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Hugh suspiró profundamente mientras avanzaba lentamente pero con determinación. Tenía la impresión de que esa noche había que satisfacer numerosas necesidades, pero no sabía cuál era la más importante. Sólo sabía que él mismo se arrastraba por el filo de la navaja. De pronto recordó una curiosa anécdota, casi cómica. Recordó una clase de ciencia en la escuela secundaria, durante la que el maestro había asegurado a un grupo de alumnos incrédulos que una babosa era capaz de arrastrarse sobre el filo de una cuchilla sin partirse en dos. Y para demostrar su tesis, el maestro había extraído de una caja una babosa de color pardo y la obligada y reluciente cuchilla de afeitar. Los estudiantes se habían aproximado para contemplar estupefactos a la babosa hacer exactamente lo que el maestro les había asegurado. Hugh pensó que esa noche él tenía que hacer lo que había hecho ese gusano. En todo caso, eso era lo que creía.

A treinta metros a su derecha se alzaba la imponente alambrada de espino. Hugh mantuvo la cabeza agachada, calculando su progreso en palmos, incluso en centímetros. «La noche es tu aliada», se dijo.

En esos momentos oyó un sonoro ladrido procedente de más allá de la alambrada, seguido por un claro, áspero y ronco gruñido. Se quedó inmóvil, apretujándose cuanto pudo contra el suelo.

Luego percibió un sonido metálico cuando el Hundführer tiró con fuerza de la cadena del perro. Hugh oyó al gorila hablar a su animal, llamándolo por su nombre: «Prinz! Vas ist das? Bei Fuss! Heel!» El gruñido del perro dio paso a un agresivo y constante sonido gutural, mientras tiraba de la cadena que lo sujetaba.

Hugh se estremeció, sin tener apenas tiempo de sentir miedo.

Cada Hundführer llevaba una pequeña linterna que funcionaba con pilas. El canadiense oyó un clic y luego vio un tenue cono de luz moviéndose a unos pocos pasos de distancia. Se pegó aún más al suelo. El perro volvió a ladrar y Hugh vio el borde del haz de la linterna deslizarse sobre el dorso de sus manos extendidas. No se atrevió a moverlas.

Entonces oyó una voz gritar en la oscuridad:

– Halt! Halt!

El perro no cesaba de ladrar con frenesí, rompiendo el silencio de la noche, pugnando por soltarse de la cadena. Hugh oyó al Hundführer amartillar su fusil y, en ese mismo instante, un reflector de la torre de vigilancia más próxima se encendió con un estrépito eléctrico. Su luz rasgó la oscuridad, cegándolo con su repentina potencia.

Hugh se levantó apresuradamente, su pierna pulsando en señal de protesta, y alzó de inmediato las manos sobre la cabeza. Gritó en alemán que no disparasen. Luego cerró los ojos, pensando en su casa y en que a principio de verano, el amanecer se extendía siempre sobre las llanuras canadienses con una intensidad púrpura y diáfana, como si se sintiera gozoso, ilusionado e innegablemente eufórico ante la perspectiva de un nuevo día. Durante una fracción de segundo, experimentó una total e inefable tristeza al pensar que nunca volvería a despertar para contemplar esos momentos. Luego, entre los últimos pensamientos que se agolpaban en su mente, deseó a Tommy y a Lincoln suerte en su empresa.

Cerró los ojos para no ver el último segundo que le quedaba de vida. Oyó su voz, curiosamente distante y serena, intentarlo una vez más. «Nicht schiessen!», gritó. En aquel momento deseó haber hallado un lugar más noble, más glorioso y menos solitario donde morir. Luego calló, con las manos levantadas, y esperó con asombrosa paciencia que le asesinaran.

Abrumado por el intenso pavor que había hecho presa de él, a seis metros bajo tierra, Tommy no distinguía si hacía un calor asfixiante o un frío polar. Tiritaba con cada paso que daba, pero las gotas de sudor le empañaban los ojos. Cada palmo que recorría parecía arrebatarle sus últimas fuerzas, robarle su último aliento, que extraía, resollando, del aire del túnel que amenazaba con sepultarlo vivo. En más de una ocasión oyó el siniestro crujido de la endeble madera que apuntaba las paredes y el techo, y en más de una ocasión unos polvorientos chorros de tierra habían caído sobre su cabeza y su cuello.

La oscuridad que le envolvía era rota tan sólo por las velas que sostenía cada hombre con quien se topaba en su camino. Los kriegies que se hallaban en el túnel se mostraban asombrados al verlo, pero se apartaban como podían para dejarle paso, apretándose peligrosamente contra la pared del túnel, cediéndole unos preciosos centímetros de espacio. Cada hombre con quien se encontraba contenía el aliento al pasar Tommy, sabiendo que hasta el mero aliento de un hombre podía provocar un derrumbe. Algunos soltaban una palabrota, pero ninguno protestaba. Todo el túnel estaba lleno de terror, angustia y peligro; para los hombres que aguardaban en la oscuridad, el sistemático avance de Tommy hacia la parte delantera del túnel constituía otro motivo de tremenda preocupación en el trayecto que habría de conducirlos a la libertad.

Tommy reconoció a varios hombres: dos pertenecientes a su barracón, quienes le saludaron con un vago sonido gutural cuando pasó junto a ellos, y un tercero, que en cierta ocasión le había pedido prestado uno de sus libros de derecho, desesperado por leer algo que rompiera la monotonía de una nivosa semana invernal. Vio a un hombre con el que había mantenido una divertida conversación en el campo de revista, compartiendo con él cigarrillos y el brebaje que pasaba por café, un tipo flaco y risueño de Princeton que había insultado a Harvard de forma tan feroz como cómica, pero que no había vacilado en reconocer que cualquier hombre de Yale no sólo era un gandul y un cobarde sino que probablemente luchaba en el bando de los alemanes o los japoneses. El tipo de Princeton se había apoyado en la pared, emitiendo una exclamación de disgusto cuando les había caído encima un chorro de tierra. Después había alentado a Tommy susurrando: «Consigue lo que necesitas, Tommy.» Esto por sí solo había animado a Tommy a recorrer otros dos metros, deteniéndose sólo para tomar el cubo lleno de tierra del hombre que había frente a él, y pasárselo al tipo de Princeton, que estaba a su espalda.

Los músculos de los miembros protestaban de dolor y cansancio. Sentía como si le golpearan en el cuello y la espalda con la tenaza al rojo vivo de un herrero. Durante unos instantes, agachó la cabeza, escuchando los chirridos de los puntales de madera, pensando que no existe en el mundo nada más agotador que el miedo: ni una carrera, ni una pelea, ni una batalla… El miedo siempre corre más deprisa, te golpea más fuerte y resiste más que tú.

Tommy avanzó arrastrándose, pasando a duras penas junto a cada uno de los hombres que iban a fugarse. No sabía si llevaba unos minutos o unas horas avanzando por el túnel. Pensó que jamás saldría de él, y entonces imaginó que se trataba de una terrorífica pesadilla de la que estaba destinado a no despertar jamás.

Siguió adelante, boqueando.

Había contado a los hombres en el túnel y sabía que se disponía a pasar junto al Número Tres, un tipo con aire de banquero que lucía unas gafas con montura de alambre manchadas de humedad, que Tommy dedujo que era el jefe de falsificadores de documentos del campo. El hombre se apartó, emitiendo una especie de gruñido, sin decir palabra, cuando Tommy pasó junto a él. Por primera vez, Tommy oyó más adelante los sonidos de los hombres que excavaban el túnel. Calculó que había dos hombres, trabajando en un pequeño espacio análogo a la antesala en la que había hallado al piloto de Nueva York. La diferencia era que no dispondrían de numerosos pedazos de cajas de madera con qué apuntalar las paredes y el techo. En lugar de ello, excavarían la tierra que había sobre ellos, la echarían en los cubos vacíos y devolverían éstos. No era necesario construir una complicada salida que quedara oculta, como la entrada que habían escondido hábilmente en el retrete del barracón 107. La salida sería un agujero lo más reducido posible a través del cual pudiera deslizarse un kriegie.