Violante se estremeció visiblemente también, afectada por el mismo nombre de Rivellio. En su apresurada salida de la habitación, se movió demasiado rápidamente y golpeó un macizo tomo al borde de un estante. Este golpeó el suelo con un ruido sordo. Violante se puso roja y dio un chillido avergonzado.
– A mí me ha pasado más de una vez. -dijo Isabella apresuradamente, sabiendo lo abochornada que Violante se sentía con el más ligero error social. Se detuvo para recuperar el gran libro. Era más pesado de lo que había anticipado, y se le escurrió de entre los dedos para aterrizar con un segundo golpe. Se rió suavemente, deseando disipar la tensión en la habitación, pero esta se retorcía en su estómago persistentemente.
Estuvo más que feliz de seguir a Violante fuera del palazzo al aire freco y críspado. Isabella inhaló profundamente. El viento se apresuraba a través de los árboles, y las hojas brillaban de un hermoso plata. Las ramas se balanceaban gentilmente. El mundo parecía un lugar deslumbrante de plata y blanco. Siguieron el camino bien gastado que conducía desde el gran castello, un fortín casi imnesprugnable, pasando las murallas exteriores hasta la ciudad de casas y tiendas. El mercado parecía familiar… los olores y vistas, los puestos, los estrechos escalones y pequeños patios donde la gente se reunía para charlar e intercambiar artículos de interés. Filas de edificios se extendían en todas direcciones, creando una comunidad muy unida de personas que vivían y trabajaban dentro o cerca del castello.
Isabella observó tristemente a algunos niños jugando, tirándose nieve los unos a los otros. Ella nunca había hecho tal cosa, y parecía muy divertido. Se quedó en pie un momento observando.
– Donde yo crecí, no teníamos nieve. ¿Tú jugaste así, Violante, cuando eras niña?
– Algunas veces. En su mayor parte la mia madre se negaba a permitirme salir con los demás. Para ella era importante elegir a mis amigos. -Ella también estaba observando a los niños, con una mirada de anhelo en la cara.
Isabella miró alrededor cuidadosamente para asegurarse de que ningún adulto estuviera cerca. Entonces se detuvo y recogió algo de los helados cristales en la mano, dando forma y amanasándolos como había visto hacer a los niños.
Violante retrocedió alejándose de Isabella, sacudiendo la cabeza en advertencia.
– ¡No te atrevas! Dificilmente somos pequeños rufianes para jugar con semejantes cosas.
– ¿Por qué van a quedarse ellos con toda la diversión? -preguntó Isabella con una sonrisa malvada.
Una bola de nieve aterrizó en la nuca de Isabella, salpicándo hacia abajo la espalda de su vestido. Ella se inmovilizó, se dió la vuelta, esperando confrontar a los niños. Theresa, a unos pocos pasos de ella, estaba recogiendo más nieve rápidamente, riendo mientras lo hacía. Parecía estar bastante familiarizada con el juego, amasando los helados cristales con movimientos veloces y eficientes.
Isabella lanzó apresuradamente su bola de nieve a Theresa, riendo con tanta fuerza que casi resbaló y cayó. Theresa justo estaba enderezándose, y la bola de nieve la golpeó en el hombro, el hielo se pegó a su manga. Arrojó su esfera compacta de vuelta hacia Isabella, que saltó a un lado, agachándose mientras lo hacía, ya recogiendo más nieve.
Violante gritó cuando la nieve le golpeó el hombro y el cuello. Se tambaleó hacia atrás y cayó, aterrizando sobre los copos húmedos.
– ¡Ooh! -balbuceó por un momento, como si no pudiera decidir si reir, enfadarse, o llorar.
Theresa e Isabella estaban en medio de una guerra total, arrojando bolas de nieve de acá para allá rápida y furiosamente. Violante formó decididamente varias esferas y las tiró con inesperada puntería a las otras dos mujeres.
Ambas intentaron vengarse, sus manos enguandadas cogieron puñados de nieve y los arrojaron de vuelta a Violante, sus risas despreocupadas sin inhibición fueron llevadas por el viento.
– ¿Qué está pasando aquí, señoras? -La voz era baja, divertida. Masculina.
– ¡Theresa! -El nombre fue siseado con una voz atónita y avergonzada, tensa por la desaprovación y la reprimenda.
– ¿Violante? -La tercera voz estaba más sorprendida que embarazada.
Las tres mujeres cesaron instantáneamente, girando las caras hacia los oradores. Las risas de Violante y Theresa murieron, reemplazadas por el horror y la vergüenza. La mirada de Isabella danzó con algarabía y un dejo de malicia mientras mirada al don.
Sergio Drannacia y Rolando Bartolmei miraban pasmados a sus esposas en una especie de atónito silencio.
Nicolai habló primero.
– ¿Señoras? -Hizo una baja reverencia, pero no pudo eliminar el rastro de diversión en su voz.
– Una batalla, signore -respondió Isabella, amasando deliberadamente la nieve entre sus manos apretadas-. Me temo que usted y sus capitanes han sido desafortunados al meterse en medio de ella. – Sin dudar tiró su misil directamente hacia Don DeMarco- Puede conseguir ser golpeado en medio de tanta acción.
Nicolai rechazó el proyectil en medio del aire, evitando que este le golpeara la cabeza. Ignorando a su sorprendidos compañeros, se inclinó para recoger puñados de nieve.
– Acaba de cometer un error, signorina. Nadie es mejor que yo en este tipo de guerra -declaró él.
Isabella tomó la mano de Violante y comenzó a retroceder, riendo. Violante intentó coger a Theresa, que permanecía rígidamente mirando hacia el suelo.
– Con su permiso disiento, Don DeMarco -dijo Sergio, buscando algo de nieve-. Creo que yo solía ser el campeón. -Disparó dos bolas de nieve hacia Nicolai, ambas golpearon su objetivo, después lanzó juguetonamente y en trayectoria elevada un tercer proyectil hacia su esposa.
Violante alzó sus faldas y corrió, pero lps cristales de hielo le golpearon el hombro antes de que pudiera moverse. Sin dudar recogió puñados de copos y los tiró a su marido, corriendo hacia atrás mientras lo hacía.
Isabella golpeó a Rolando directamente en medio de la frente y se dobló de risa ante su expresión. Nicolai tomó ventaja de su algarabía, apedreándola con nieve hasta que estuvo casi cubierta de copos blancos.
Rolando empezó a reir, dejando de repente de dar forma a la nieve hasta convertirla en armas de su propia creación. Tiró dos a Isabella, que estaba riendo tan fuerte que no pudo vengarse.
– ¡Theresa! ¡Ayuda! -suplicó Isabella cuando Nicolai se lanzó hacia ella. Violante tenía claramente las manos demasiado llenas parando a su marido.
Las súplicas de Isabella excitaron a Theresa a la acción, y probó ser la mejor de las mujeres en la batalla, precisa y veloz. Isabella adoró el sonido de la risa de Nicolai. Más que nada, adoró que los otros le vieran como ella lo hacía. Parecía joven y despreocupado, en la batalla rápida y acalorada, sus preocupaciones dejadas a un lado por el juego infantil. Adoró la sensación de los brazos de él alrededor de su cintura mientras se lanzaba sobre ella, tirándolos a ambos a la nieve. Sentir el roce de sus labios en su pelo mientras le besaba la sien antes de lanzar una andanada de bolas de nieve hacia Sergio y Rolando.
Todo acabó demasiado pronto, los hombres ayudaban a las mujeres a salir de la nieve y se limpiaban sus ropas. Los niños se habían apiñado alrededor para animarlos, la mayor parte de ellos mirando con temor reverencial a Don DeMarco, sorprendidos y felices de verle fuera y de cerca.
Nicolai cepilló la nieve del pelo y los hombros de Isabella, su mano demorándose contra su nuca. Ella parecía feliz, sus ojos centelleaban de alegría. Todo en él se derritió como hacía siempre cuando ella estaba cerca. Isabella. Su mundo.
– ¿Adónde ibas, Isabella? -preguntó, su mirada examinaba a la multitud intranquilamente como si algo o alguien pudiera hacerla daño-. No estaba informado de que estuvieras fuera.
– Qué atroz -Ella se enderezó y le cepilló la nieve del pelo salvaje con los dedos enguantados-. Realmente debes hablar con esos espías tuyos. No están haciendo su trabajo -Su vestido estaba húmedo, y estaba empezando a temblar a pesar de su cálida capa.
Él le cogió la barbilla firmemente y la obligó a encontrar su mirada.
– Necesitas calentarte. Vuelve al palazzo -ordenó él.
– Tienes unos ojos increíblemente hermosos -Le lanzó una sonrisa- Muy inusual -Adoraba el color, dorado con iris casi traslúcidos, adoraba sus largas y casi femeninas pestañas.
– Decías la verdad cuando dijiste que no entendías lo que significaba la palabra obediencia. No obedeces ni siquiera los dictados de tu don. -Se inclinó acercándose, de forma que sus labios estuvieran contra el oído de ella, haciendo que su cuerpo se rozara contra el de ella, enviando pequeños látigos de relámpago danzando a través de su riego sanguíneo-. No creas que vas a distraerme con tus palabras bonitas.
– Nunca, signore. Nunca consideré semejante cosa -Su boca se curvó en una sonrisa tentadora-. Creo que tus hombres tienen mucho que hacer, así que, por supuesto, les excusaremos para que atiendan obligaciones más serias.