Isabella rió, y el sonido liguero y despreocupado viajó a través del laberinto de ocultos corredores, despertando cosas que era mejor dejar en paz.
– Tu mano no hace nada a menos que tú la dejes -señaló ella.
Él contoneó los dedos haciendo que se rozaran incitadoramente contra su cadera.
– No, tienen enteramente voluntad propien esta cuestión. Me declaro inocente -se llevó la mano de ella a la calidez de su boca-. Adoro tu piel -sus dientes mordisquearon gentilmente los nudillos, su lengua arremolinó una caricia sobre el pulso de la muñeca.
Los ojos de ella se abrieron de par en par y se oscurecieron mientras le miraba, medio con amor, medio con miedo.
Don DeMarco le sonrió.
– Te encantará esto, Isabellla.
Ella parpadeó hacia él, sorprendida por la forma en que su cuerpo parecía pertenecerle. Cada gesto, cada movimiento de él, la tentaba y seducía.
– Ciertamente si.
Le siguió a través de los largos túneles, escaleras y pasadizos, su mano firmemente en la de él. Era agudamente consciente del poder que él exudaba, la suprema confianza, la amplitud de sus hombros y la fuerza de su cuerpo. Fue consciente de que no hacía ningún ruido mientras caminaba. Ninguno. Oía solo el suave pisar de sus propios zapatos sobre el suelo.
Nicolai empujó un sección de la pared, y esta se abrió lentamente. Él retrocedió para que Isabela pudiera ver. El frío la golpeó primero, una explosión helada que atravesó su bata y fue directamente hasta su piel, pero entonces se encontró mirando con respeto reverencial el paisaje. Era de un prístino y refulgente blanco. La nieve colgabde los árboles y cubría las cuestas. Carámbans helados colgaban de los aleros del palazzo. La luna llena se reflejaba en la nieve, convirtiendo la noche en día. Las montañas brillaban como joyas, una escena impresionando que nunca olvidaría.
– Estás temblando -dijó él suavemente-. Ponte bajo las pieles -la acercó al calor de su cuerpo para que este la inundace.
isabella se relajó entre sus brazos como si perteneciera allí. Él la llevó en brazos a donde dos caballos estaban esperando, aparejados a lo que parecía un carruaje sobre patines. Colocó a Isabella en el asiento acolchado, estableciéndose cerca de ella, y acomodando las gruesas pieles a su alrededor.
– ¿Qué es esto? -Nunca había visto nada igual antes.
– Betto me hizo uno cuando yo era muy pequeño. Talló los patines de madera y los aseguró a un viejo carruaje que mis padres ya no utilizaban. Era más pequeño que este, pero iba sobre la nieve muy rápido. Hice que construyeran este recientemente y pensé que debíamos probarlo.
Isabella se acurrucó bajo las pieles, cerrando los dedos en un esfuerzo por mantener el calor. Nicolai sacó un par de guantes de piel del bolsillo de su chaqueta y se los puso en las manos. Eran demasiado grandes pero muy cálidos, y ese gesto simple y considerado envió mariposas a revolotear en su estómago.
– ¿Estás suficientemente caliente? -preguntó él-. Puedo conseguir otra piel si hace falta.
Isabella sacudió la cabeza.
– Estoy muy caliente, grazie. ¿Qué estabamos haciendo exactamente?
– Se siente como se sentirí volar -sacudió ls riendas, y los caballos empezaron un paso lento, arrastrando el carruaje tras ellos.
Cuando los animales cogieron velocidad, el carruaje empezó a correr sobre la nieve, deslizándose fácilmente a través de los cristales blancos. Isabella se aferró al brazo de Nicola y alzó la cara hacia el viento. Era hermoso. Perfecto. Los dos encerrados en un mundo blco, deslizándose sobre la nieve con suficiente rapidez como para hacer que su corazón remontase.
El paisaje era hermoso, el aire crispado y fresco. isabella se encontró riendo mientras corrían, la luz de la luna lanzando un brillo plateado sobre las ramas en lo alto. Nicolai detuvo el carruaje en lo alto de una cuesta, sus brazos la acercaron. Bajo ellos un pequeño estanque, ya se congelaba haciendo que el helo brillara.
– Es realmente hermoso -dijo Isabella, levantando lmirad hacia él-. Grazie, Nicoali, por compartir esto conmigo.
La mano de él se enterró entre su pelo.
– ¿Con quién más podría compartirlo? -Apartó la mirada de ella, hacia el centelleante hielo. Sus rasgos estaban inmóviles y duros-. Ningún otro se atrevería a venir conmigo.
– ¿Por qué? -Isabella presionó una mano enguantada sobre las cicatrices y le acarició la piel para calentarse-. ¿Por qué son todos tan tontos? Eran tan bueno con ellos. ¿Por qué te temen, Nicolai?
– Tienen mucha razón en temerme, igual que temían todos al mio padre -giró la cabeza para mirarla, sus ojos ámbar pensativos-. Si tuvieras algún sentido común, también tú me temerías.
Ella la lanzó una suave y confiada sonrisa. Sus yemas cubiertas de piel le trazaron el ceño.
– ¿Quieres que te tema, Nicolai? Si es lo que quieres, debes darme una razón.
Él se quedó mirando fijamente la cándida inocencia de sus oscuros ojos durante un largo momento.
– Isabella -Su nombre fue un suave susurro en la noche. Gentil. Tierno. Se inclinó para encontrar su boca con la de él, tomando posesión, su lengua probando, insistente.
Bajo las gruesas pieles Nicolai deslizó su mano bajo la bata de ella para encontrar sus pechos.
– Soñé con tomarte aquí en la nieve, a la luz de la luna -Le besó la comisura de la boca, la barbilla-. ¿Si te lo pidiera, Isabella, me entregarías tu cuerpo? -Su boca vagó más abajo, bajo la línea de la garganta, apartando a un lado la bata para abrirla ante él. Sus manos encajaban en el torso, sus pulgares descansaron sobre los tensos pezones.
– ¿Por qué, Nicolai? -Había algo triste, algo desesperado, controlándole-. ¿De qué tienes miedo? Dime.
Él descsó la cabeza contra sus pechos desnudos.
– Me duele día y noche. No puedo pensar en nada más que en ti. Nada más, cara. Pero no sé si aliviar el dolor de mi cuerpo va a hacer mucho por salvar mi alma. -Deslizó los brazos alrededor de ella y apretó firmemente, como si ella fuera su ancla-. No quiero amarte, Isabella. Hay más peligro en ello del que posiblemente puedas imaginar. -Cerró los ojos-. Quiero darte el mundo, pero en realidad, estoy tomando tu vida.
Ella le abrazó, acariciándole el pelo.
– No puedo ayudarte, Nicolai, si no me cuentas que va mal. -Le besó la coronilla y la abrazó firmemente-. Aquí afuera, donde estamos solos y el mundo está hecho de hielo y gemas, ¿no puedes decírmelo? ¿No me conoces lo bastante bien como para saber que lucho por aquellos a que me pertenecen? Arriesgué todo por salvar a Lucca. ¿Por qué haría menos por ti?
– Huirías gritando de este lugar, de mí, si supieras la verdad. -Había amargura en su voz, en su corazón-. Los leones no lo permitirían, y tendrí que mantenerte prisonera. Al final te destruiría como el mio padre destruyó a la mia madre. -Alzó la cabeza y la miró a los ojos-. Como casi hizo conmigo.
Vio tormento en sus ojos ámbar. Furia. Miedo. Determinación. Emociones surgiendo en remolino desde su alma para arder en sus ojos como una llama.
El estremecimiento que sintió Isabella no tuvo nada que ver con el frío. Le tiró del pelo.
– Cuéntame entonces, Nicolai, y veamo si soy una bambina asustada que huye gritando del hombre al que está unida.
Las manos de él le cogieron los esbeltos hombros, los dedos se enterraron en su carne. Le dio una pequeña sacudida, como si la intensidad de sus sentimientos fuera más de lo que pudiera soportar. Mientras así lo hacía, ella sentía la aguda puñalada de agujas pinchando sus hombres. El aliento se le quedó atascada en la garganta, pero contuvo el suave grito de molestia antes de que pudiera escapar. Bajó la mirada a su hombro izquierdo, a la mano de él.
Claramente vio una enorme zarpa de león, con garras retractables. las garras eran curvadas, gruesas y afilades, las puntas se le hundían en la piel. No era ilusión sino una realidad que no podia ignorar. Una parte de su mente estaba tan sorprendida, tan horrorizada y asustada, que todo lo que pudo hacer fue gritar. Silenciosamente. Encerrada en su cabeza, profundente en su mente donde solo Isabella vivía, gritaba silenciosamente. Y lloró. Por sí misma, por Nicolai DeMarco. Con pena por ambos. Exteriormente era una Vernaducci, y, hombre o mujer, un Vernaducci no se entregaba a la hsteria. Luchó por controlarse y se sentó muy quieta.
Nicolai no había pronunciado un falsedad. Había peligro aquí, un peligro mortal. Vibraba en el aire alrededor de ellos. Los caballos empezaron a inquietarse, tirando de sus cabezas y corcoveando. Isabella podía ver sus ojos girando salvajemente mientras olían a un depredador.
Tomó un profundo aliento y lo dejó escapar.
– Nicolai -Pronunció su nombre suavemente y alzó la mirada para encontrar sus ojos.
Estos llameaban hacia ella. Salvajes. Turbulentos. Mortalmente. Llameando con pasión, con fuego. Se negó a apartar la mirda de él, a verle como le veían los demás.
– ¿Qué hizo tu madre cuando tu padre le contó la verdad? -El frío había embotado su dolor, pero ante su pregunto, las patas se flexionron, y las garras se enterraron más profundamente. Finas cintas de sangre gotearon hacia abajo por su hombro.
– ¿Qué crees que hizo? Huyó de él. Intentó escapar. Ni siquiera pudo volver a mirarme una vez supo en qué me convertiría. -Su voz fue un gruñido áspero, como si su garganta misma se hubiera visto alterada y le fuera difícil hablar.
– Te miro y veo a un hombre maravilloso, Nicolai. No sé que está ocurriendo aquí, pero no eres una bestia sin razón o conciencia. Tienes un tremendo control y la habilidad de pensar, de razonar. No tengo intención de huir de ti. -Sintió las garras retraerse. Sintió el salvajismo en él apaciguarse.