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– Supongo -comentó Scott con cierto tono melancólico-, que deberíamos celebrar mi última noche de… -Vaciló, sonrió con tristeza y concluyó la frase-. ¿De inocencia? ¿De libertad? ¿De ser acusado? No, no es probable. Y supongo que no es exacto decir «libertad», porque todos estamos encerrados aquí y ninguno de nosotros es libre. Pero es la última noche de algo, lo cual ya es importante. ¿Qué os parece? ¿Descorchamos la botella de champán o la de brandy Napoleón de 100 años? ¿Asamos unos solomillos a la parrilla? ¿Preparamos una torta de chocolate y la decoramos con velitas? ¡Oh, cualquier cosa que nos ayude a pasar la noche!

Scott se separó de la pared y se acercó a Tommy. Le tocó en el hombro en un gesto que, de haber prestado Tommy más atención, habría comprendido que era la primera manifestación espontánea de afecto del aviador negro desde su llegada al Stalag Luft 13.

– Vamos, Tommy -dijo con calma-, el caso ha terminado. Has hecho lo que debías. En cualquier medio civilizado, habrías logrado crear una duda razonable, que es lo que exige la ley. El problema es que éste no es un medio civilizado.

Scott se detuvo y suspiró antes de continuar.

– Ahora sólo queda esperar el veredicto, que desde la mañana en que hallaron el cadáver de Vic sabemos cuál será.

Esta frase sacó a Tommy del trance en el que permanecía sumido desde el fin de la sesión de aquel día. Miró a Lincoln Scott y después movió lentamente la cabeza.

– ¿Qué ha terminado? -preguntó-. El caso acaba de empezar, Lincoln.

Scott lo miró perplejo.

Hugh, tendido en la litera, dijo, casi como si se sintiera agotado:

– Esta vez has conseguido desconcertarme, Tommy. ¿Qué quieres decir con eso?

De pronto, Tommy golpeó la palma de una mano con el puño y, remedando a Scott, asestó un puñetazo al aire, se volvió rápidamente y propinó un par de derechazos seguidos de un gancho izquierdo ante sus amigos. La intensa luz de la bombilla que pendía del techo arrojó marcadas sombras exageradas sobre su rostro.

– ¿Qué hago? -preguntó de pronto, parándose en seco en el centro de la habitación, sonriendo como un poseso.

– Comportarte como un loco -repuso Hugh, esbozando una sonrisa.

– Practicar irnos golpes de boxeo con un contrincante imaginario -terció Scott.

– Exactamente. ¡Has dado en el clavo! Yeso es lo que ha estado ocurriendo desde hace unos días.

Tommy se llevó una mano a la cabeza, se apartó un mechón de los ojos y aplicó el índice sobre sus labios. Se acercó de puntillas a la puerta, la abrió con cautela y se asomó al pasillo, para comprobar si había alguien observando o escuchándoles. El pasillo estaba desierto. Cerró la puerta y regresó junto a sus compañeros con una exagerada expresión de euforia en su rostro.

– ¿Cómo he podido ser tan idiota y no haberme dado cuenta antes? -dijo con tono quedo, aunque cada palabra parecía estar marcada con fuego.

– ¿Darte cuenta de qué? -inquirió Scott.

Tommy se acercó a sus amigos y susurró:

– ¿Con qué comerció Trader Vic poco antes de morir?

– El cuchillo con el que lo mataron.

– Exacto. El cuchillo. El cuchillo que necesitábamos. El cuchillo que tuvimos en nuestro poder, pero luego nos desprendimos de él, y que Visser está empeñado en encontrar. El maldito cuchillo. El maldito e importante cuchillo. De acuerdo. ¿Pero qué más?

Los otros dos se miraron.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Scott-. El cuchillo era el objeto crítico…

– No -declaró Tommy-. Todos estábamos pendientes de ese cuchillo, cierto. Mató a Vic. No caben dudas de que fue el arma del crimen. Pero Bedford obtuvo también de unos hombres desconocidos en este campo algo tanto o más importante que ese cuchillo. Ese piloto de un caza, el tipo de Nueva York, nos dijo que vio a Vic manejando dinero alemán, documentos oficiales y un horario de trenes…

– Sí, pero…

– ¡Un horario de trenes!

Lincoln y Hugh guardaron silencio.

– No pensé en ello porque, al igual que todos, estaba obsesionado con el maldito cuchillo. ¿Por qué necesitaría un kriegie un horario de trenes, a menos que creyera poder tomar uno? Pero esto es imposible, ¿no? ¡Nadie ha conseguido fugarse jamás de este campo de prisioneros! Porque aunque consiguieras atravesar la alambrada y el bosque y llegar a la ciudad sin despertar sospechas, y aun cuando consiguieras llegar al andén, para cuando el tren de las siete quince o el que sea que se dirige a Suiza entrara en la estación, el lugar estaría repleto de gorilas de la Gestapo buscándote, ya que la alarma habría sonado mucho tiempo antes en nuestro querido Stalag Luft 13. ¡Todos lo sabemos! Y todos sabemos que el hecho de que nadie haya logrado fugarse de aquí lleva meses carcomiendo al coronel MacNamara y a su repelente ayudante Clark. -A continuación Tommy bajó la voz otra octava, de forma que sus palabras eran poco más que un susurro-. ¿Pero qué tiene de particular el día de mañana?

Los otros se limitaron a seguir mirándolo en silencio.

– Mañana es diferente debido a una cosa, la única cosa que este juicio ha obligado a hacer a los alemanes. Distinta de todos los días que llevamos aquí. ¡Pensad en ello! ¿Qué es lo que no cambia nunca? Ni en Navidad ni en Año Nuevo. Ni el día más espléndido de verano. ¡Ni siquiera en el cumpleaños de ese cerdo de Hitler! ¿Qué es la única cosa que nunca varía? ¡El recuento matutino! La misma hora, el mismo lugar. ¡Lo mismo todos los días! Un día tras otro. Trescientos sesenta y cinco días al año, inclusive los años bisiestos. Como el mecanismo de un reloj, amanece y los alemanes nos cuentan cada mañana. Salvo mañana. Los alemanes han accedido «amablemente» a retrasar el Appell porque todos están preocupados de que el veredicto de este caso provoque un motín. Los alemanes, que jamás alteran su condenada rutina, mañana lo harán. De modo que mañana, única y exclusivamente mañana, retrasarán el recuento. ¿Cuánto rato, una hora, dos? ¡Oh, esas bonitas formaciones compuestas cada una por cinco hombres para contarnos! Pues bien, mañana esas formaciones no se constituirán hasta mucho después de la hora habitual.

Scott y Hugh cruzaron una mirada. Los ojos de Tommy reflejaban una euforia que contagió en seguida a los otros dos.

– Insinúas… -dijo Scott.

Pero Tommy le interrumpió.

– Mañana en esas formaciones faltarán unos hombres.

– Continúa, Tommy -dijo Scott, prestando mucha atención.

– Veréis, si sólo desapareciera un hombre, o dos, o incluso tres o cuatro, su falta podría disimularse cuando los hurones examinaran las filas, aunque no ha ocurrido nunca. Supongo que es concebible hallar la forma de darles un par de horas de ventaja. ¿Pero y si se tratara de más hombres: veinte, treinta, quizá cincuenta? La ausencia de tantos hombres sería evidente desde el primer momento durante el Appell, y la alarma sonaría de inmediato. ¿Cómo darles el tiempo suficiente de fugarse, teniendo en cuenta que es imposible que los cincuenta hombres aborden el primer tren que entre en la estación, lo que les obligaría a tomar varios trenes a lo largo de la mañana?

Hugh señaló a Tommy con un dedo al tiempo que asentía con la cabeza.

– Tiene sentido -dijo-. Es lógico. ¡Es preciso retrasar el recuento matutino! Pero no veo qué tiene que ver la muerte de Vic con una fuga.

– Yo tampoco -repuso Tommy-. Aún no. Pero estoy seguro de que está relacionado con ello, y me propongo averiguarlo esta noche.

– Muy bien, estoy de acuerdo, ¿pero qué tiene que ver el hecho de que Scott se enfrente a un pelotón de fusilamiento en todo esto? -preguntó Hugh.

– Otra buena pregunta -contestó Tommy meneando la cabeza-. Y otra respuesta que voy a obtener esta noche. Pero apostaría mi última cajetilla de tabaco a que alguien que estuviera dispuesto a matar a Trader Vic para fugarse de este condenado lugar no dudaría en dejar que Lincoln se enfrentara a un pelotón de ejecución alemán.