– No me hagáis caso -añadió Hugh-. ¿Adónde vamos ahora?
Tommy entrecerró los ojos tratando de escrutar la noche. Era una noche fría, despejada. El cielo estaba tachonado de estrellas y una luna parcial brillaba sobre la lejana línea de árboles, poniendo de relieve las siluetas de los gorilas apostados en las torres de vigilancia. Los tres hombres que habían abandonado el barracón antes que ellos se habían esfumado.
– ¿Nos metemos debajo del barracón, como la otra vez, Tommy? -susurró Scott-. Quizás estén allí.
Tommy meneó la cabeza, estremeciéndose sólo de pensarlo.
– No -dijo, dando gracias por la oscuridad que les rodeaba-. Rodearemos la fachada y luego el costado del barracón 105. Seguidme.
Sin aguardar una respuesta, los tres hombres se inclinaron hacia delante y echaron a correr, sorteando los escalones de acceso al barracón 103, pasando por el borde del espacio abierto y peligroso, hasta alcanzar por fin el estrecho callejón entre los barracones.
Al pasar de la zona de peligro de la fachada del barracón a la seguridad que les ofrecía el callejón, Tommy oyó un pequeño ruido sordo, seguido por una palabrota pronunciada en voz baja pero rotunda. Sin aminorar el paso, al zambullirse en la oscuridad, vio la silueta de un hombre a pocos metros, frente al barracón 105.
El hombre se había agachado para recoger un maletín que se le había caído. Estaba inclinado hacia delante, tratando de recuperarlo frenéticamente junto con unos pocos objetos que habían caído de aquél. En cuanto lo hubo conseguido, echó a correr y desapareció. Tommy comprendió al instante que era el tercer hombre de los que avanzaban delante de ellos. El tercer hombre, el que corría mayor peligro.
Como para resaltar esta amenaza, un reflector pasó sobre el lugar donde hacía unos segundos el hombre había dejado caer el maletín. La luz parecía vacilar, oscilando de un lado a otro, como si sintiera sólo una leve curiosidad. Luego, al cabo de unos segundos, desistió de su empeño y pasó de largo.
– ¿Habéis visto eso? -preguntó Lincoln Scott.
Tommy asintió con la cabeza.
– ¿Tenéis alguna idea de adonde se dirigen? -inquirió Renaday.
– Supongo que al barracón 107 -respondió Tommy-. Pero no lo sabremos con certeza hasta que lleguemos allí.
Tras echar a correr por el callejón, protegidos por la oscuridad, los tres hombres consiguieron alcanzar la fachada del siguiente barracón. Todo estaba quieto, en silencio, hasta el punto de que Tommy temió que el mínimo ruido que hicieran sonara amplificado, como un trompetazo o un bocinazo de alarma. Moverse en silencio en un mundo carente de ruidos externos es muy difícil. No se oía el sonido de los coches y los autobuses de una ciudad cercana, ni el estruendo de un bombardeo a lo lejos. Ni siquiera las voces de los gorilas bromeando en las torres de vigilancia o el ladrido del perro de un Hundführer rasgaban la noche para distraer la atención o contribuir a ocultar los pasos de Tommy y sus compañeros. Durante unos momentos, Tommy deseó que los británicos se pusieran a cantar una escandalosa canción en el recinto norte. Lo que fuera con tal de ocultar los modestos ruidos que hacían ellos.
– Bien -musitó Tommy-, haremos lo mismo que antes, pero esta vez iremos de uno en uno. Rodearemos la fachada y nos refugiaremos en las sombras de la parte lateral del edificio. Yo pasaré primero, luego Lincoln y después tú, Hugh. No os precipitéis, tened cuidado. Estamos muy cerca de la torre de vigilancia situada al otro lado del campo. El reflector casi pilló a ese otro tipo. Puede que los gorilas hayan oído algo y vigilen esta zona. Además, suele haber uno de esos malditos perros junto a la puerta de entrada. Tomáoslo con calma y no os mováis hasta estar seguros de que no hay peligro.
– De acuerdo -repuso Scott.
– Malditos perros -masculló Hugh-. ¿Creéis que olerán el miedo que siento? -El canadiense emitió una risa seca y desprovista de alegría-. No debe de ser muy difícil percibir mi olor en estos momentos. Si esos condenados reflectores se acercan más, podréis conocer el de mis calzoncillos a un kilómetro de distancia.
La ocurrencia hizo sonreír a Tommy y a Lincoln, pese a la gravedad del momento.
El canadiense asió a Tommy del antebrazo.
– Indícanos el camino, Tommy -dijo-. Scott te seguirá y yo os seguiré a los dos dentro de un par de minutos.
– Espera hasta estar seguro -repitió Tommy. Luego, inclinándose hacia delante, avanzó como un cangrejo hasta la fachada del barracón, hasta alcanzar la última sombra en el borde del espacio abierto. Se detuvo, agachándose para cerciorarse de que llevaba las botas debidamente anudadas y la cazadora abrochada, y se encasquetó la gorra. No llevaba nada que hiciera ruido, nada que pudiera engancharse en los escalones al pasar junto a ellos. Realizó un breve inventario de su persona, comprobando si llevaba algo que pudiera delatar su presencia. Todo estaba en orden. En aquel segundo de vacilación, pensó que había viajado muy lejos sin haber alcanzado su destino, pero que algunas cosas que se le habían ocultado hasta entonces estaban a punto de volverse nítidas. Cada músculo de su cuerpo se resistía a exponerse al riesgo del reflector, los perros y los gorilas, pero Tommy sabía que esas voces de cautela eran cobardes, y al mismo tiempo pensó que el zafarse de los alemanes acaso fuera lo menos peligroso que le tocara hacer esa noche.
Tommy respiró hondo y se puso de puntillas. Alzó la vista, apretó los dientes y, sin previo aviso a los otros, echó a correr frente a la fachada del barracón 105.
Sus pies levantaron unas nubecitas de polvo. Tommy tropezó con un pequeño bache en el suelo y estuvo a punto de caerse. De pronto pensó que debió de ser el mismo bache que había hecho dar un traspiés al hombre que le había precedido, pero al igual que un patinador que pierde por un instante el equilibrio, recobró la compostura y siguió adelante.
Jadeando, dobló la esquina del edificio, arrojándose contra el muro y la amable oscuridad. Tardó un par de segundos en calmarse. Los latidos de su corazón resonaban en sus oídos como el batir de un tambor, o el motor de un avión.
Esperó a que Scott atravesara la misma distancia, dejando que el silencio se deslizara a su alrededor. Aguzó la vista y el oído y miró hacia la puerta del barracón 107. Mientras permanecía atento, observando y escuchando, oyó el sonido inconfundible de una voz americana. Inclinó la cabeza hacia el punto del que provenía el sonido y lo que oyó no le llamó la atención. Las palabras del hombre traspasaron la oscuridad, aunque hablaba en susurros: «Número treinta y ocho…» En ese momento se escuchó un ruido pequeño y distante. Alguien había llamado dos veces con los nudillos a la puerta del barracón. Tommy entrecerró los ojos, y vio abrirse la puerta y a una figura, inclinada hacia adelante, que salvaba los escalones de dos en dos y entraba en el edificio.
De inmediato comprendió por qué habían elegido el barracón 107. La puerta de entrada se hallaba en un lugar resguardado del resplandor de los reflectores, en un sitio casi invisible, debido a los extraños ángulos que formaban el campo de revista y los otros barracones. No estaba tan próximo a la alambrada posterior como el barracón 109, pero la distancia adicional era fácilmente salvable. Los encargados de planificar las fugas nunca elegían los barracones más próximos a la libertad, porque eran los que los hurones registraban con más frecuencia. Tommy vio que el bosque se hallaba tan sólo a unos setenta y cinco metros al otro lado de la alambrada. Otros túneles casi habían logrado recorrer esa distancia. Por lo demás, el barracón 107 presentaba también la ventaja de hallarse situado en el lado que daba a la ciudad. Si un kriegie conseguía alcanzar los árboles, podía seguir avanzando en lugar de tratar de navegar con una brújula de fabricación casera en la densa oscuridad del bosque bávaro.