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El golpe en la puerta no pudo provocar su interés. Ni siquiera el olor de la comida pudo captar su atención. Quería dormir y alejar todas las preocupaciones y miedos. Sarina murmuró algo que no pudo captar. Sólo quería dormir. Se llevaron la comida, e Isabella continuó adormilada, el confort del crujir del fuego, y las manos de Sarina en su pelo la arrullaban con una sensación de bienestar.

Desde lejos, aislada en su estado de ensoñación, Isabella oyó jadear a Sarina. Intentó abrir los ojos y arreglárselas para espiar a hurdatillas por debajo de las pestañas. Las sombras de la habitación se habían alargado alarmantemente. Las filas de delgadas velas de la pared habían sido apagadas de un soplo, y las llamas del hogar se habían apagado, dejando las esquinas del domitorio oscuras y poco familiares. En una esquina divisó la oscura figura de un hombre. Al menos pensó que era un hombre.

Era alto, de anchos hombros, pelo largo y ojos mordaces. Las llamas del fuego parecían resplandecer con el rojo anaranjado de su ardiente mirada. Podía sentir el peso de esa mirada sobre su piel expuesta. Su pelo era extraño, de un color leonado que se oscurecía en negro cuando caía sobre los hombros y bajaba por su amplia espalda. Estaba mirándola desde las sombras, confundiéndose entre ellas haciendo que no pudiera discernirle claramente. Una figura sombría para sus sueños. Isabella parpadeó para intentar enfocarle mejor, pero tenía demasiados problemas para arrancarse de su estado de sueño. Su cuerpo se sentía flotar, y no podía encontrar la energía suficiente como para arrastrar su brazo expuesto bajo la toalla. Mientras estaba tendida, intentando fijar la vista en la sombría figura, su visión se nubló todavía más, y las largas manos de él parecieron garras por un momento, su gran masa se movía con una gracia no del todo humana.

Se sentía expuesta, vulnerable, pero por más que lo intentaba, no podía arreglárselas para levantarse. Tendida bocabajo sobre la cama, mirando aprensivamente a la esquina oscurecida, su corazón matilleó con dolorosa fuerza.

– Es mucho más joven de lo que había imaginado. Y mucho más hermosa. – Las palabras fueron pronunciadas suavemente, como si simplemente pensara en voz alta, no para que le oyera nadie. La voz era profunda y ronca, una aleación de seducción y orden, y un gruñido gutural que casi le detuvo el corazón.

– Tiene mucho valor. – La voz de Sarina llegó del otro lado, bastante próxima, como si revoloteara protectoramente cerca, pero Isabella no se atrevió a comprobarlo, temiendo apartar la mirada de la figura que la observaba tan intensamente. Como un depredador. Un gran felino. ¿Un león? Su imaginación estaba jugando con ella, mezclando realidad y sueños, y no podía estar segura de qué era real. Si él era real.

– Fue una estúpida al venir aquí. – Dijo con un latigazo en la voz.

Isabella intentó obligar a su cuerpo a moverse, pero fue imposible. Se le ocurrió que debía haber habido algo en el té, o quizás en la esencia del agua del baño. Tendida en una agonía de temor, aún se sentía perezosa y adormilada, lejos del miedo, desconectada, como si estuviera observando como todo esto le ocurría a alguna otra.

– Requirió gran valor y resistencia. Vino sóla. – Señaló Sarina amablemente. – Puede haber sido una estupidez, pero fue valeroso, y nada menos que un milagro que pudiera conseguir tal cosa.

– Sé lo que estás pensando, Sarina. – Un singular cansancio matizó la voz del hombre. – No existen los milagros. Yo debería saberlo. Es mejor no creer en tal sinsentido. – Se acercó, inclinándose sobre Isabella de forma que su sombra cayó sobre ella, engulléndola completamente. No podía verle la cara, pero sus manos eran grandes y enormemente fuertes cuando la levantaron entre sus brazos.

Durante un horrible momento miró fijamente las manos que la sujetaban con tal facilidad. Por un momento las manos parecieron ser grandes patas de uñas afiladas como navajas de afeitar, y al siguiente eran manos humanas. No tenía ni idea de cuál era la ilusión. De qué parte de esto era real o qué pesadilla. Si él era real o una pesadilla. Su cabeza cayó hacia atrás sobre su cuello, pero no pudo levantar los párpados lo suficiente como para verle la cara. Sólo pudo yacer impotente entre sus brazos, con el corazón martilleando ruidosamente. Él la colocó bajo las colchas, con toalla y todo, con movimientos seguros y eficientes.

Las palmas de sus manos le enmarcaron la cara, su pulgar le rozó la piel con una gentil caricia.

– Tan suave. – Murmuró para sí mismo. Sus dedos se delizaron bajo la barbilla para tirar del grueso cordón de pelo apartándolo del cuello. Había un inesperado calor en sus dedos, diminutas llamas que parecían encender su sangre, y todo su cuerpo se sintió ardiente, dolorido, poco familiar.

Los extraños rugidos empezaron de nuevo, y el castello pareció reverberar con los horrorosos sonidos.

– Están intranquilos esta noche. – Observó Sarina. Su mano se apretó alrededor de Isabella, y esta vez no hubo duda de que había sido protectoramente.

– Sienten una perturbación, y eso los hace estar más intranquilos y por consiguiente ser más peligrosos. Cuidado esta noche, Sarina. – La advertencia del hombre era clara-. Veré si puedo calmarlos. – Con un suspiro, la oscura figura se volvió abruptamente y salió a zancadas. Silenciosamente. No hubo susurro de ropa, ni pisadas, absolutamente ningún sonido.

Isabella sintió que Sarina le tocaba el pelo de nuevo, arreglaba la colcha, y después cayó en el sueño. Tuvo sueños sobre un gran león que la asechaba implacablemente, paseándose tras ella sobre enormes y silenciosas patas mientras ella corría a través de un laberinto de largos y amplios corredores. Todo mientras era observaba desde arriba por las silenciosas gárgolas aladas, de picos curvados y ojos ávidos.

Unos sonidos penetraron en sus extraños sueños. Extraños sonidos acordes con sus extraños sueños. El arrastrar de cadenas. Un gemido creciente. Gritos en la noche. Inquietamente Isabella se acurrucó más profundamente entre las colchas. El fuego se había apagado hasta unas ascuas anaranjadas que resplandecían brillantemente. Sólo podía divisar puntos de luz en la habitación oscurecida. Estaba tendida mirando fijamente los colores y una ocasional chispa que volvía a la vida en las diminutas llamas. Pasaron varios minutos antes de que comprendiera que no estaba sola.

Isabella se volvió, escudriñando la oscuridad hacia la oscura figura sentada al borde de su cama. Cuando sus ojos se ajustaron, pudo distinguir a una joven que se mecía hacia atrás y adelante, su pelo largo se volcaba a alrededor de su cuerpo. Estaba vestida simple pero elegantemente, obviamente no era una sirvienta. En la oscuridad su traje era de un color inusual, un azul profundo con un extraño patrón de estrellas, algo que Isabella no había visto nunca antes. Ante el movimiento de Isabella, la mujer se volvió y la miró, sonriendo serenamente.

– ¡Oh!l. No pensé que te despertarías. Deseaba verte.

Isabella luchó por apartar la niebla que la rodeaba. Cuidadosamente miró alrededor de la habitación, buscando al hombre entre las sombras. ¿Había sido un sueño? No lo sabía. Todavía sentía los dedos contra su piel. Su mano le alzó para deslizarse sobre el cuello y capturar la sensación del tacto de él.

– Soy Francesca. – Dijo la joven, con un toque arrogante en la voz. – No debes temerme. Sé que vamos a ser grandes amigas.

Isabella hizo un esfuerzo por sentarse. Su cuerpo no quería cooperar.

– Creo que había algo en el té. – Dijo en voz alta, probando la idea.

Una risa burbujeante escapó de la boca curvada de la joven.

– Bueno, por supuesto. No puede tenerte corriendo por el palazzo descubriendo todos nuestros secretos.

Isabella luchó contra la niebla, decidida a sobreponerse a su terrible somnolencia. Se empujó a sí misma a una posición sentada, aferrando la toalla que se deslizaba, súbitamente consciente de que no tenía otras ropas. Por el momento no importaba. Estaba caliente, limpia y fuera de la tormenta. Y había alcanzado su destino.

– ¿Hay secretos aquí?

Como si respondiera a su pregunta, las cadenas se arrastraron de nuevo, los gemidos se alzaron a la altura de un chillido, y desde algún lugar llegó un retumbante gruñido. Isabella empujó las mantas más cerca a su alrededor.

La mujer rió alegremente.

– Es un secreto como he sido capaz de entrar en tu habitación cuando la puerta está seguramente cerrada con llave. Hay muchos, muchos secretos aquí, todos tan deliciosamente malvados. ¿Vas a casarte con Nicolai?

Los ojos de Isabella se abrieron de par en par con sorpresa. Empujó la pesada toalla incluso más firmemente a su alrededor.

– ¡No, por supuesto que no! ¿De dónde has sacado una idea semejante?

Francesca soltó otra carcajada burbujeante.

– Todo el mundo habla de ello, murmuran en los salones, en sus habitaciones. El palazzo entero está especulando. ¡Fue tan divertido cuando oímos que estabas en camino! Por supuesto, los otros apostaron a que nunca saldrías con vida de un viaje semejante o que te volvería atrás. ¡Yo esperaba que lo consiguieras!