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– No.

– ¿Con ninguno?

– No.

– ¿Por qué?

– Nunca había tenido un amigo blanco, teniente Hart. No veo por qué habría de tenerlo aquí.

– ¿Y ahora tiene amigos aquí, teniente Scott?

– Supongo que le considero a usted, señor Hart, y al teniente de aviación Renaday algo así como amigos -respondió tras dudar y encogerse de hombros.

– ¿Ninguno más?

– No.

– Ahora bien, el capitán Vincent Bedford…

– Yo le odiaba. Y él me odiaba a mí. La base de ese odio lo constituía el color de mi piel, señor Hart, pero sospecho que era algo más profundo. Cuando el capitán Bedford me miraba, no veía a un hombre en las mismas circunstancias que él. Veía a un enemigo, era un sentimiento ancestral. Un enemigo mucho más peligroso que los alemanes con quienes estamos en guerra. Y confieso que desgraciadamente yo sentía lo mismo hacia él. Era el hombre que había esclavizado, torturado y obligado a mis antepasados a trabajar hasta caer muertos. Era como una pesadilla que no sólo me afectaba a mí, sino a mi padre, a mi abuelo y a todas las generaciones que me han precedido.

– ¿Mató usted a Vincent Bedford?

– No. No me habría importado pelear con Vincent Bedford, y si, en el curso de la pelea, él hubiera muerto, no me habría causado ningún pesar. ¿Pero perseguirlo por la noche, como afirman esos hombres, acechándole y atacándolo por la espalda como un débil y despreciable cobarde? ¡No señor! ¡Jamás lo haría, ni ahora ni nunca!

– ¿No lo haría?

Scott estaba sentado con el torso inclinado hacia delante. Su voz retumbaba por la sala.

– No. ¿Pero quiere saber si me alegré al averiguar que alguien lo había matado? Pues, sí. Incluso cuando me acusaron falsamente, en mi fuero interno me alegré de lo ocurrido, porque consideraba a Vincent Bedford un ser diabólico.

– ¿Diabólico?

– Sí. Un hombre que vive una mentira, como hacía él, es diabólico.

Tommy hizo una pausa. Lo que había percibido en las palabras de Scott iba en una dirección distinta de lo que dedujo que quería decir el aviador negro. Pero experimentó una súbita sensación de euforia, pues acababa de reparar en algo sobre Vincent Bedford que dudaba que otro hubiera detectado, con la posible excepción del hombre que le había asesinado. Tommy se detuvo segundos, casi aturdido por los pensamientos que se agolpaban en su mente. Luego recobró la compostura y se volvió hacia Scott, que aguardaba con impaciencia la próxima pregunta.

– Ya ha oído al Hauptmann Visser insinuar que usted ayudó a otra persona a cometer el crimen…

Scott sonrió.

– Creo que todos los presentes sabemos que esa insinuación no se tiene en pie, señor Hart. ¿Qué palabras empleó textualmente el Hauptmann? «Ridículo» y «absurdo». Nadie en este campo se fía de mí. Yo no me fío de nadie en este campo, y menos aún para fraguar una conspiración con el propósito de asesinar a otro oficial.

Tommy miró con disimulo a Visser, que se había sonrojado y se movía inquieto en la silla. Luego se volvió de nuevo hacia su cliente.

– ¿Quién mató a Vincent Bedford?

– No lo sé. Sólo sé a quién pretenden culpar.

– ¿A quién?

– A mí.

Después de volver a dudar unos instantes, Scott alzó la voz, con toda la intensidad de un predicador.

– ¡Esta guerra está llena de seres inocentes que mueren cada minuto, cada segundo, señor Hart! -dijo-. Si ha llegado mi hora, pese a ser inocente, paciencia. ¡Pero soy inocente de los cargos que se me imputan y lo seré hasta el día de mi muerte!

Tommy dejó que esas palabras flotaran en la sala. Luego se volvió hacia Walker Townsend.

– Puede interrogar al testigo -dijo con suavidad.

El capitán de Virginia se levantó y se dirigió despacio hacia el centro de la sala. Con una mano se acariciaba la barba incipiente; presentaba el aspecto característico de un hombre que mide sus palabras antes de pronunciarlas. Tommy, situado frente a él, observó que Scott estaba sentado en el borde de la silla, como una viva imagen de tensión y energía, impaciente por oír la primera pregunta del fiscal. En sus ojos no se apreciaba nerviosismo, sólo la atención y concentración de un boxeador. Tommy comprendió en aquel segundo que Scott debió de constituir una tremenda fuerza a los mandos de su Mustang; el aviador negro tenía la singular capacidad de concentrarse sólo en la pelea que tenía ante sí. Era un auténtico guerrero, pensó Tommy, y en cierto modo más profesional que los oficiales de carrera que estaban pendientes de cada palabra suya. Para Tommy, el único hombre presente en la sala que podía rivalizar en intensidad con Scott era Heinrich Visser. La diferencia entre ellos consistía en que la concentración de Scott provenía de una profunda rectitud, mientras que la de Visser era la dedicación de un fanático. Pensó que en una pelea justa, Scott asestaría unos golpes tanto o más contundentes que Visser y más eficaces que Walker Townsend. El problema era que la pelea no era justa.

– Vamos a tomarnos esto con calma y prudencia, teniente -dijo Townsend con voz melosa, casi acariciadora-. Hablemos primero de los medios.

– Como usted guste, capitán -respondió Scott.

– Usted no niega que el arma mostrada por la acusación fue fabricada por usted mismo, ¿no es así?

– No lo niego, yo confeccioné ese cuchillo.

– Y no niega haber pronunciado esas frases amenazadoras.

– No señor, no lo niego. Pronuncié esas frases porque quería poner distancia entre el capitán Bedford y yo. Pensé que al amenazarlo le infundiría respeto.

– ¿Y fue así?

– No.

– De modo que sólo tenemos su palabra de que esas frases no fueron unas amenazas en toda regla, sino un intento de «poner distancia», como ha dicho.

– Así es -contestó Scott.

Walker Townsend asintió con la cabeza, pero el gesto indicaba con claridad una interpretación particular.

– Y la noche en que el capitán Bedford fue asesinado, teniente, usted no niega haberse levantado de su litera y salir al pasillo del barracón 101, ¿verdad?

– No, tampoco lo niego.

– De acuerdo. Y no niega, señor, poseer la fuerza necesaria para transportar el cuerpo del capitán Bedford cierta distancia…

– Yo no hice eso… -interrumpió Scott.

– ¿Pero tiene usted la fuerza necesaria, teniente?

Lincoln Scott se detuvo, reflexionó unos segundos y a continuación respondió:

– Sí, la tengo. Con cualquiera de mis brazos, y a hombros, si me permite adelantarme a su próxima pregunta.

Walker Townsend sonrió ligeramente, asintiendo.

– Gracias, teniente. Ha acertado usted. Ahora, hablemos un momento del motivo. ¿No oculta usted su desprecio hacia el capitán Bedford, incluso después de muerto?

– No, así es.

– ¿Diría usted que su vida ha mejorado con la muerte del capitán Bedford?

Ahora fue Scott quien sonrió levemente.

– Debería haberme formulado esa pregunta de otro modo, capitán. ¿Ha mejorado mi vida porque ya no tengo que encontrarme con ese fanático cabrón cada día…? Pues sí. Pero es una ventaja ilusoria, capitán, teniendo en cuenta que puedo acabar mi vida ante un pelotón de fusilamiento.

– Estoy de acuerdo con usted en ese punto, teniente -dijo Townsend-. Pero no niega que cada día durante el tiempo en que ambos convivieron en este campo, Vincent Bedford le dio motivo para asesinarlo, ¿no es cierto?

Scott negó con la cabeza.

– No, capitán, no es cierto -dijo-. Los actos del capitán Bedford me dieron motivo para odiarlo a él y lo que él representaba. Me empujaron a enfrentarme a él, a demostrarle que no estaba dispuesto a dejarme amedrentar por sus convicciones racistas. Incluso el hecho de que tratase de que yo cruzara el límite del campo para recuperar la pelota de béisbol, lo cual pudo haberme costado la vida de no haberme prevenido el teniente Hart, sólo me dio motivo para disputar con el capitán Bedford. Pelear y negarme a doblegarme ante él y aceptar su conducta pasivamente no constituye un motivo para matar, capitán, por más que usted trate de pretenderlo.