– Creo que sabe que haría cualquier cosa para salvarle -respondió ella, de repente muy asustada.
– Una vez dé su aprobación, no podrá retractarse de su palabra -advirtió él.
– ¿Él obtendrá el perdón? -Inclinó la barbilla, haciendo gala de valentía.
– ¿Intercambiará su vida por la del tuo fratello? ¿Tengo su palabra de honor?
Ella se puso en pie rápidamente; no podía quedarse quieta.
– Con gusto -dijo desafiantemente, orgullosamente, en cada centímetro una Vernaducci. Incluso su padre habría estado orgulloso de ella en ese momento.
– ¿Y puedo confiar en la palabra de una mujer? -La voz de él fue suave, casi acariciante, incluso mientras la insultaba con su pregunta.
Los ojos de Isabella relampaguearon hacia él con una pequeña llamarada de genio.
– Mi palabra no se da a la ligera, signore. Le aseguro, que es tan buena como la suya.
– Entonces está hecho. Permanecerá aquí, en mi palazzo, y en el momento en que estemos casados, me aseguraré de que su hermano sea liberado. -Había una sombría finalidad en sus palabras.
Ella jadeó en voz alta, una suave protesta. Esta era la última cosa que había esperado. Sus ojos se abrieron de par en par mientras intentaba ver en el interior del nicho oscurecido. Para verle, para ver su cara. Tenía que verle.
– No creo que sea necesario casarse. Me alegrará bastante permanecer como domestici en su palazzo. -Hizo una reverencia deliberadamente-. Se lo aseguro, signore, soy una buena trabajadora.
– No tengo necesidad de otra domestica. Necesito una esposa. Se casará conmigo. Ha dado su palabra de honor, y no la liberaré de ella. -Ese extraño y bajo gruñido retumbó profundamente en su garganta, y el pájaro en su brazo sacudió las alas nerviosamente, como repentinamente nervioso o dispuesto a atacar. Sus ojos redondos miraban a Isabella tan implacablemente como los ojos entre las sombras. El corazón de Isabella tartamudeó, y se aferró al respaldo de la silla para estabilizarse, pero su mirada se fijó en el nicho, negándose a dejarse intimidar.
– No pedí ser liberada, Don DeMarco. Simplemente intentaba señalar que no esperaba que se casara usted conmigo. No tengo dote, ni tierra, ni nada que aportar al matrimonio. -Debería haber estado encorvada de alivio de que no fuera a alimentar con ella a sus leones, pero en vez de eso estaba más asustada que nunca-. El mio fratello está enfermo. Necesitará cuidados. Debe traérsele aquí inmediatamente para que pueda atenderle hasta recuperar la salud.
– No toleraré interferencias de su hermano. Él no querrá que intercambie usted su vida por la de él. Debe creer que nuestro matrimonio es por mutuo afecto.
Después de todo lo que había pasado, su alivio fue tan tremendo que Isabella temió que pudiera derrumbarse. Podía sentir las lágrimas atascando su garganta y nadando en sus ojos, y dio la espalda al don para mirar fijamente al fuego, esperando que él no notara su debilidad. Esperó hasta que estuvo segura de poder controlar su voz.
– Si salva al mio fratello, no tendré que fingir afecto por usted, Don DeMarco. Así será. Le he dado mi palabra. Por favor haga los preparativos. Cada momento cuenta, cuando la salud de Lucca está decayendo, y Don Rivellio ha ordenado su muerte al final de este ciclo lunar. -Se volvió a hundir en la silla para evitar derrumbarse en un penoso montón en el suelo.
– No haga promesas que no pueda mantener, Signorina Vernaducci. Todavía no ha visto a su novio. -Había una nota siniestra en su voz, una advertencia dura e implacable.
Él se adelantó entonces… ella le sintió moverse en vez de oírle… pero no apartó la mirada del fuego. De repente no quería verle. Quería estar a solas consigo misma para darse tiempo a recuperar fuerza y coraje. Pero sus piernas estaban demasiado temblorosas para conducirla fuera de los aposentos de él. Él entró a zancadas en su campo de visión, alto y musculoso, un varón poderoso y adecuado, alzando el brazo para permitir que el halcón se posara sobre una percha colocada en un nicho lejos del fuego. Y después caminó hacia ella. Mientras se aproximaba Isabella fue consciente de lo silenciosamente, lo rápidamente, lo fluídamente, que se movía.
Él extendió la mano hacia la pequeña tetera sobre la mesa entre las dos sillas. Por un horrible momento Isabella vio una enorme zarpa de león con peligrosas garras. Parpadeó, y la garra, solo una ilusión de su aterrada imaginación, se convirtió en la mano de él. Observó como servía el líquido en dos tazas y le ofrecía una.
– Beba esto. Se sentirá mejor -Su voz fue brusca, casi como si lamentara la pequeña bondad.
Agradecidamente cerró las manos alrededor de la taza caliente, accidentalmente rozó la piel de él con la yema de los dedos. Ante el ligero contacto un relámpago saltó en su riego sanguíneo, arqueándose y chisporroteando, humeando. Sorprendida, casi saltó lejos de él, su mirada alarmada voló hacia arriba para encontrarse con la de él.
CAPITULO 3
Isabella se encontró mirando fijamente al interior de unos extraños y líquidos ojos color ámbar. Eran mezmerizantes. Ojos de gato. Salvajes. Misteriosos. Hipnotizadores. Llameando con alguna emoción que ella no podía determinar. Sus pupilas eran intensamente pálidas y de una inusual forma elíptica. Aún así, sentía que había visto esos ojos antes en alguna parte. No le eran del todo extraños, y se relajó, con una pequeña sonrisa curvando su boca.
La mano de él le acunó de repente la barbilla, obligándola a continuar encontrando su penetrante mirada.
– Mírame, novia. Mira a tu novio. Echa una buena mirada a la ganga que has conseguido. -Su tono tenía una nota profunda y retumbante, ese soterrado gruñido que ya había notado antes.
Isabella hizo lo que le decía. Empezó a inspeccionarle. Su pelo era espeso y extrañamente coloreado. Leonado, casi dorado, enmarcaba su cara y caía por debajo de sus hombros, donde se oscurecía para parecer tan negro y brillnte como el ala de un cuervo. La necesidad de tocar la espesa y lujuriosa masa era tan fuerte, que realmente alzó la mano e hizo la más ligera de las caricias.
Él le cogió la muñeca en un apretón duro e inquebrantable. Podía sentir como su gran cuerpo temblaba. Sus ojos se volvieron turbulentos y peligrosos, observándola con la mirada inquietante y sin parpadear de un depredador fija en su presa. Vio sus rasgos entonces, las largas y obscenas cicatrices grabadas en el costado izquierdo de la cara de un ángel. Malvadas y espantosas, corrían desde su cuero cabelludo hasta su mandíbula ensombrecida, cuatro de ellas, como si algún animal salvaje hubiera arañado su mejilla, desgarrando la carne directamente hasta el hueso. Y él tenía la cara de un ángel, absurdamente guapo, una cara que cualquier artista querría capturar en la lona para siempre.
La garra de él se apretó hasta que pensó que podría aplastarle los huesos, sus ojos se volvieron más salvajes, entrecerrándose peligrosamente, fijos en ella como si estuviera presto a saltar sobre ella y devorarla por alguna terrible fechoría. Se inclinó hacia ella, su boca perfectamente esculpida retorcida, con un gruñido de advertencia en su garganta.
Mientras ella continuaba mirándole, sus rasgos cambiaron, emborronándose extrañamente haciendo que por un momento creyera estar mirando a la cara de una gran bestia con el morro abierto para mostrar afilados dientes blancos. Los ojos, sin embargo, seguían siéndole de algún modo familiares. Miró directamente a esos ojos y sonrió.
– ¿Va a tomar el té conmigo?
El cuerpo de él era muy musculoso, mucho más que el de ningún hombre que ella hubiera conocido nunca, sus tendones se marcaban y ondeaban con fuerza bajo su elegante camisa. Sus muslos eran columnas gemelas de poder, como troncos de roble. Era alto pero bien proporcionado, aterrador por su tamaño y el poder que exudaba.
Esos ojos ámbar la miraron durante varios latidos de corazón. Lentamente le soltó la muñeca, la calidez de su palma se demoró sobre la piel de ella. Isabella retorció los dedos entre los pliegues de su falta para evitar frotarse las marcas en la muñeca. Su pulso latía con un ritmo de miedo y excitación. Era estúpida la forma en que su salvaje imaginación persistía en verle como las extrañas y leonadas esculturas de su casa. Y era igualmente estúpido que el mundo exterior pensara que él era una bestia demoníaca a causa de unas pocas cicatrices.
Isabella no era una niña asustadiza para desmayarse porque él soportara la evidencia de sobrevivir a un cruel taque. Deliberadamente tomó un sorbo de té.
– No me desagrada usted, signore, ni me asusta, si esa es su intención. ¿Me cree tan débil o joven? No soy una niña para temer a un hombre. -Aunque él era mucho más intimidante de lo que ella quería admitir. Y claramente tenía una fuerza enorme. Podía aplastarla fácilmente sin ningún esfuerzo. Era imposible determinar su edad. No era un muchacho sino un hombre adulto, cargando el peso de su título y la responsabilidad de asegurar el bienestar de su gente sobre sus amplios hombros. Y ahora de su hermano. Ella le había traído otro estorbo, y la idea la hizo sentir culpable.