaba ser imperiosa pero vaciló alarmantemente-. ¿Qué está pasando?
Los sirvientes, Isabella y el Capitán Bartolmei giraron las caras hacia los recién llegados. Dos mujeres, obviamente aristocratiche, de pie junto a Sergio Drannacia, esperando una explicación. Pero fue el hombre alto y guapo hombre tras ellos quien captó la atención de Isabella y robó el aliento de sus pulmones.
Don DeMarco estaba absolutamente inmóvil. Su pelo largo flotaba alrededor de él, desmelenado y espeso. Sus ojos llameaban con fuego, los ojos de un depredador, enfocados, fijos en la presa. Por un momento su imagen brilló tenuemente, haciendo que pareciera un león mirando implacable y despiadadamente al hombre que estaba tan cerca de Isabella.
El mismo aire de la habitación se inmovilizó, como si cualquier movimiento, cualquier sonido, pudiera disparar un ataque. Los sirvientes miraron apresuradamente al suelo. El Capitán Bartolmei se inclinó ligeramente, evitando los ojos del don.
Las dos mujeres se giraron para mirar tras ella. Ante la visión del don una de ellas gritó, su cara se quedó completamente blanca. Se habría derrumbado sobre el suelo si Sergio Drannacia no la hubiera cogido y estabilizado.
Fue Isabella quien se movió primero, rompiendo la tensión.
– ¿Está enferma la mujer? -Se apresuró a través del pequeño grupo de sirvientes que rodeaban a la mujer y a Drannacia, y se dirigió directamente hacia Don DeMarco. Levantó la mirada hacia él-. ¿No deberíamos ofrecerle un dormitorio?
El Capitán Bartolmei apartó a la mujer de Sergio, dándole una pequeña sacudida. Inclinó la cabeza y le susurró ferozmente, su cara estaba tensa de vergüenza. Betto batió palmas y gesticuló hacia los sirvientes, dispersándolos rápidamente, enviándolos de vuelta a sus quehaceres.
– El té está servido en el cuarto de dibujo -anunció a su don, y se perdió de vista como solo un sirviente con mucha práctica podía hacer.
– No hay necesidad de un dormitoro -respondió el Capitán Bartolme sombríamente-. Mi esposa está perfectamente bien. Me disculpo por su conducta.
La joven apartó la cabeza, pero no antes de que Isabella viera lágrimas brillando en sus ojos ante la dura reprimenda que había recibido de su esposo. La mujer del Capitán Bartolmei mantuvo la cabeza baja mientras paseaban a través de los salones hasta la habitación de dibujo.
En realidad, Isabella sentía pena por la chica. Más de una vez su padre la había censurado públicamente. Conocía la humillación absoluta de semejante acción. Sabía lo que costaba en fuerza y orgullo tener que enfrentar a los que habían presenciado la reprimenda.
El don igualó sus largas zancadas con las de Isabella, su mano descansaba ligeramente sobre el brazo de ella, su cuerpo estaba bastante cerca.
– ¿Te importaría explicar por qué el capitán estaba cogiéndote de la mano? -Su voz fue baja pero ronroneó con una amenaza que provocó un estremecimiento en su espina dorsal de Isabella. Su palma se deslizó a lo largo del brazo para tomar posesión de la mano, sus dedos se colaron firmemente entre los de él.
La mirada sobresaltada de ella saltó a su cara.
– ¿Es eso lo que parecía? Que horrible. Estaba preocupado por mi seguridad y seguía empujándome tras él. -Isabella sacudió la cabeza-. No me sorprende que su mujer se pusiera histérica. ¿Qué debe haber pensado la pobre mujer?
Algo peligroso titiló en las profundidades de los ojos de él.
– ¿Por qué te importaría lo que pensara ella? ¿No es lo que pienso yo de suprema importancia para vosotros dos?
Apretó los dedos alrededor de los de él y se inclinó más cerca.
– Tú, lo sé, tienes un cerebro en la cabeza. Estoy segura de que se te ocurriría que la última cosa que tú amigo el capitán haría es cogerme de la mano delante de los sirvientes.- Puso los ojos en blanco hacia el techo, con un rastro de humor en su voz.
– ¿Si te toparas con tu marido cogiendo la mano de otra mujer, qué harías? -preguntó Nicolai, curioso, súbitamente divertido por su reacción. Ella ni siquiera había considerado que él se sintiera celoso o enfadado o de algún modo molesto por ver a otro hombre tan cerca de ella. Tenía fe en su capacidad de raciocino, ni por un momento había considerado que un hombre celoso era irrazonable por definición.
Ella le tiró de la mano obligándole a detenerse. Se alzó sobre la punta de los pies y le susurró al oído.
– Si realmente estuviera cogiéndola de la mano, le rompería una escoba en su dura mollera muy, muy fuerte. -Su voz fue tan dulce, tan baja y sensual, que por un momento las palabras casi no quedaron registradas.
Entonces Nicolai se sorprendió a sí mismo y sus invitados riendo en voz alta. Risa auténtica y de corazón. Retumbó en su garganta y se derramó por la habitación, haciendo que todo sirviente dentro del radio de audición sonriera. Había pasado mucho tiempo desde que habían oído reir a su don. El sonido disipó instantáneamente la tensión que corría alta en el palazzo. Sergio y Rolando intercambiaron una sonrisa rápida y divertida.
– Signorina Vernaducci, ¿puedo presentarle a mi esposa, Violante? -dijo Sergio Drannacia tranquilamente, su brazo enredado alrededor de una mujer que parecía varios años mayor que Isabella-. Violante, esta es Isabella Vernaducci, la prometida de Don DeMarco.
Violante hizo una reverencia, una sonrisa curvaba su boca, pero sus ojos eran cautos, especuladores, y recorrieron la figura de Isabella.
– Es un placer conocerla, signorina.
Isabella asintió en aceptación de la presentación.
– Espero que seamos grandes amigas. Por favor llámame Isabella.
– Y puedo presentarle a mi esposa, Theresa Bartolmei -añadió Rolando Bartolmei.
La joven se dejó caer en una ligera reverenca, bajando las pestañas.
– Es un honor conocerla, Signorina Vernaducci. -murmuró suavemente, su voz vaciló ligeramente.
Theresa tenía aproximadamente la misma edad de Isabella. Se conducía como una aristicratica pero parecía muy nerviosa en presencia del don. Estaba tan alterada que ponía nerviosa a Isabella. La mujer no miraba a Don DeMarco, mantenía la mirada firmemente fija en sus pies aparte de la breve mirada que había dirigido hacia Isabella.
Isabella forzó una sonrisa, acercándose Nicolai. La irritaba que tanta gente le tratara de forma tan extraña.
– Grazie, Signora Bartolmei. Es maravilloso conocerla. Su marido fue muy amable conmigo cuando viajabamos por los caminos hacia el paso. Y hoy, con el accidente, hizo de mi protección su deber. Aprecio eso mucho.
Isabella era una inocente, pero arropaba a Nicolai con una intimidad que él nunca había compartido con ninguna otra persona en su vida. Su cuerpo se inmovilizó, endureciéndose. La retuvo ante él, sin atreverse a moverse cuando habría preferido retirarse y dejar a sus amigos de infancia conversando con las mujeres. Temía romperse en pedazos si se movía. Había un rugido en su cabeza, un dolor en su cuerpo. El fuego corría a través de su sangre. Peor que su reacción física a ella era la forma en que se le enredaba alrededor del corazón, hasta que solo mirarla dolía.