Pocos minutos antes de la una de la mañana, según indicaba la esfera luminosa del reloj que Lydia le había regalado, Tommy Hart percibió los primeros y tenues sonidos de movimiento en el pasillo junto al dormitorio del barracón. Desde el momento en que los alemanes habían extinguido las luces en todo el campo, los tres hombres se habían turnado para vigilar junto a la puerta, afanándose en percibir el menor ruido sospechoso de hombres que se dirigieran hacia la puerta de salida. La espera se había hecho interminable. En más de una ocasión Tommy había reprimido la tentación de reunir a los otros y salir del barracón. Pero recordó la noche en que se había despertado al oír a unos hombres hacer lo mismo, y dedujo que ese mismo trío figuraba en la lista de hombres que iban a tratar de escapar esta mañana. Era preferible seguirlos que salir precipitadamente con sus dos compañeros, sin saber por dónde tirar, y arrostrar los peligros de los reflectores o los gorilas prestos a apretar el gatillo. Tommy pensó que los barracones que ofrecían más probabilidades de ser el lugar de reunión de los presuntos fugados eran el 105, donde se había cometido el asesinato, o el 107, situado dos barracones más allá, que aunque no era el más cercano a la alambrada y al bosque, tampoco era el más alejado.
Sus compañeros estaban sentados detrás de él, en el borde de una litera, esperando en silencio. Tommy vio sus rostros bajo el resplandor del cigarrillo de Hugh.
– ¡Ahí van! -murmuró Tommy.
Sostuvo una mano en alto y se inclinó más hacia la gruesa puerta de madera. Oyó la leve vibración de unos pasos sobre las tablas del suelo. Imaginó lo que ocurría en el pasillo, a pocos metros. Los kriegies habrían recibido las instrucciones pertinentes y estarían preparados con su equipo de fuga. Lucirían prendas reformadas de paisano. Quizá llevaran una maleta o un maletín. No olvidarían tampoco unas raciones adicionales de comida, sus documentos falsos de identidad, sus permisos de trabajo y de desplazamiento; es probable que los billetes de tren los llevasen cosidos a los bolsillos de la chaqueta. No sería necesario decir nada, pero cada hombre practicaría para sus adentros, en silencio, las pocas frases en alemán que había aprendido de memoria que confiaba que le permitirían alcanzar la frontera con Suiza. Siguiendo un orden preciso, se detendrían en la puerta, esperarían a que los reflectores pasaran de largo y saldrían rápidamente. Tommy supuso que esa noche no se atreverían a encender siquiera una vela, sino que cada hombre habría contado ya el número de pasos que había de su litera hasta la puerta.
Tommy se volvió hacia los otros.
– Ni un sonido -dijo-. Ni uno. Preparaos…
Pero Scott, curiosamente, alargó las manos y asió a los otros dos por los hombros, abrazándolos, de forma que sus rostros estaban a escasos centímetros unos de otros, y habló con insólita y feroz intensidad.
– He pensado, Tommy, Hugh -dijo lentamente, con voz clara y rotunda-, que hay una cosa que debemos tener muy presente esta noche.
Sus palabras sorprendieron a Tommy, provocándole un escalofrío.
– ¿De qué se trata? -preguntó Hugh.
Tommy oyó a Scott inspirar profundamente, como si se sintiera abrumado por el peso de lo que iba a decir, creándole un problema que los otros ni siquiera imaginaban.
– Unos hombres han muerto para que el plan de esta noche se cumpla -susurró-. Unos hombres han trabajado con ahínco y han muerto para dar a otros la oportunidad de alcanzar la libertad. Dos hombres murieron atrapados en un túnel que estaban excavando y se derrumbó, poco antes de que yo llegara aquí…
– Es cierto -apostilló Hugh con tono quedo-. Nos enteramos de ello en el otro recinto.
Scott cobró aliento una vez más, antes de proseguir con voz suave aunque enérgica.
– ¡Debemos tener presentes a esos hombres! -dijo-. ¡No podemos meter la pata y estropear los planes de los que piensan fugarse esta noche! ¡Debemos andar con pies de plomo!
– Debemos averiguar la verdad -soltó Tommy de sopetón.
Scott movió la cabeza en señal de asentimiento.
– Es cierto -repuso-. Debemos averiguar la verdad. Pero debemos recordar el costo. Otros han muerto. Esta noche se saldarán unas deudas, y debemos tener esto presente, Tommy. Recordad que, en última instancia, somos oficiales del cuerpo de aviación. Hemos jurado defender nuestra patria. No mi persona. Eso es cuanto tengo que decir.
Tommy tragó saliva.
– Lo tendré presente -dijo. Tenía la impresión de que todo lo que debía hacer esa noche se habría convertido de pronto en una empresa más difícil. «Es mucho lo que está en juego», se dijo.
Hugh permaneció en silencio unos segundos antes de murmurar:
– ¿Sabes, Scott? Eres un magnífico soldado y un patriota, y tienes razón, y esos cabrones que han estado mintiendo y falseando los hechos probablemente no merecen lo que acabas de decir. Bueno, Tommy, el navegante eres tú…
Tommy observó la repentina y amplia sonrisa de Scott.
– Eso es, Tommy. Tú tienes que trazar la ruta. Nosotros te seguiremos.
No había nada que él pudiera decir. Dudando de todo salvo de que todas las respuestas residían en la oscuridad, Tommy abrió con suavidad la puerta del cuarto del barracón y echó a andar con paso decidido por el pasillo, seguido a corta distancia por sus dos compañeros. En el aire que les rodeaba no había nada excepto la oscuridad de la noche y el angustioso temor generado por la incertidumbre.
Apenas habían recorrido la mitad del barracón, cuando un pequeño haz de luz se filtró a través de las grietas de la puerta principal al pasar el reflector. Bastaron esos breves segundos para que Tommy viera a tres figuras agazapadas. Luego, con la misma rapidez con que había aparecido, la luz se extinguió, volviendo a sumir el barracón en las tinieblas. Pero Tommy había confirmado sus sospechas: había visto a tres hombres zambullirse en el océano de la noche. No consiguió identificarlos, ni vio cómo iban vestidos, ni lo que llevaban consigo. Lo único que percibió fue cómo se movían. Siguió avanzando con rapidez.
No hubo necesidad de decir nada cuando llegaron al final del pasillo y se agacharon, esperando observar el mismo movimiento cuando la luz volviera a pasar. Aparte de la ruidosa respiración de los dos hombres que había a su lado, Tommy no oía nada.
No tuvieron que esperar mucho rato. El resplandor del reflector cayó sobre la puerta, vacilando unos instantes antes de pasar de largo, iluminando algunas zonas de los otros barracones. En aquel momento, Tommy asió la manecilla de la puerta, la abrió y se sumergió en la noche como la vez anterior, dirigiéndose a toda prisa hacia las sombras que arrojaba el alero del barracón. Los otros dos le seguían a pocos pasos, y cuando los tres se apretujaron contra el muro del barracón 103, comprobaron que respiraban más trabajosamente de lo normal, teniendo en cuenta la modesta distancia que habían recorrido.
Tommy echó una ojeada a su alrededor, tratando de localizar a los hombres que habían salido antes que ellos, pero no consiguió distinguirlos en la oscuridad.
– ¡Maldita sea! -masculló.
Hugh se enjugó la frente.
– No me hace gracia estar aquí esta noche ocupando el culo de la formación -dijo sonriendo.
Tommy asintió con la cabeza, sintiéndose más animado al oír la voz del canadiense. «Culo de la formación» era la expresión que utilizaban los pilotos de cazas británicos para referirse al último hombre en una formación de ataque compuesta por seis aviones, la posición más arriesgada y peligrosa. La guerra había cumplido casi un año cuando la jefatura de cazas ordenó un cambio en la formación básica de vuelo, adoptando una V parecida a la forma en que los alemanes volaban al entrar en combate, en lugar de un ala alargada, que dejaba al último piloto desprotegido. Nadie vigilaba la cola de éste, y docenas de pilotos de Spitfires habían perecido en 193 9 debido a que los Messerschmidts alemanes se situaban detrás de ellos, sin ser vistos, disparaban una ráfaga y huían antes de que el piloto pudiera virar para enfrentarlos.