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El teniente reanudó su paseo y Tommy se quedó mirándolo.

El día siguiente era viernes, y Tommy regresó a su dormitorio después del Appell matutino. Sacó varios paquetes de Lucky Strike de un cartón que había recibido en el último paquete de la Cruz Roja y que guardaba en una cajita de madera, debajo de la cama. También sacó un pequeño recipiente metálico de té Earl Grey y una generosa tableta de chocolate que apenas había probado. Del bolsillo de la chaqueta extrajo un botecito de leche condensada. Luego tomó varias hojas de papel de embalaje, que utilizaba para escribir notas con letra pequeña y apretada, y las guardó entre las páginas de un manoseado texto de pruebas forenses.

A continuación salió del barracón 101 en busca de uno de los tres Fritzs. La mañana era templada y el sol confería cierto resplandor a la tierra gris amarillenta del recinto.

En lugar de toparse con los guardias, vio a Vincent Bedford paseando de un lado a otro con expresión resuelta. El sureño se detuvo, adoptando de inmediato un aire expectante, y después se dirigió a Tommy.

– Te ofreceré un trato más ventajoso, Hart -dijo-. Eres duro de pelar. ¿Qué cuesta ese reloj?

– No tienes lo que cuesta. Su valor es sentimental.

– ¿Sentimental? -replicó el de Misisipí dando un respingo-, ¿De una chica que quedó en su casa? ¿Qué te hace pensar que regresarás sano y salvo? ¿Y qué te hace pensar que la encontrarás esperándote?

– No lo sé. Esperanza, quizá. Confianza -repuso Tommy con una risita.

– Esas cosas no cuentan mucho en este mundo, yanqui. Lo que cuenta es lo que tienes ahora mismo. En tu mano. Es lo único que puedes utilizar. Quizá no haya un mañana, ni para ti, ni para mí ni para ninguno de nosotros.

– Eres un cínico, Vic.

El sureño sonrió.

– Es posible. Nadie me había llamado nunca así. Pero no lo niego.

Los dos hombres echaron a andar con lentitud entre los dos barracones y llegaron al límite del campo de ejercicios. Acababa de comenzar un partido de softball, pero más allá del campo ambos vieron a la figura solitaria de Lincoln Scott, marchando por el borde del perímetro.

– Hijo de puta -murmuró Bedford entre dientes-. Tengo que solucionar esta situación hoy mismo.

– ¿Qué situación? -preguntó Tommy.

– La situación de ese negro -respondió Bedford, volviéndose y mirando a Hart como si éste fuera increíblemente estúpido por no ver lo evidente-. Ese chico ocupa una litera en mi dormitorio y eso no me parece bien.

– ¿Qué tiene de malo?

Bedford no respondió directamente a la pregunta.

– Supongo que debo decírselo al viejo MacNamara, para que lo traslade a otro. A ese chico deben alojarlo en un lugar donde esté solo, para mantenerlo aislado del resto.

Tommy meneó la cabeza.

– Parece que se las arregla bastante bien sin vuestra ayuda -comentó.

Trader Vic se encogió de hombros.

– No está bien. En cualquier caso, ¿qué sabe de negros un yanqui como tú? Nada. Absolutamente nada -dijo Bedford alargando los sonidos de las vocales, destacando con exageración cada palabra-. Apuesto a que no habías visto nunca a un negro, y menos aún convivido, como tenemos que hacer nosotros en el sur…

Tommy no quiso responder pero Bedford no estaba tan equivocado.

– Lo que hemos averiguado de ellos no nos gusta -prosiguió Trader Vic-. Mienten. No hacen sino mentir y engañar. Todos son ladrones, sin excepción. Algunos son violadores y criminales. Es posible que lleguen a ser buenos soldados. No ven las cosas exactamente como las vemos los blancos, y sospecho que puedes enseñarles a matar y lo harán a la perfección, como quien parte leña o repara una máquina, aunque no los imagino pilotando un Mustang. No son como nosotros, Hart. ¡Pero si eso se ve sólo con observar a ese chico! Creo que convendría que el viejo MacNamara se diera cuenta de esto antes de que haya problemas, porque yo conozco a los negros y no traen sino problemas. Créeme.

– ¿Qué tipo de problemas, Vic? Aquí todos estamos en el mismo barco.

Vincent Bedford soltó una breve carcajada al tiempo que meneaba la cabeza con energía.

– Eso está por ver, Hart.

Bedford indicó la alambrada.

– Puede que la alambrada sea la misma. Pero aquí todo el mundo la ve de forma distinta. Lo más seguro es que ese chico que está ahí, que no para de caminar, también la vea a su modo. Ése es el misterio de la vida, Hart, que no espero que un yanqui superculto y estirado como tú sea capaz de descifrar. No hay ni una sola cosa en este mundo que dos hombres vean de la misma forma. Ni una sola. Salvo, quizá, la muerte.

Tommy pensó que de todas las cosas que había oído decir a Bedford, ésta había sido la más sensata.

Antes de que pudiera responder, Bedford le dio una palmada en el hombro.

– Quizá pienses que estoy lleno de prejuicios, Hart, pero no es cierto -dijo-. No soy de los que mascan tabaco y salen de noche con una capucha blanca. Es más, siempre he tratado bien a los negros, como seres humanos. Yo soy así. Pero los conozco y sé que causan problemas.

El sureño se volvió y miró a Tommy.

– Créeme -continuó Trader Vic con una risita-. Habrá problemas. Lo sé. Es mejor mantener a la gente separada.

Tommy guardó silencio.

– Maldita sea, Hart -bramó Bedford-, apostaría a que mi bisabuelo disparó contra uno de tus antepasados en un par de ocasiones, cuando la gran guerra de independencia, aunque vuestros estúpidos libros de texto yanquis no la llaman así, ¿verdad? Tienes suerte de que los Bedford no tuvieran nunca buena puntería.

Tommy sonrió.

– Tradicionalmente, los Hart siempre hemos sido muy hábiles a la hora de agacharnos -dijo.

Bedford soltó la carcajada.

– Bueno -dijo-, es una habilidad valiosa, Tommy. Espero que mantengas vivo ese árbol familiar durante siglos.

Bedford se alejó sin dejar de sonreír.

– Voy a hablar con el coronel. Si cambias de opinión, si recapacitas y quieres hacer un trato, sabes que estoy dispuesto a hacer negocios las veinticuatro horas del día, incluso los domingos, porque creo que en estos momentos el Señor tiene puesta su atención en otro lugar, y no se molesta demasiado en velar por este rebaño de corderos.

Varios kriegies que se hallaban en el recinto deportivo empezaron a dar voces y a agitar la mano para llamar la atención de Vincent Bedford. Uno se puso a mover un bate y una pelota sobre su cabeza.

– Bueno -dijo el de Misisipí-, supongo que tendré que aplazar mi conversación con el gran jefe hasta esta tarde, porque esos chicos necesitan que alguien les enseñe cómo se juega a nuestro glorioso béisbol. Hasta luego, Hart. Si cambias de opinión…

Tommy observó a Trader Vic mientras éste se encaminaba hacia el campo.

Oyó entonces una voz, proveniente de la otra dirección, gritando «Keindrinkwasser!» en un alemán chapurreado. Acto seguido oyó la misma exclamación de un barracón situado a pocos metros. La frase pronunciada en alemán significaba «no es agua potable». Los alemanes la escribían en los barriles de acero utilizados para transportar excrementos. Los kriegies la utilizaban para advertir a los hombres de los barracones que un hurón se dirigía hacia ellos, para dar a cualquiera que estuviera ocupado en alguna actividad destinada a la fuga la ocasión de ocultar su tarea, ya fuera ésta excavar un túnel o falsificar documentos. A los hurones no les hacía gracia que les llamaran excrementos.

Tommy se apresuró hacia el lugar desde donde sonaban las voces. Confiaba en que fuera Fritz Número Uno, a quien habían visto acechando, porque era el hurón más fácil de sobornar. No se entretuvo en pensar en lo que le había dicho Bedford.

Tommy tuvo que dar a Fritz Número Uno media docena de cigarrillos para convencerlo de que lo acompañara al recinto norte. Ambos hombres atravesaron la puerta del campo hacia el espacio que separaba ambos recintos. Aun lado estaban los barracones de los guardias, y más allá los despachos del comandante. Detrás de éstos estaba el bloque de las duchas frías, un edificio de ladrillo. Junto al mismo estaban apostados dos guardias armados con fusiles colgados del cuello, fumando.