Tommy se apretó contra el muro, esperando a Scott. Suponía el motivo de la demora: un reflector estaba registrando la zona por la que acababan de pasar, moviéndose tras ellos, tratando de explorar los espacios entre los barracones.
Mientras aguardaba, Tommy oyó otro susurro y dos golpes en la puerta del barracón 107, que volvió a abrirse brevemente. Dedujo que habían llegado dos hombres del otro lado del recinto.
El reflector retrocedió hacia el barracón 101 y Tommy oyó las recias pisadas de las botas de Scott rodeando la fachada del edificio, cuando el aviador negro aprovechó esa oportunidad. También tropezó con el bache en el suelo, y al arrojarse contra el muro, junto a Tommy, emitió en voz baja un juramento.
– ¿Estás bien?
Scott cobró aliento.
– Sigo vivito y coleando -respondió-. Pero ha sido por los pelos. El reflector no cesa de pasar sobre la fachada de los barracones 101 y 103. ¡Cabrones! Pero creo que no vieron nada. Es muy típico de los alemanes. Hugh aparecerá dentro de un minuto, cuando esos gorilas orienten el reflector hacia otro sitio. ¿Has visto algo?
– Sí -repuso Tommy muy quedo-. Unos hombres han entrado en el 107. Murmuraron un número, llamaron dos veces y la puerta se abrió.
– ¿Un número?
– Sí. Tú serás el cuarenta y dos. Yo el cuarenta y uno. Una pequeña mentira, que nos permitirá entrar allí. Y Hugh, si consigue llegar hasta aquí, será el cuarenta y tres.
– Puede que tarde unos minutos. El reflector nos persigue. Y hay algo en el suelo…
– Yo también tropecé en ello.
– Espero que lo haya visto.
Los dos hombres aguardaron. Podían ver el haz de luz moviéndose sin cesar sobre el territorio que acababan de atravesar, explorando la oscuridad. Sabían que Hugh estaría agazapado, pegado a la pared, esperando su oportunidad. Pasó un rato que se les antojó eterno, pero por fin la luz pasó de largo.
– ¡Ahora, Hugh! -murmuró Tommy.
Oyó las botas del fornido canadiense que se echaba a correr en la oscuridad. Casi al instante se oyó un golpe, una palabrota en voz baja y silencio, cuando Renaday tropezó con el mismo bache con que habían tropezado Tommy y Scott.
Pero el canadiense no se levantó de un salto.
Tommy oyó un gemido quedo y ronco.
– ¿Hugh? -murmuró tan alto como pudo.
Tras un momento de silencio, ambos hombres oyeron el inconfundible acento del canadiense.
– ¡Me he lastimado la rodilla! -se quejó.
Tommy se acercó al borde del barracón. Vio a Hugh tendido en el suelo, a unos quince metros, aferrando su rodilla izquierda con un gesto de dolor.
– Espera -le dijo Tommy-. ¡Iremos a por ti!
Scott se acercó a Tommy, dispuesto a confundirse en la oscuridad, cuando un repentino haz de luz rasgó el aire sobre sus cabezas, obligándoles a arrojarse al suelo. El reflector se abatió sobre el tejado del barracón 105 y empezó a reptar como un lagarto por el muro hacia ellos.
– No te muevas -musitó Hugh.
La luz se alejó de Tommy y de Scott y permaneció suspendida junto al punto donde Hugh yacía en el suelo, abrazándose la rodilla pero inmóvil, con la cara sepultada en la tierra fría. El borde de la luz se hallaba a escasos centímetros de su bota. Estaban a punto de descubrir su presencia. El canadiense pareció alargar la mano hacia la oscuridad, como si ésta fuera una manta protectora con que cubrirse.
La luz permaneció suspendida en lo alto unos instantes, lamiendo perezosamente el contorno de la figura postrada de Hugh. Luego, lánguidamente, casi como si se burlara de ellos, retrocedió unos metros hacia el barracón 103.
Hugh no se movió. Despacio, levantó la cara del suelo y se volvió hacia el lugar donde Tommy y Scott seguían inmóviles.
– ¡Dejadme! -dijo con voz queda, pero firme-. No puedo moverme. ¡Seguid sin mí!
– No -respondió Tommy, hablando con un tono angustiado-. Iremos a recogerte cuando se apague el reflector.
Este se detuvo de nuevo, iluminando el suelo a unos cinco metros de donde se hallaba Hugh.
– ¡Maldita sea! ¡Dejadme, Tommy! ¡Esta noche estoy acabado! Kaput!
Scott tocó a Tommy en el brazo.
– Tiene razón -dijo-. Debemos seguir adelante.
Tommy se volvió bruscamente hacia el aviador negro.
– Si esa luz descubre su presencia, dispararán contra él. Y se armará la gorda. ¡No lo abandonaré! ¡Una vez abandoné a alguien, y no volveré a hacerlo!
– Si vas ahí -murmuró Scott-, acabarás matándolo a él, a ti mismo y quizás a otros.
Tommy se volvió, angustiado, hacia Hugh.
– ¡Es mi amigo! -susurró consternado.
– ¡Entonces compórtate como su amigo! -replicó Scott-. ¡Haz lo que te dice!
Tommy se volvió, escudriñando las sombras en busca de Hugh. El reflector continuaba moviéndose de un lado a otro, disparando luz a pocos metros de donde aquél yacía postrado. Pero lo que asombró a Tommy, y también debió de asombrar a Scott, fue que el aviador le aferraba el brazo con fuerza.
Hugh se había tumbado boca abajo y, moviéndose con deliberada y exasperante lentitud, avanzaba arrastrándose, apartándose de la fachada del barracón, dirigiéndose sistemática e inexorablemente hacia el campo de revista, alejándose de los hombres que se dirigían hacia el barracón 107. De paso se alejaba del haz del reflector, lo cual constituía tan sólo un alivio momentáneo, pues se dirigía directamente hacia la enorme área central del Stalag Luft 13. Era una zona neutral, una explanada oscura donde no había ningún lugar donde ocultarse, pero Tommy sabía que Hugh había calculado que si los alemanes le sorprendían allí no pensarían automáticamente que ocurría algo anormal en las oscuras hileras de barracones. El problema era que no existía la forma de regresar inmediatamente a un lugar seguro desde el centro del campo de ejercicios.
En el transcurso de las horas nocturnas que quedaban, quizás Hugh pudiera retroceder a rastras hasta el barracón 101. Pero lo más seguro era que tuviera que aguardar allí hasta que amaneciera o le descubrieran. En cualquier caso, su posición lo exponía a morir.
Tommy distinguió la tenue silueta del canadiense reptando hacia el campo de ejercicios. Entonces Tommy se volvió hacia Scott y señaló la entrada del barracón 107.
– De acuerdo -dijo-. Ahora sólo estamos tú y yo.
– Sí -respondió Scott-. Y los que esperan dentro.
Ambos hombres se encaminaron en silencio hacia las espesas sombras junto a los escalones de entrada del barracón 107. Al llegar allí, Tommy Hart y Lincoln Scott se detuvieron, llenos de remordimientos. Tommy se volvió para mirar el lugar desde el que Hugh se había alejado a rastras, pero no pudo ver la silueta de su amigo, el cual parecía haber sido engullido, para bien o para mal, por la oscuridad.
Tommy llamó dos veces a la puerta y murmuró:
– Cuarenta y uno y cuarenta y dos…
Después de una breve vacilación, la puerta emitió un leve crujido cuando alguien que se hallaba dentro del barracón la abrió unos centímetros.
Tommy y Scott avanzaron de un salto, empujaron la puerta y se precipitaron dentro del barracón.
Tommy oyó una voz, alarmada pero queda, que dijo:
– ¡Eh! Vosotros no… -Pero se disipó. Lincoln Scott y él se quedaron quietos en la entrada, observando el pasillo.
La escena que contemplaron era sobrecogedora. Media docena de velas arrojaban una tenue luz, dispuestas cada tres metros aproximadamente. El pasillo estaba lleno de kriegies, sentados en el suelo, con las piernas encogidas para ocupar menos espacio. Unas dos docenas de hombres iban vestidos como Tommy y Scott habían previsto, con ropa que les daban el aspecto de paisanos. Sus uniformes habían sido reformados por los servicios de compostura del campo, teñidos mediante unas ingeniosas mezclas de tinta y pinturas, de forma que ya no presentaban el acostumbrado color caqui y verde oliva del ejército estadounidense. Muchos hombres, como el que Tommy había visto abandonar el barracón 101, sostenían toscas maletas o maletines. Algunos lucían gorras de obreros y portaban unas falsas cajas de herramientas.