Theresa paseaba de acá para allá, su furia crecía a cada paso. Se dió la vuelta para mirar a Isabella.
– No estarás tan tranquila cuando él llegue ahí.
– Por él, presumo que quieres decir Don Rivellio. -Isabella mantuvo la voz baja-. Tú eres el traidor que ha estado proporcionándole información.
Theresa alzó la barbilla, sus ojos brillaban peligrosamente.
– Llámame lo que quieras. Tú eres el cebo perfecto para atraerle a este valle. Es tan cobarde, enviando a sus hombres a una muerte segura, pero incluso con toda la información que le he proporcionado, no pude atraerle dentro hasta que prometí entregarte. Sabe que si te tiene, Don DeMarco intercambiará su propia vida por la tuya. -Había una mofa en su voz.
– ¿Cómo sabría tal cosa? -preguntó Isabella suavemente.
Theresa se encogió de hombros.
– Yo haría cualquier cosa por tener a Don Rivellio en este valle. Él cree que lo tiene todo planeado, pero no sabe nada de los leones. Sus hombres serán derrotados, y a él le mataré yo misma -Su voz contenía extrema satisfacción-. Merece la muerte después de lo que hizo a mi hermana -Giró la cabeza para mirar a Isabella-. Y tú te lo mereces por robarme a mi marido.
Isabella miró a Theresa con sorpresa. Su cabeza latía con tanta fuerza que por un momento creyó que no había oído correctamente. Rápidamente refrenó palabras de negativa. Theresa no estaba de humor para atenerse a razones, ni creería sus protestas de inocencia. Solo servirían para enfadarla más.
– ¿Theresa, mataste al sirviente que me encerró en el almacén?
– Yo no le maté -negó ella-. Me oyó dando información a uno de los hombres de Rivellio. Ellos le mataron. No hubo nada que yo pudiera hacer. No podía permitir que nadie lo supiera, así que borré las pisadas alrededor del cuerpo.
– Puedo entender que quieras matar a Don Rivellio, pero es imposible. Tendrá guardias, Theresa, incluso si viene. ¿Cómo crees que es posible que seas capaz… -se interrumpió cuando todo empezó a encajar como las piezas de un puzzle en su mente. El abrigo y el vestido destrozados en su armario. La voz femenina llamándola, atrayéndola escaleras arriba hasta el balcón. Una voz como la de Francesca DeMarco. La mujer del mercado con largo pelo negro, con rasgos DeMarco. Como Francesca, solo que no Francesca. El león siguiéndola a través de las estrechas calles y mirándola con ojos llenos de odio. Los rastros del león en la nieve rodeando el cuerpo del sirviente. El león paseando tras Rolando Bartolmei. Francesca DeMarco podía convertirse en la bestia. Y Theresa era prima hermana de Nicolai y Francesca.
Isabella sacudió la cabeza.
– Theresa, piensa en lo que estás haciendo.
– Estoy haciendo lo que debería haberse hecho cuando él tomó a mi hermanita contra su voluntad y la utilizó como lo hizo. Nicolai debería haber enviado asesinos a matarle. -La voz de Theresa siseaba con odio-. ¡Era una bambina! Rivellio la destruyó. Ahora es una cáscara vacía. Es horrendo que pueda librarse de tal cosa.
– Hizo asesinar al mio padre -dijo Isabella suavemente-. Torturó al mio fratello y le habría ejecutado-. Alzó las manos atadas y apartó el pelo que se volcaba alrededor de su cara. Cuando levantó la mirada, su estómago dio otro sobresalto, su corazón empezó a palpitar ruidosamente, y saboreó el miedo en su boca.
A través de la niebla gris podía ver soldados montando en apretada formación alrededor de una figura imponente.
– Vete, Theresa. Todavía puedes escapar antes de que ponga sus manos en ti -susurró Isabella, la sangre drenada de su cara. Luchó por ponerse en pie. Nunca enfrentaría a un enemigo acobardada y encogida. Sin pensarlo conscientemente, colocó su cuerpo protectoramente delante de la otra mujer-. No te han visto aún. Corre. Puedes escapar.
Isabella mantuvo los ojos fijos en el hombre que montaba en medio del grupo. A ella le parecía un demonio. Era el mal encarnado, cada pedazo tan retorcido como la entidad que se alimentaba del odio y los celos en el valle. Isabella sintió la ráfaga de frío, sintió una extraña desorientación cuando la malevolencia comenzó a extenderse ansiosamente para abrazar a Don Rivellio, desertando de todos los demás ahora que tenía una mente malvada a la que controlar.
Tras ella, Theresa gimió suavemente.
– ¿Qué he hecho? ¿Qué me ocurre? Rolando nunca me perdonará lo que he hecho -Rodeó a Isabella, deslizando una hoja afilada limpiamente a través de las cuerdas. El estilete fue presionado en la palma de Isabella-. Cuando permita que la bestia emerga, huye, escapa a los bosques. Es todo lo que puedo darte -Un sollozo fluyó, pero Theresa lo contuvo, luchando por controlarse.
Los soldados las divisaron. Varios patearon a sus caballos para ponerlos en acción, apresurándose hacia las dos mujeres. Isabella no se molestó en correr. Alzó la barbilla y asumió su expresión más arrogante.
– Lo siento -susurró Theresa-. No tenías derecho a yacer con mi marido, pero esto estuvo mal por mi parte.
– Si ambas morimos este día, Theresa, quiero que lo sepas, Rolando nunca me ha dado ninguna indicación de que deseara más que cortesía entre nosotros -dijo Isabella sinceramente.
Los soldados exploraron la zona rodeando a las dos mujeres, suspicacez al encontrarlas a las dos solas tan lejos de la protección del castello. Don Rivellio se sentaba a horcajadas sobre su caballo, con ojos astutos y ávidos cuando miró a Isabella. La niebla se convirtió en una fina sábana de llovizna, las nubes oscurecieron los cielos en lo alto.
– No puedo hacerlo -murmuró Theresa con miedo-. No puedo sacar a la bestia. Lo he intentado, pero ha desaparecido.
El corazón de Isabella era tan ruidoso, igualaba el latido de su cabeza. Mantuvo el estilete oculto entre los pliegues de su falda.
– Parece un poco más desgastada, Signorina Vernaducci -Don Rivellio le sonrió burlonamente- ¿Don DeMarco ha probado ya la mercancía? Odio ser el segundo -Entrecerró los ojos-. Si averiguo que es así, tendré que castigarla severamente. Eso puede ser bastante delicioso… para mí.
Los guardias circundantes rieron en voz alta, mirando de reojo a las dos mujeres. Isabella alzó la barbilla un poco más alto. Retuvo a Theresa tras ella manteniéndola en su lugar con la mano libre, no le gustaba el aspecto de la cara de Don Rivellio.
De algún lugar en la distancia llegaron gritos de hombres en medio de los tormentos de la muerte, del terror. Los sonidos atravesaban la deprimente sábana para enviar un escalofrío a través de todos ellos. Los hombres se miraron los unos a los otros con súbita ansiedad. Don Rivellio sonrió complacido.
– Ese es el sonido de mis hombres matando a cualquier pobre imbécil que se ponga en mi camino. Mis hombres han tomado el valle. Te tengo, Signorina Vernaducci, como siempre quise. Si DeMarco escapara, no dudaría en intentar un rescate y colocarse en mis manos. Tengo maravillosos planes para ti.
El don se inclinó hacia delante en su caballo, mirándola directamente a los ojos, dejándola ver un destello de puro mal.
– El dolor está muy cerca del placer, querida. Veremos si disfrutas de mis pequeñas diversiones tanto como yo -Su mirada se movió de su cara a la de Theresa-. Y tú… qué bien me has servido. DeMarco nunca ha enseñado el lugar que ocupa una mujer en su finca. Lo aprenderás bien en la mía. Tengo una habitación justo fuera de los establos donde serás desnudada, atada extendida, y dejada para que mis soldados hagan contigo lo que les plazca. Tu hermana aprendió su lección en esa habitación… tan tediosa con sus constantes lágrimas, sus súplicas de ir a casa. -Rió, compartiendo su diversión con sus hombres-. Ellos siempre disfrutan de mis pequeños regalos.
Isabella sintió el miedo mezclarse con la furia apresurándose por su riego sanguíneo, sintió el temblor de respuesta correr a través de Theresa. Aferró el brazo de Theresa.
– Permanece en silencio. No hagas ningún sonido en absoluto. Nicolai está aquí. Mira a los caballos -susurró.
Sus palabras fueron tan bajas que Theresa casi no las captó. Estaba buscando a la bestia en su interior, intentando recapturar su odio y rabia ahora, cuando más la necesitaba, cuando la repugnante criatura que había deshonrado y violado a su hermana estaba de pie ante ella, amenazándola con su vileza. Los caballos ciertamente estaban empezando a mostrar signos de nerviosismo. Moviéndose intranquilamente, tirando de las cabezas, algunos relinchando hasta que los soldados se vieron forzados a desmontar para calmarlos.
Isabella se permitió un breve vistazo del campo circundante. A través del aguanieve gris y las tinieblas captó el brillo de ojos feroces, el susurro de movimiento a lo largo de árboles y arbustos. Más de una bestia acechaba al grupo de soldados.
– Detesto este lugar -espetó Don Rivellio-. Coged a las mujeres, y salgamos de aquí. -La agitación de los caballos se incrementó incluso mientras hablaba. Los animales se movían y corcoveaban, girando para desalojar a sus jinetes. Los soldados luchaban con sus monturas para permanecer a horcajadas. Ninguno de ellos fue capaz de obedecer las órdenes de Rivellio.