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– Tiene razón al deducir que la conclusión del juicio nos ofreció una importante oportunidad que no dudamos en aprovechar. Ya tiene la respuesta a su maldita pregunta. Quítense de en medio. No tenemos tiempo que perder y menos con usted, Hart, ni con usted, Scott.

– No le creo -respondió Tommy-. ¿Quién mató a Trader Vic? -preguntó con firmeza.

El comandante Clark señaló con el índice a Lincoln Scott.

– Él -contestó ásperamente-. Todas las pruebas indican su culpabilidad desde el principio, y eso es lo que el tribunal dictaminará mañana por la mañana. Téngalo por seguro, teniente. Y ahora, fuera de aquí.

Del agujero en el suelo brotó otro cubo de tierra, que tomó un kriegie para transportarlo en silencio al corredor. Tommy era el único vagamente consciente de que muchos de los hombres que se hallaban a su espalda habían avanzado unos pasos para oír lo que se hablaba junto a la entrada del túnel.

– ¿Por qué mataron a Vic? -preguntó Tommy-. ¡Quiero respuestas, comandante!

Los hombres que abarrotaban el pasillo y los que trabajaban en la entrada del túnel dudaron unos momentos, dejando que la pregunta flotara en torno al reducido espacio, planteando la misma duda en cada kriegie.

Clark cruzó los brazos.

– No obtendrá más respuestas de mí, teniente -afirmó-. Todas las respuestas que necesita se han dicho en el juicio. Todos lo saben. ¡Ahora quítense de en medio y déjenos terminar!

El comandante se mostraba obstinado, inflexible. Tommy no sabía qué hacer. Tenía la sensación de que cerca de allí se encontraban las respuestas a todo cuanto había sucedido en el campo durante las últimas semanas, pero no sabía cómo salir adelante. El comandante había convertido su empecinamiento en una mentira inamovible y Tommy no sabía cómo derribar esa barrera. Notó que Lincoln Scott comenzaba a desfallecer, casi derrotado por este último obstáculo que se alzaba en su camino. Tommy se devanaba los sesos tratando de hallar una solución, una forma de maniobrar, pero se sentía confundido y vacío, incapaz de resolver el problema. Sabía que no podía comprometer la iniciativa de fuga. No sabía qué amenaza proferir, qué mecanismo accionar, qué inventarse para salir del punto muerto en el que se hallaba. En aquel segundo pensó que los hombres situados en el otro extremo del túnel no tardarían en huir, llevándose con ellos la verdad.

Y en el preciso momento en que ese pensamiento hizo presa en él, Nicholas Fenelli soltó inopinadamente:

– Mira, Hart, el comandante no va a ayudarte. Odia al teniente Scott tanto como lo odiaba Trader Vic y probablemente por las mismas razones. Imagino que quiere estar presente para ver al pelotón de fusilamiento alemán cuando dispare contra él. Hasta creo que le gustaría dar la orden de disparar…

– ¡Cállese, Fenelli! -dijo Clark-. ¡Es una orden!

Tommy miró al hombre que quería ser médico, el cual se encogió de hombros, ignorando una vez más al comandante.

Tommy sintió una repentina frialdad en la habitación, como si hubiera irrumpido en una bolsa de aire frío.

– No lo entiendo -dijo, titubeando.

– Claro que lo entiendes -replicó Fenelli soltando otra breve risotada que sonaba como un rebuzno y un bufido de desprecio dirigido al comandante Clark-. A ver cómo te lo explicaría, Tommy…

El médico le mostró un pedazo de papel blanco. Tommy vio el número veintiocho escrito con lápiz en el centro de la hoja. Miró a Fenelli.

– Yo soy el veintiocho -dijo Fenelli-. Para conseguir este número, lo único que tuve que hacer fue modificar un poco mi declaración. Mentir un poco. Desmontar tu defensa. Por supuesto, no esperaban tu maniobra con Visser. Les pilló desprevenidos. Fue un golpe maestro. En cualquier caso, estos tíos que hay delante de mí no son unos cabrones como yo; pagaron un precio para ocupar un lugar en esta fila. La mayoría son buena gente, Hart. Hay algunos falsificadores, algunos ingenieros y algunas ratas de túneles. Éstos consiguen los números más altos, ¿comprendes? Son los tipos que concibieron este plan, que hicieron el trabajo duro y todo lo demás. Prácticamente todo. Pero no todo. Deja que te haga una pregunta, Tommy…

La sonrisa de Fenelli se desvaneció al instante, dando paso a una expresión dura y agria casi tan elocuente como las palabras que pronunció a continuación.

– Yo soy un vulgar embustero, y conseguí el número veintiocho. ¿Qué número crees que ocuparían los hombres dispuestos a matar a otro para mantener en secreto este túnel? ¿Crees que pueden figurar a la cabeza de la lista?

Una profunda, fría y casi dolorosa sensación de pánico traspasó el corazón de Tommy y se clavó en sus entrañas. Sintió unas gotas de sudor en las sienes y notó la garganta seca. Las manos le temblaban y los músculos de sus piernas se contraían de terror.

Scott, junto a él, debió de reparar en aquel pánico, pues dijo quedamente:

– Iré yo. Tú no eres capaz de bajar allí. Lo sé. Espera aquí.

Pero Tommy meneó la cabeza con energía.

– No te creerán, aunque consiguieras regresar con la verdad. Pero a mí sí me creerán.

– Hart tiene razón -terció Fenelli desde su posición junto a la entrada del túnel-. Tú eres quien se enfrenta a un pelotón de ejecución. No tienes nada que perder por mentir. Pero todos los tíos que están aquí, los que no van a marcharse esta noche, creerán lo que Tommy les diga. Porque es uno de ellos. Lleva una eternidad en este campo de prisioneros, y es blanco como ellos. Lo siento, pero es verdad.

Scott se puso en tensión, con los brazos rígidos. Luego asintió con la cabeza, aunque era evidente que le había costado un esfuerzo hacerlo.

Tommy avanzó un paso.

El comandante Clark se interpuso en su camino.

– No lo consentiré… -empezó a decir.

– Sí que lo hará -repuso Scott con frialdad. No tuvo que decir nada más. El comandante miró al aviador negro y retrocedió rápidamente.

– Cúbreme la espalda, Lincoln -dijo Tommy-. Espero no tardar demasiado.

No esperó a oír la respuesta del aviador negro. Sabiendo que si dudaba siquiera un segundo no podría hacer lo que debía, Tommy se acercó al borde del túnel. Había velas dispuestas, sobre salientes construidos a mano, a lo largo del estrecho túnel. Un cable de teléfono, de un centímetro y medio de grosor, probablemente sustraído de la parte posterior de un camión alemán y lo bastante resistente para sostener el peso de un hombre, estaba sujeto al borde del retrete. Tommy se sentó en el borde del túnel. El hombre situado debajo izó un cubo lleno de tierra y luego se apartó, apretándose contra el muro de tierra del túnel. Tommy asió el cable y, evocando los terrores de su infancia y un sinnúmero de angustiosas pesadillas, se deslizó lentamente por el agujero gélido y desierto que le aguardaba.

18

El final del túnel

Cuando llegó al fondo, tuvo la sensación de que no podía respirar. Cada palmo que descendía hacia las entrañas de la tierra parecía robarle el aire, hasta el punto de que cuando por fin apoyó los pies en el duro suelo de tierra, a seis metros debajo de la superficie, respiraba de forma entrecortada, espasmódica, jadeante, como si una gigantesca roca le oprimiera el pecho.

Había dos hombres trabajando en un pequeño espacio, casi una antesala al comienzo del túnel propiamente dicho, de unos dos metros de ancho y apenas un metro y medio de altura. Sus rostros estaban iluminados por un par de velas montadas en unas latas de carne; la tenue luz parecía pugnar contra las sombras que amenazaban con invadirlo todo. Ambos hombres mostraban las frentes sudorosas y tenían las mejillas manchadas de tierra y surcadas por arrugas de agotamiento. Uno estaba vestido con un traje parecido al que lucía Fenelli, y estaba sentado detrás de un rudimentario fuelle, al que accionaba con furia. El fuelle emitía una especie de soplido, a medida que introducía aire en el túnel. Tommy calculó que ese kriegie debía de ser el número veintisiete. El otro hombre llevaba simplemente un mono. Era un individuo bajo, recio y musculoso, y se encargaba de recibir cada cubo de tierra que descendía por el túnel e izarlo por el mismo para que los de arriba distribuyeran el contenido.