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Isabella se encontró a sí misma sonriendo apesar de lo sombrío de la situación. Siguió a Sarina subiendo las largas escaleras de caracol hasta la enorme ala del palazzo reservada a Don DeMarco. No tenía ni idea de que pensar o sentir, al enfrentarse a la persona que la había encerraco con los gatos feroces y el gélido frío. Se había marchado a la granja de la viuda y no pensó nunca en enviar palabra para que alguien la sacara. Debía habérsele ocurrido que podría no sobrevivir a la noche, pero no había vuelto a liberarla.

Con algo de aprensión entró en los aposentos del don. Sus dos capitanes, Sergio Drannacia y Rolando Bartolmei, estaban allí junto a los dos criados de la cocina y la viuda. Isabella cruzó la habitación hasta el costado de Nicolai, tomando su mano mientras él la sentaba en una silla de respaldo alto. Podía oler el miedo en la habitación. Podía oler la muerte. Tenía un hedor feo y pungente, y la enfermaba.

Sintió las manos de Nicolai sobre sus hombros, dándole una sensación de seguridad y confort a pesar de su trepidación. Cuando miró directamente al hombre que la había encerrado en el almacén, vio que éste sudaba profusamente.

– Isabella, por favor cuéntanos que ocurrió -animó Nicolai amablemente.

Ella extendió la mano hacia arriba para entrelazar sus dedos con los de él.

– ¿Qué vas a hacer, Nicolai? -Su voz era firme, pero por dentro estaba temblando.

– Solo cuéntanos que ocurrió, cara, y yo decidiré que hay que hacer, como he estado haciendo la mayor parte de mi vida -la tranquilizó.

– No entiendo de qué va todo esto -comenzó la viuda.

Don DeMarco emitió un suave y amenazador sonido, cortando cualquier otra especulación. Sus ojos ardían de furia. Los sirvientes se retorcieron visiblemente, y la viuda cambió de color.

– Brigita me pidió ayuda para la Signora Bertroni, porque su granero había ardido hasta los cimientos y su marido muerto recientemente -dijo Isabella-. La familia necesitaba sobrevivir hasta el verano. Tú estabas ocupado, como lo estaban Betto y Sarina. La llevé al almacén, dentro de los muros del castello -Levantó la mirada hacia Nicolai-. Mantuve mi promesa.

– Estamos aquí para encontrar al culpable de intento de asesinato, cara, no para acusarte de nada -Nicolai rozó los labios contra la oreja de ella. Quería dejar abundantemente claro a todos los presentes que Isabella era su dama, su corazón, y su vida. La buena Madonna podía tener piedad en el alma para cualquiera que intentara hacerla daño; no encontrarían ninguna por su parte-. Continúa con lo que ocurrió, Isabella.

– Hice que enviaran dos sirvientes para ayudarnos -Señaló a los dos hombres-. Esos dos de ahí. La carreta estaba cargada, muy pesada, y había caído la noche. Yo temía por la Signora Bertroni y sus bambini. Ordené a los dos hombres que acompañaran la carreta a la granja -Asintió hacia el hombre mayor- Él estuvo de acuerdo sin disensión, pero aquel -miró al hombre más joven- se enfadó. Me golpeó mientras salía del almacén. Yo me quedé para apagar las antorchas. La puerta se cerró y atrancó tras de mí. Debió quitarme la llave de la falda.

Ante sus palabras los rasgos de Nicolai se quedaron cuidadosamente en blanco, solo sus ojos estaban vivos. Las llamas parecían haber desaparecido, para ser reemplazadas por puro hielo. Hubo un súbito escalofrío en la habitación. La voz de Isabella fue apenas audible.

– Me encerró deliberadamente. -Apesar de su resolución de permanecer tranquila, se estremeció ante el recuerdo.

– ¡No! ¡Dio, ayúdame! ¡No sé que ocurrió! ¡No! -explotó el sirviente. Saltó sobre sus pies, pero Sergio le cogió los hombros y le tiró de vuelta a la silla.

– Yo no sabía lo que había hecho, Don DeMarco -Gritó el sirviente más viejo, Carlie, obviamente horrorizado-. No vi a la signorina una vez nos ordenó marchar.

– Ni yo -añadió la viuda, retorciéndose las manos- La buena Madonna puede matarme en el acto si miento. Yo nunca la habría dejado allí. Fue un ángel para mí. Un ángel. Debe creerme, Don DeMarco.

Rolando gesticuló hacia la viuda y el otro criado de la cocina, indicándoles que le siguieran hasta la puerta.

– Grazie por su tiempo. Signora Bertroni, será escoltada de vuelta a su granja -Gesticuló hacia los guardias fuera de la puerta para que se llevaran a la viuda y el sirviente del ala del don.

Nicolai rodeó la silla de Isabella, bloqueándole la vista del abyecto criado. Se llevó los dedos de ella a la boca.

– Vuelve a tu dormitorio, piccola. Esto termina aquí -Su voz era amable, incluso tierna, completamente en contradicción con sus ojos fríos como el hielo.

Isabella se estremeció.

– ¿Qué vas a hacer?

– No te preocupes más por esto, Isabella. No hay necesidad-. Rozó un beso en su sedosa coronilla.

El sirviente estalló en un torrente de llanto, de súplicas. Isabella se sobresaltó. Envolvió los dedos alrededor de la muñeca de Nicolai.

– Pero yo soy parte de esto, Nicolai. No lo has oído todo. No estabamos solos en el almacén. Sentí la presencia del mal -Susurró las palabras, temiendo permitir que algún otro lo oyera-. No se ha acabado.

Nicolai se giró para mirar al sirviente, sus ojos fríos y duros.

– Se acabó. Estoy mirando a un hombre muerto.

Su voz la dejó fría. El sirviente chilló una protesta, encomendándose a la piedad de Isabella, disculpándose profusamente, negando haber sabido lo que estaba haciendo.

– Nicolai, por favor, escúchale bien -dijo, manteniendo la mirada del don con la propia. Sentía la energía en la habitación, la sutil influencia del mal alimentando la furia y el disgusto. Alimentar el miedo del sirviente junto con el suyo propio. Miró a los dos capitanes, notando que estaban observando al sirviente con el mismo odio que su don.

– Esto ya no es asunto tuyo -Nicolai estaba mirando sobre la cabeza de ella, su mirada fija sobre el desventurado sirviente, un cazador atisbando a su presa.

– Quiero oirle hablar -Respondió ella, su tono gentil pero insistente. No se atrevería a permitir que la entidad la influenciara o diera más de una abertura a los hombres.

– ¡Grazie, grazie! -gritó el hombre-. No sé que ocurrió, signorina. En un momento estaba pensando en el viaje y como descargar mejor los suministros cuando llegaramos a la granja, si esperar hasta la mañana o simplemente hacerlo inmediatamente. De repente estaba tan enfadado que no podía pensar. Me dolía la cabeza y me zumbaba con un ruido. No recuerdo haberle cogido la llave. Sé que lo hice porque la tenía, pero no recuerdo tomarla. Me senté en la carreta, y me dolía tanto la cabeza que estaba enfermo. Carlie puede decírselo, salté abajo y estaba enfermo -Sus ojos le suplicaban misericordia-. En realidad no recuerdo encerrarla, solo que cerrar la puerta y girar la llave parecía la cosa más importante del mundo.

– Sabías que ella estaba allí dentro -dijo Nicolai, su voz ronroneaba con una amenaza-. La dejaste para congelarse hasta morir o ser hecha trizas por los gatos feroces.

– Signorina, juro que no sé que me ocurrió. Sálveme. No permita que me maten.

Isabella se giró hacia Nicolai.

– Permíteme hablar contigo a solas. Aquí hay más trabajando de lo que podemos ver. Por favor confía en mí.

– Lleváoslo -ordenó Nicolai.

Sus dos capitanes parecieron querer protestar, pero hicieron lo que Nicolai ordenaba. Ninguno fue muy amable con el sirviente.

Nicolai comenzó a pasearse.

– No puedes pedirme que deje marchar a este hombre.

– Por favor, Nicolai. Creo que hay verdad en la leyenda de vuestro valle. Creo que cuando la magia se manipuló indebidamente, se volvió algo retorcido, y algo malvado fue liberado aquí. Creo que hace presa de las debilidades humanas. Nuestros fallos, alimenta cólera y celos. Alimenta nuestros propios miedos. Ha habido demasiados incidentes, y cada persona cuenta la misma historia. No saben qué ocurrió; actuaron de forma ajena a lo que normalmente harían.

Un gruñido retumbó profundamente en la garganta de él.

– Quieres que le deje marchar -repitió, sus ojos ámbar brillaban con amenaza.

Ella asintió.

– Eso es exactamente lo que quiero que hagas. Creo que hay una entidad suelta, y ella es la responsable, no el hombre.

– Si esta cosa puede influenciar a un hombre, entonces ese hombre tiene una enfermedad por la que se atrevería a arriesgar tu vida.

– Nicolai -respiró su nombre, una gentil persuasora.

Él masculló una imprecación, con llamas manando de sus ojos.

– Por ti, cara mía, solo por tí. Pero creo que este hombre ha perdido el derecho a la vida. Debería desterrarle del valle.

Ella cruzó a su lado y se puso de puntillas para presionar un beso en la mandíbula decidida.

– Le devolverás su tabajo. Le enviarás a casa. Tu misericordia te ganará su lealtad diez veces.

– Tu misericorda -corrigió él. Para mí él ya está muerto.

Cuando ella continuó mirándole, suspiró.

– Como desees, Isabella. Daré la orden.