Isabella podía ver la sabudiría de sus palabras. Ella había crecido escuchando las misteriosas historias del valle DeMarco. Nadie sabía si creer los cuentos, pero el poder del desconocimiendo daba al don y sus soldados una tremenda ventaja. La mayor parte de los ejércitos ya temían intentar tomar la finca.
– ¿Retarda a los caballos el cubrirles los cascos?
Él sacudió la cabeza.
– Cuidamos de entrenarlos utilizando las envolturas, y se acostumbran a ellas.- Le dio la vuelta, conduciéndola hacia el extremo más alejado del campo.- Estos son los caballos más jóvenes e inexpertos. Puedes ver que estaban pasando un mal rato. Alguno tropieza. Las vendas impiden que vean a los leones.
– Yo no veo ningún león -dijo ella, mirando alrededor. Su corazón latió más rápido antes sus palabras. No creía que se acostumbrara nunca a ver a las bestias de cerca.
– Están lo bastante cerca como para que los caballos capten su olor, pero no los acercaremos hasta que el caballo más joven se tranquilice un poco -explicó él.
– ¿Cómo controláis a los leones? ¿Cómo evitáis que ataquen a hombres y caballos? Seguramente tienen la inclinación de comerse a tus entrenadores. -se estremeció, frotandose las manos arriba y abajo por los brazos, recordando el extremo terror de ver una de tales bestias de cerca, con los ojos fijos en ella.
– Don DeMarco controla a los leones. Su comportamiento es responsabilidad de él.
Qué tremenda carga llevaba Nicolai. Y qué terrible vivir con un solo fallo. Una paso en falso y un amigo podía morir de una muerte de puro horror.
Un grito salvaje distrajo sus pensamientos.
– ¡Capitán Drannacia! -Alberita saludaba salvajemente para conseguir su atención. Se alzó la falda y corrió hacia ellos, un relámpago de color, con el pelo flotando salvajemente.
Isabella ojó el suspiro involuntario de exasperación de Sergio Drannacia, y una expresión sufrida de impaciencia cruzó su cara velozmente. Cuando la joven criada se acercó, sin embargo, sonrió, sus dientes blancos brillaron, su mirada corrió rápidamente sobre las curvas de Alberita cuando ella hizo un alto, con los pechos enhalando bajo la fina blusa.
– ¿Qué pasa, joven Alberita? -preguntó bondadosamene.
Aparentemente el simple hecho de que él recordara su nombre y la mirara con reconocimiento y aprovación la dejaba sin aliento y mirándole con absoluta devoción.
De nuevo Isabella vio claramente que estaba en la naturaleza de Sergio responder galantemente a las mujeres sin importar su posición o su propio interés. Lanzaba exactamente la misma sonrisa a cada mujer, aunque su mirada no las seguía como lo hacía con su esposa.
– Betto dijo que le diera esta misiva de Don DeMarco -Alberita hizo una reverencia hacia Isabella y cuadró los hombros, haciéndose la importante-. Lo lamento, signorina, pero es secreto, solo para el capitán -Sacó un pequeño trozo de pergamino de los pliegues de su falda, empezó a ofrecérselo al capitán, lo retiró como si no pudiera dejarlo marchar, y después casi se lo tiró. Abandonó sus dedos antes de que él pudiera cogerlo, y una racha de viento lo hizo subir vertiginosamente lejos de ellos.
Alberita chilló con horror, un sonido agudo que hirió los oidos de Isabella, y corrió, tropezando con Sergio mientras él se giraba en un intento de atrapar la voluntariosa misiva. Cogió los brazos de Alberita para estabilizarla mientras Isabella saltaba sobre el ondeante pergamino cuando este aterrizó en un arbusto cercano.
– ¡Signorina! -Alberita se estrujó las manos, claramente perturbada-. ¡Es secreto! Lleva el sello DeMarco.
– Lo tengo a la espalda, así que no me es posible mirar -la tranquilizó Isabella-. Capitán -continuó sobriamente, sus ojos encontraron los de Sergio con risa compartida-. tendrá que rodearme para recuperar su caprichoso mensaje, ya que puede ser de gran importantcia. Grazie, Alberita. Hablaré a Don DeMarco de tu lealtad hacia él y el servicio que has realizado. Debes ir a Betto al instante y contarle que está hecho. La misiva está a salvo en las manos del Capitán Drannacia, y todo está bien en la finca.
Sergio, atacado por un repentino acceso de tos, les dio cortesmente la espalda, con los hombros temblando. Alberita se inclinó e hizo una reverencia, retrocediendo hasta que tropezó inesperadamente en el terreno accidentado. Después se recogió las faldas y corrió hacia el enorme palazzo.
Isabella esperó hasta que la joven doncella estuvo a una distancia segura, después palmeó a Sergio en la espalda, riendo suavemente.
– Está a salvo, Capitán. Se ha ido y no puede derribarle ni remojarle con agua bendita ni sacudirle con una escoba.
Sergio la cogió por los hombros, riendo tan ruidosamente que ella temió que Alberita pudiera oirlo todo el camino hasta el castello.
– ¿Agua bendita? ¿Una escoba? No sé de qué estás hablando, pero estoy seguro de que esa chica tan aterradora tiene algo que ver con ello.
– Nunca va andando a ninguna parte… siempre está corriendo. Pero es muy entusiasta en su trabajo -se sintió obligada a señalar Isabella. Miró hacia las almenas y captó un vistazo de Nicolai mirando a los campos hacia ellos.- Don DeMarco debe estar complacido con el entrenamiento de hoy. ¿Siempre tiene que estar presente, estén los leones cerca o no? -Saludó hacia Nicolai, pero él o no lo notó o no la reconoció.
El Capitán Drannacia dejó caer las manos de sus hombros en el momento en que ella llamó su atención hacia su don. Se tensó, casi poniéndose firme.
– No está observando el entrenamiento, Isabella. -dijo pensativamente, moviéndose para poner espacio entre ellos. Abrió el pergamino sellado y estudió el contenido, su mandíbula se endureció. Se alejó aún más de Isabella.
– Esa misiva no tiene nada que ver con secretos de estado, ¿verdad, Capitán Drannacia? -preguntó Isabella tranquilamente.
– No, signorina -respondió él.
Levantó la vista de nuevo hacia las almenas. Nicolai parecía una figura solitaria, su largo pelo flotando al viento, un alto y poderoso don separado de su gente.
– ¿Le ve usted como el hombre que es, Capitán Drannacia? -preguntó.
– Le veo como un poderoso depredador en este momento -replicó él gentilmente-. En realidad, signorina, cada vez con más frecuencia últimamente veo al hombre, no a la bestia. Creo que él quiere que le vea como la bestia esta vez. Como una advertencia, quizás.
La boca de ella se tensó.
– Me estoy cansando de la forma de pensar de los hombres. De sus desafortunados e inoportuos celos -Miró hacia las almenas ferozmente, mientras que antes su corazón había lamentado la soledad de Nicolai.
– ¿También se está cansando de los inoportunos celos de las mujeres?
Una cierta nota en su voz la advirtió, e Isabella se giró para ver a Violante en la distancia. Estaba de pie observándolos, con un ligero ceño en la cara, y sospecha en sus ojos. En el momento en que los vio girarse hacia ella, comenzó a aproximarse. Isabella sintió pena por ella. Había una falta de confianza en sus pasos mientras se acercaba a su marido, con una cesta en la mano.
Isabella ondeó un saludo.
– ¡Me alegra tanto tu llegada! He estaba deseando verte de nuevo.
– Violante -Sergio pronunció el nombre de su esposa tiernamente, y sus ojos oscuros se iluminaron a su aproximación-. ¿Qué me has hecho ahora? -Extendió la mano en busca de la cesta y envolvió con su otro brazo su cintura, acercándola a él- Está lejos para que vengas caminando sin escolta- dijo, como si hubieran discutido el tema muchas veces.
– Debes tener tu cena, Sergio -dijo ella inseguramente-. Isabella, no pensé encontrarte aquí.
Isabella se encogió de hombros.
– En realidad, necesitaba aire fresco. Quería pasear hasta la ciudad, pero Nicolai insistió en que esperara por una escolta.
– Me complacerá ir contigo mañana si es conveniente -ofreció Violante.
– Eso me encantaría -Isabella pudo ver, por muy corteses que hubieran sido, que querían que se fuera para estar solos- Me marcharé y esperaré con ilusión tu visita en la mañana -Levantó la mirada hacia Nicolai una vez más antes de caminar hacia los establos.
CAPITULO 14
Isabella se sintió fuera de lugar cuando Sarina anunció que Violante había llegado y estaba esperando por ella en la biblioteca. Había pasado la mañana, como era usual, intentando familiarizarse con el palazzo. Parecía una enorme tarea, más habitaciones a la vuelta de cada esquina, algunas que no habían sido utilizadas en años, y una abundacia de esculturas y obras de arte, tesoros ante los que solo podía jadear con respeto. Don DeMarco era rico más allá de su imaginación. Sabía que si Don Rivellio tenía algún indicio del valor de las tierras y la propiedad, lucharía por encontrar una forma de poner sus ávidas manos en ella. No pudo evitar pensar en el despreciable hombre que había condenado a muerte a su hermano. Sabía que siempre sería un enemigo mortal, que implacablemente buscaría la muerte de su hermano. Lucca tendría que pasar el resto de su vida mirando sobre el hombro, preguntándose cuando enviaría Rivello a un asesino. Principalmente temía que los hombres que viajaban con su hermano tuvieran instrucciones de matarle en el momento en que estuviera en tierra DeMarco, quizás con una hierba venenosa.