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El hombre que vestía traje habló en primer lugar. No dejó de maniobrar el fuelle, pero sus palabras estaban teñidas de asombro.

– ¡Hart! ¡Joder, tío! ¿Pero qué haces aquí?

Tommy miró a través de la oscilante luz y vio que el hombre del fuelle era el piloto de caza neoyorquino, el que le había ayudado en el campo de revista.

– Busco respuestas -respondió Tommy con voz entrecortada-. Allí -agregó señalando el túnel.

– ¿Vas a subir por el túnel? -preguntó el neoyorquino.

Tommy asintió.

– Necesito averiguar la verdad -dijo sin dejar de jadear y toser.

– ¿Y crees que la verdad se encuentra allí arriba? ¿La verdad sobre Trader Vic?

Tommy volvió a asentir.

El hombre siguió trabajando, pero parecía sorprendido.

– ¿Estás seguro? No lo entiendo. ¿Qué tiene que ver el túnel con la muerte de Vic? El comandante Clark no nos dijo a ninguno de los que trabajamos en este túnel que Vic estuviera relacionado con esto.

– Todo está oculto -repuso Tommy entre tos y tos-, pero todo está relacionado. -Tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano, dominado como estaba por el terror, a fin de inspirar el aire suficiente para articular las palabras-. Debo subir allí y averiguar la verdad.

– ¡Caray! -dijo el piloto meneando la cabeza. Su rostro brillaba debido al esfuerzo de accionar el fuelle-. Déjame que te diga una cosa, amigo. Quizá compruebes que la persona a quien buscas no está dispuesta a hablar. Sobre todo cuando está a punto de alcanzar la libertad.

– Debo ir allí -repitió Tommy-, no tengo otro remedio. -Cada palabra que pronunciaba le quemaba el pecho como un chorro de aire recalentado por el estallido de una bola de fuego.

El neoyorquino prosiguió sin pausas su esforzada tarea.

– De acuerdo -dijo encogiéndose de hombros-, te explicaré la situación. Hay veintiséis tíos distribuidos por el túnel. Un kriegie apostado cada tres metros aproximadamente. Cada cubo pasa de mano en mano hasta alcanzar la parte delantera del túnel, después de lo cual lo llenan y nos lo devuelven. Cada hombre avanza como un cangrejo y retrocede como una extraña tortuga, caminando hacia atrás. Andamos escasos de tiempo, de modo que te aconsejo que empieces a moverte y hagas lo que debas hacer. El túnel es tan estrecho que apenas podrás pasar en los tramos en que te encuentres con otro tío. Dispones de una cuerda para ayudarte a avanzar. ¡Sobre todo no golpees este jodido techo! Procura no levantar la cabeza. Hemos utilizado madera de los paquetes de la Cruz Roja para apuntalarlo, pero es muy inestable, y si lo golpeas corres el riesgo de que se derrumbe encima de ti. O encima de todos nosotros. Procura también no rozar las paredes, no son muy resistentes.

Tommy tomó buena nota de aquellos consejos. Se volvió y contempló la boca del túnel. Era estrecha, terrorífica. No medía más de medio metro por un metro. Cada kriegie que aguardaba en el túnel disponía de una sola vela para crear unas islitas de luz a su alrededor; las velas eran la única fuente de iluminación en todo el túnel.

El neoyorquino sonrió.

– Oye, Tommy -dijo con tono risueño a pesar del cansancio-, cuando regrese a casa y gane mi primer millón y necesite un brillante y astuto abogado para que vigile mi dinero y mi culo, te llamaré a ti. Cuenta con ello. En cualquier caso, espero que encuentres lo que buscas -dijo. Luego se inclinó hacia delante, escudriñando el túnel.

– ¡Sube un hombre! ¡Dejad paso! -gritó en tono de advertencia.

– Espero que regreses a casa sano y salvo -consiguió decir Tommy tras muchos esfuerzos, pues la garganta estaba absolutamente seca por el polvo y al terror.

– Tengo que intentarlo -repuso el neoyorquino-. Es preferible a permanecer otro minuto consumiéndote en este maldito lugar.

Acto seguido se agachó y continuó dándole al fuelle con renovado vigor, introduciendo una ráfaga tras otra de aire por el túnel.

Tommy se colocó a cuatro patas. Tras dudar unos instantes, palpando el suelo en busca de la cuerda, la aferró y empezó a avanzar, arrastrándose sobre el vientre como un recién nacido ansioso por ver mundo, pero sin ningún afán de aventura. Lo único que sentía era un profundo y cavernoso pavor que resonaba en su interior, y lo único que sabía era que las respuestas que debía averiguar esa noche estaban a unos setenta y cinco metros por delante de él, al final de lo que cualquier persona razonable reconocería, tras echarle un vistazo, que era poco más que una larga, oscura, estrecha y peligrosa fosa.

Hugh Renaday también se arrastraba por el suelo.

Avanzando lenta y deliberadamente, había conseguido recorrer casi cien metros, de forma que en esos momentos se hallaba en el centro del campo de ejercicios y de revista y le pareció razonable volverse y tratar de retroceder hasta la fachada del barracón 101, desde donde podría echar a correr hacia la puerta una vez que las sombras de la noche se alinearan de modo oportuno. Por supuesto, lo de echarse a correr iba a ser toda una experiencia. El dolor que sentía en la pierna era insoportable, como proveniente de una flor de agonía que dejaba caer sus pétalos de dolor por la pierna.

Durante unos momentos, sepultó la cara en el suelo, sintiendo el sabor de la tierra seca y amarga. El esfuerzo de avanzar arrastrándose le había hecho romper a sudar, y en esos momentos, al tomarse un segundo respiro, sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. Recordó un día en que, de joven, había terminado un partido de jockey agotado y había permanecido tendido sobre el hielo, boqueando, sintiendo que el intenso frío le traspasaba el jersey y los calcetines, como para recordarle quién era más fuerte. Hugh mantuvo el rostro hundido en el suelo, pensando que esta noche trataba de enseñarle la misma lección.

Una parte de él ya había aceptado que aquella noche le dispararían y matarían. Quizá dentro de unos minutos, quizás un par de horas. La angustiosa sensación de desesperación pugnaba contra un feroz y casi incontrolable afán de vivir. La lucha entre esos dos deseos opuestos estaba empañada por todo lo que había ocurrido, y Hugh se aferró en su fuero interno a la necesidad más pura de que, al margen de lo que le sucediera a él, no haría nada que comprometiera las vidas de sus amigos. En su caso, no comprometerlos significaba no poner en peligro la fuga que unos presos iban a llevar a cabo esa noche.

Le rodeaba un profundo silencio, interrumpido sólo por su trabajosa respiración. Durante unos momentos le habló en silencio a su rodilla, censurándola: «¿Cómo has podido hacerme esto? No ha sido un golpe tan fuerte. Te he pedido cosas mucho más difíciles, vueltas y giros, y velocidad sobre el hielo, y jamás te habías quejado, ni me habías traicionado. ¿Por qué precisamente esta noche?» La rodilla no respondió, pero siguió latiendo de dolor, como si eso le resultara lo más cómodo. Hugh se preguntó si había sufrido la rotara de un ligamento o un esguince. Se encogió de hombros, el diagnóstico le importaba un comino.

Con cuidado, se volvió un poco y reinició su marcha de reptil, pero esta vez siguiendo una ruta en diagonal hacia el barracón 101. Se trazó un plan, lo cual le dio renovadas energías: avanzaría otros cincuenta metros y después esperaría. Esperaría por lo menos una hora, o quizá dos. Esperaría hasta que llegara la parte más densa de la noche, y entonces trataría de alcanzar el barracón. Eso daría a Tommy y a Scott tiempo suficiente para hacer lo que se hubieran propuesto. Confiaba en que diera también tiempo suficiente para conseguir su propósito a los presos que iban a fugarse.