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– Brigita, perdóname. No sé que pasó. Conocí a tu madre y tu padre. Se casaron en la Santa Iglesia. -Sacudió la cabeza, sosteniéndosela entre las manos, gimiendo de abyecta humillación.

– Estuvo mal -estalló Dantel-. Estaba jugando con la estatua, y sabía que no era mía. La dejé caer Betto. -Empezó a llorar de nuevo-. No llores, Betto, no es culpa tuya. Yo la cogí.

– Betto está enfermo -dijo Isabella, revolviendo el pelo del chico para consolarle-. Tú no robaste, Dantel, y todos lo sabemos. Betto solo necesita descansar, y todos le cuidaremos. Sarina necesitará tu ayuda para llevarle cosas y entretenerle mientras está descansando. Corre con tu madre y consuélala mientras nosotras metemos a Betto en la cama. Después puedes ayudar a Sarina a llevarle la comida. Esta vez todos serviremos a Betto y pagaremos sus muchas amabilidades.

– Lo haré, -dijo Dantel incondicionalmente, haciéndose el importante. Extendió el brazo en busca de la mano de su madre-. Llámame cuando me necesites, Sarina, y vendré de inmediato.

Isabella y Brigita se extendieron hacia Sarina y Betto al mismo tiempo, ayudando a la pareja a ponerse en pie. Cuando Betto se tambaleó, todavía abrazando a su mujer firmemente, Isabella sintió nuevamente la presencia de la oscura y malévola entidad. Sintió una oleada de veneno, de odio concentrado dirigido solamente hacia ella. Presionándose una mano sobre su sección media, Isabella giró la cabeza hacia la entrada de la habitación, levantando la mirada al el techo como si realmente pudiera ver a su enemigo.

Brigita y Dantel dieron tres pasos hacia la amplia entrada de la habitación. Isabella saltó tras ellos, su advertencia muriendo en los labios. Llegó demasiado tarde. La bestia estaba agazapada en el gran salón, con los ojos fijos sobre madre e hijo, una mueca en su cara, y la punta de su cola sacudiéndose mientras yacía emboscado.

Era un león enorme, con una magnífica melena que rodeaba la enorme cabeza y caía hacia abajo por su espalda, envolviéndose alrededor de su barriga.

Varios de los sirvientes gritaron. Algunos corrieron de vuelta al interior de la enorme habitación e intentaron ocultarse tras el mobiliario, mientras otros se quedaban congelados y empezaban a rezar en voz alta. Inmediatamente Isabella sintió la oleada de regocijo, de poder. Dos de los hombres cogieron espadas que colgaban de la pared, armándose y manteniendo su posición reluctantemente. Parecían absurdos, una defensa penosa contra un enemigo tan poderoso.

– ¡Alto! -siseó Isabella. -¡Todos, quedáos en silencio! Mantenéos perfectamente inmóviles. -Empezó a moverse muy lentamente, abriéndose paso centímetro a centímetro alrededor de Sarina y Betto, ignorándolos cuando ambos hicieron ademán de agarrarla del brazo para detenerla.

Isabella estaba temblando violentamente, pero sabía que no importaría en que parte de la habitación estaba si la bestia decidía atacar. El león era capaz de comerse a todos los que estaban allí. Su velocidad era indiscutible. Era enorme, invencible. Las dos espadas eran armas ridículas contra el animal con sus grandes dientes y sus afiladas garras. No tenía ni idea de cuales eran sus planes, solo que algo en el fondo de su corazón y alma la empujaba hacia adelante.

Isabella insertó su cuerpo entre el león y su presa. La mirada del león se fijó inmediatamente en ella. Le sostuvo la mirada. En el momento en que sus ojos se encontraron, la comprensión la golpeó como un puño. Dos entidades le devolvían la mirada a través de los ojos del león. Una era indomable y confusa, la otra hostil y enfurecida. Estrechó su foco, decidida a mantener inmóvil al león e ignorar al terror innombrable que ardía en sus ojos.

– Sarina, ve a buscar a Don DeMarco -mantuvo la voz baja y consoladora. Esta titubeó apesar de su determinación a mantener la calma-. Si valoras la vida de los que estamos aquí, muévete muy lentamente hasta que atravieses la habitación. Yo retendré la atención del león, y tú ve a la otra entrada. Una vez estés fuera, apresúrate.

La mano de Sarina se extendió como si pensara que podría arrastrar a Isabella de vuelta a la seguridad. Betto tomó los dedos temblorosos y los apretó tranquilizadoramente. Ninguno de los otros sirvientes se movió, nadie emitió ni un sonido, nadie parecía respirar.

Isabella no giró la cabeza para ver si Sarina había hecho lo que le había pedido; tenía que creer que el ama de llaves encontraría el coraje para hacer lo que le había pedido. No se atrevía a romper el contacto visual con el león. La gran bestia se estremecía con la necesidad de saltar sobre ella, de rasgar y desgarrar, de hundir los dientes profundamente en su carne y oir el satisfactorio crujido de sus huesos. Fue solo la mirada concentrad de Isabella lo que evitó que el animal atacara.

La necesidad de matar del león era tan grande que Isabella podía sentirla profundamente dentro de su propio corazón. El conflicto dentro del animal era tan considerable que sintió pena por él, una punzada dolorida en contraste con el terror que emanaba dentro de ela. Se negó a parpadear, se negó a dar la espalda, tanto por el destino de la bestia como por su propia vida. Estaba confuso y luchaba consigo mismo mientras la oleada de oscuro poder empujaba hacia el instinto continuamente, urgiéndole a matr. Matar a Isabella. Matar a todo el mundo.

El león se estremeció de nuevo, un terrible temblor, y se arrastró hacia Isabella, con la barriga en tierra, los ojos enfocados en ella, fijos y directos. Los músculos tensos se ondearon a lo largo de su cuerpo macizo. La saliva goteó de sus enormes colmillos cuando gruñó hacia ella, una advertencia, casi una súplica, un oscuro desafío. El aliento de la bestia era caliente sobre su cuerpo, pero ella no movió ni un músculo.

Tras ella, los sirvientes se movieron con pánico, dispuestos a correr, pero Betto los detuvo con una mano imperiosa alzada y un rápida sacudida de la cabeza. Cualquier movimiento o ruido súbito podía disponer al león a atacar. Isabella podía sentir las diminutas gotas de sudor corriendo por el valle entre sus pechos. El corazón le palpitaba en los oídos. Saboreó el miedo en su boca. Sus rodillas amenazaron con ceder, pero mantuvo su posición, mirándo a los brillantes y redondos ojos, decidida a no correr. Su boca estaba tan seca que no estaba segura de si podría hablar si tuviera que hacerlo. El animal era enorme, estaba tan cerca de ella que podía ver las variaciones de su pelaje, plata, negro y marrón entretejidos tan firmemente que aparecía ser de un negro sedoso. Podía ver pestañas, bigotes, dos cicatrices profundamente acuchilladas en el gigantesco morro.

– Estoy contigo, Isabella. No tengas miedo -La voz era suave, casi sensual. Nicolai se acercó lentamente, cuidadosamente al costado de Isabella. Su mano envolvió la de ella, apretándose alrededor de sus dedos, conectándolos físicamente. Isabella no se atrevía a apartar la mirada del león, pero incluso así, supo que Nicolai estaba observando intensamente a la bestia, sus ojos ambar llameaban con furia, concentrándose en sujetar a la criatura en su lugar. Casi podía sentir como él empezaba lentamente, esforzadamente, a imponer su voluntad al animal.

Isabella luchó junto a él, entendiendo la batalla como no podía hacerlo ningún otro en la habitación. Entendió entonces la inmensa concentración y enfoque que requería a Nicolai comunicarse y controlar lo indomable. Los leones no eran dóciles ni estaban domesticados, no eran mascotas, eran animales salvajes que tenían que cazar presas y vivir lejos de la sociedad humana. Para evitar que siguieran sus instintos naturales, Nicolai utilizaba una tremenda cantidad de energía todo el tiempo. Él era de algún modo parte de ellos, unido a ellos, y los leones le consideraban el líder de su manada.

El león quería obedecer. La criatura parecía estar luchando en alguna batalla interna. Isabella continuó mirando fijamente a esos ojos, su naturaleza compasiva se extendió hacia el enorme felino. Sintió su propia fuerza inundando a Nicolai. Él parecía enormemente poderoso. Podía sentir su cuerpo cerca del propio, vibrando a causa de la tensión, del esfuerzo. Isabella comenzó a sentir un extraño afecto por el león, casi como si no pudiera separar a Nicolai de la bestia. Su expresión se suavizó, y su boca se curvó.

Supo en el momento exacto en que la mancha de retorcido poder fue derrotada y se retiró, dejando al infortunado león para enfrentar solo a Nicolai. Ella sintió la retirada del odio negro, sintió la oscuridad saliendo de su mente, y entonces la habitación quedó vacía de malicia. Normal. Todavía estaba cargada de tensión, el olor del miedo, pero nada alimentaba las intensas emociones con rabia y odio. Isabella comenzó a respirar de nuevo, y su cuerpo tembló en reacción.

El león agachó la cabeza, se giró, y se alejó silenciosamente corredor abajo hacia las escaleras que conducían a las regiones más bajas del castello. Isabella estalló en lágrimas. Le dio la espalda al don, a los sirvientes, con toda intención de precipitarse a la privacidad de su dormitorio, pero sus piernas se negaron a llevarla a ninguna parte.

Los fuertes brazos de Nicolai la aplastaron contra él, envolviéndola, protectoramente. Enterró la cara en el abundante pelo de ella.

– ¿En qué estabas pensando? No deberías haberte acercado a ese león. Algo iba mal con él… ¿No pudiste verlo?

La estaba manteniendo virtualmente en pie. Si la hubiera soltado, Isabella se hubiera derrumbado sobre el suelo en un montón. Enterró la cara en la camisa de él, intentando contener los sollozos que la sacudían de la cabeza a los pies. Ahora que el peligro inmediato había pasado, se estaba cayendo a pedazos. No importaba cuanto se amonestara a sí misma para dejar de llorar y no humillarse ante los sirvientes, Isabella continuaba llorando y temblando. Se aferró a él, una ancla de seguridad en un mundo de peligro.