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Tommy confiaba en que el derrumbe del túnel no le impidiera asistir a su cita semanal con los otros dos prisioneros. A veces, después de hallar una radio oculta u otro artículo de contrabando, los alemanes cerraban los campos como castigo, lo cual obligaba a los hombres a permanecer días enteros encerrados en los barracones. El tránsito entre los dos recintos quedaba limitado. En una ocasión habían suspendido un partido de fútbol entre los equipos del norte y el sur, lo cual provocó la furia de los británicos y el alivio de los estadounidenses, quienes sabían que iban a salir goleados y preferían disputar con sus homólogos británicos un partido de baloncesto o béisbol.

Esa semana los tres hombres tenían previsto comentar el secuestro del hijo de los Lindbergh. Tommy asumiría la defensa del carpintero, Renaday tendría a su cargo la acusación y Pryce sería el juez. Tommy no se sentía preparado para la labor, pues estaba limitado no sólo por los hechos, sino también por su posición. Se había sentido más cómodo con el caso que habían comentado el mes anterior, concretamente el del asesinato Wright-Mills. Y se había sentido infinitamente más seguro en pleno invierno, cuando habían analizado los aspectos legales de los asesinatos Victorianos de Jack el Destripador. Por fortuna, sus amigos británicos habían estado siempre a la defensiva.

Tommy tomó su ejemplar del Procedimiento penal de Burke y salió del barracón 101. Al comienzo de su estancia en el Stalag Luft 13 había diseñado y construido una silla con los restos de las cajas de madera en las que la Cruz Roja enviaba paquetes al campo. Era de estilo rústico y, para ser un mueble de un campo de prisioneros, era muy admirada e imitada. La silla presentaba varios detalles importantes: sólo se precisaba media docena de clavos para ensamblar piezas y era relativamente cómoda. Tommy pensaba a veces que era su única aportación auténtica a la vida del campo.

La trasladó a un lugar donde daba el sol del mediodía y abrió el libro. Pero en cuanto empezó a leer el primer párrafo apareció una figura, y en el preciso momento en que alzó la vista oyó una voz con un inconfundible acento de Misisipí.

– Hola, Hart, ¿cómo estás en esta hermosa mañana?

– Yo no la llamaría «hermosa mañana», Vic. Es un día más. Eso es todo.

– Bueno, será un día más para ti, pero el último para un par de excelentes muchachos.

– Eso es cierto.

Tommy se cubrió los ojos con la mano para ver con claridad a su interlocutor.

– Algunos hombres sienten la necesidad, es un deseo acuciante. Están tan desesperados, que intentan lo que sea con tal de salir de aquí. Por eso yo dispongo de otra litera en mi dormitorio y alguien tiene que escribir esa carta dolorosa a una pobre gente que vive en Estados Unidos. Unos miran esa alambrada de espino y calculan que la mejor forma de atravesarla es esperar. Tener paciencia. Otros ven otras cosas.

– ¿Qué es lo que ves tú, Vic? -preguntó Tommy.

El sureño sonrió.

– Lo mismo que veo siempre, esté donde esté.

– ¿El qué?

– Pues una oportunidad, leguleyo.

– ¿Y qué oportunidad te ha traído hasta aquí? -preguntó Tommy tras dudar unos instantes.

Vincent Bedford se arrodilló para mirarlo a los ojos. Llevaba dos cartones de cigarrillos americanos recién llegados y los ofreció a Tommy.

– Hombre, Hart, ya sabes lo que pretendo. Quiero hacer un trato. Como siempre. Tú tienes algo que yo quiero, yo tengo montones de lo que tú necesitas. Sólo se trata de llegar a un acuerdo. Una oportunidad mutua, diría yo. Un acuerdo que promete satisfacer a ambas partes.

Tommy meneó la cabeza.

– Ya te lo he dicho, no hay trato.

Bedford sonrió con asombro fingido.

– Todas las personas y todas las cosas tienen un precio, Hart, y tú lo sabes. A fin de cuentas, es lo que dicen esos libros tuyos de leyes en cada página, ¿no es cierto? En cualquier caso, ¿qué necesidad tienes de saber qué hora es? Aquí no hay hora. Te despiertas a la misma todos los días. Por la noche te acuestas a la misma. Comer, dormir, pasar revista. Así que, ¿para qué necesitas ese dichoso reloj, Hart?

Tommy miró el Longines que llevaba en la muñeca izquierda. Durante unos instantes el acero reflejó un destello de sol. Era un magnífico reloj, con segundero y un rubí en la maquinaria. Señalaba la hora con precisión y se mostraba ajeno a los impactos y las sacudidas de la guerra. Pero, más importante aún, en el dorso estaban grabadas las palabras «Te esperaré» y una «L». Tommy sólo tenía que percibir el tenue tictac para acordarse de la joven que se lo había regalado en su último día de permiso. Por supuesto, Bedford no sabía nada de esto.

– No es por la hora que señala -respondió Tommy-, sino por la que promete.

Bedford emitió una sonora carcajada.

– ¿Qué quieres decir?

El sureño volvió a sonreír.

– Supón que consigo que veas a esos británicos amigos tuyos siempre que te apetezca. Puedo hacerlo. Supón que recibes un paquete adicional todas las semanas. También puedo conseguir eso. ¿Qué necesitas, Hart? ¿Comida? ¿Ropa de abrigo? ¿Quizás unos libros? ¿O una radio? Puedo conseguirte una estupenda. Así podrás escuchar la verdad y no tendrás que fiarte de los chismes y rumores que circulan por aquí. Sólo tienes que fijar el precio.

– No está en venta.

– ¡Maldita sea! -Bedford se levantó irritado-. No tienes idea de lo que puedo conseguir con un reloj como ése.

– Lo siento -replicó Tommy con sequedad.

Bedford lo miró unos segundos con cara de pocos amigos, pero en seguida sustituyó la expresión de enojo con otra sonrisa.

– Ya cambiarás de opinión, leguleyo. Y acabarás aceptando menos de lo que te ofrezco hoy. Deberías aprovechar el momento. No conviene hacer tratos cuando necesitas algo. En estos casos siempre sales perdiendo.

– No hay trato: ni hoy, ni mañana. Hasta luego, Vic.

Bedford se encogió exageradamente de hombros. Parecía disponerse a decir algo, cuando ambos hombres oyeron el agudo silbato del Appell del mediodía. Unos hurones aparecieron junto a cada bloque de barracones gritando «Raus! Raus!» y los hombres empezaron a salir de los edificios, dirigiéndose con lentitud hacia el recinto de revista de tropas.

Tommy Hart entró de nuevo en el barracón 101 y devolvió el texto a su lugar correspondiente en el estante. Luego se incorporó a la riada de hombres que acudían arrastrando los pies, bajo el sol del mediodía, a la convocatoria.

Como de costumbre, se agruparon en filas de cinco.

Los hurones empezaron a contar, caminando arriba y abajo frente a las filas, cerciorándose de que no faltase nadie. Era un trabajo tedioso, al que los alemanes parecían consagrarse con devoción. Tommy no entendía cómo no se aburrían de ese ejercicio diario de simples matemáticas. Claro que el día en que habían muerto los dos hombres en el túnel, el hurón que no se había percatado de su ausencia sin duda había sido enviado en un tren de tropas al frente oriental. De modo que los guardias actuaban con extremada cautela y precisión, más de lo que su naturaleza cautelosa y precisa exigía.

Cuando hubieron terminado el recuento, los hurones volvieron a ocupar su lugar al frente de las formaciones, informando al Unteroffizier de turno. Este, a su vez, informaba al comandante. Von Reiter no asistía a todos los Appell. Pero los hombres no podían romper filas hasta que él diera la orden. Esta espera irritaba sobremanera a los kriegies, que observaron cómo el Unteroffizier se alejaba hacia la puerta principal, camino del despacho de Von Reiter.