Tommy avanzó hacia el lugar desde donde le llegaba el sonido de los hombres excavando. Debía de haber dos velas en ese espacio, porque pudo distinguir una forma oscilante, imprecisa. Siguió avanzando, sin haber concretado un plan firme y definitivo, pensando que lo que necesitaba saber estaba al alcance de su mano.
Sólo sabía que deseaba alcanzar el final del túnel. El fin del caso. El fin de todo lo que había ocurrido. Sintió una oleada de pánico mezclado con confusión y deseo. Impulsado por las dos ingratas emociones del temor y la ira, Tommy recorrió no sin esfuerzo los últimos metros, yendo a caer en la antesala de la salida del túnel de fuga.
Sobre él, el túnel se alzaba en un pronunciado ángulo hacia la superficie.
Tommy vio una rudimentaria escalera hecha con trozos de madera. Junto a la parte superior de la escalera, un hombre excavaba la tierra que quedaba. Hacia la mitad, otro hombre cogía la tierra al caer de debajo del pico y la echaba en el cubo de turno. Ambos estaban casi desnudos; sus cuerpos, cubiertos de sudor y tierra, lo que les daban el aspecto de hombres prehistóricos, relucían a la luz de las velas. En un lado de la antesala había dos pequeños maletines y una pila de ropa para cambiarse en cuanto salieran al exterior. Su maletín de fuga.
Los dos hombres situados sobre él se detuvieron y le miraron sorprendidos.
Tommy no alcanzó a ver el rostro de Número Uno, el hombre del pico. Pero miró a Número Dos a la cara.
– ¡Hart! -exclamó éste enojado.
Tommy se incorporó a medias en el reducido espacio, acabando de rodillas como un suplicante en una iglesia contemplando a la figura en la Cruz. Miró a través de la oscilante luz, y al cabo de un largo y silencioso momento, reconoció a Número Dos.
– Tú le mataste, ¿no es cierto, Murphy? -inquirió Tommy ásperamente-. ¡Era tu amigo y compañero de cuarto y tú le mataste!
Al principio, el teniente de Springfield no respondió. Su rostro mostraba una curiosa expresión de asombro y sorpresa. Entonces reconoció a Tommy y el asombro dio paso lentamente a la rabia.
– No -se limitó a responder-. Yo no lo maté.
El hombre vaciló una fracción de segundo, el tiempo suficiente para que su negativa sembrara la confusión en Tommy, antes de arrojarse sobre él emitiendo unos feroces gruñidos mientras aferraba inexorablemente el cuello de Tommy con sus manos musculosas y manchadas de tierra.
En la cola del túnel excavado en el barracón 107, el comandante Clark consultó su reloj, meneó la cabeza y se volvió hacia Lincoln Scott.
– Llevamos retraso -comentó furioso-. Cada minuto es crítico, teniente. Dentro de un par de minutos, toda la operación de fuga puede venirse abajo.
Scott se hallaba junto a la entrada del túnel, casi un policía montando guardia en una puerta. Devolvió la irritada mirada del comandante con expresión fría.
– No le entiendo, comandante -dijo-. Está dispuesto a permitir que los asesinos de Vic queden libres y que los alemanes me fusilen. ¿Qué clase de hombre es usted?
Clark contempló con ira y frialdad al aviador negro.
– El asesino es usted, Scott -contestó-. Las pruebas siempre han sido claras e inequívocas. No tiene nada que ver con la fuga de esta noche.
– Miente -replicó Scott.
Clark negó con la cabeza, respondiendo con una voz grave y amenazadora acompañada por una siniestra sonrisa.
– ¿De veras? No, se equivoca. No sé nada de una conspiración montada para presentarlo a usted como el asesino. No sé nada sobre la participación de otro hombre en el crimen. No sé nada que respalde su ridícula historia. Sólo sé que han asesinado a un oficial, un oficial al que usted afirma que odiaba. Sé que este oficial había prestado anteriormente una valiosa ayuda a las iniciativas de fuga, adquiriendo documentos para que los expertos los falsificaran, dinero alemán y demás objetos de gran importancia. Y sé que las autoridades alemanas han mostrado un extraordinario interés en este asesinato. Más de lo que cabría suponer. Y debido a este interés, sé que este túnel, nuestra mejor oportunidad para sacar a unos hombres de aquí, quedó gravemente comprometido porque si los alemanes hubieran decidido atrapar al asesino y hallar unas pruebas que respaldaran los cargos, habrían registrado todo el campo, poniéndolo patas arriba, y probablemente habrían descubierto este túnel. De modo que lo único en lo que tiene razón, teniente, es que como jefe de la seguridad del plan de fuga, me alegré sinceramente de que apareciera usted cubierto de sangre y demás indicios de culpabilidad en un momento crítico. Y me alegra de que su pequeño juicio y su pequeña condena y su pequeña ejecución, que me consta no tardará en producirse, hayan conseguido distraer la atención de los alemanes.
– ¿No sabe nada sobre los hombres que se hallan en la parte delantera del túnel? -preguntó Scott, sin poder dar crédito al veneno que el otro había vertido sobre él.
El comandante Clark negó con la cabeza.
– No sólo no lo sé, sino que no quiero saberlo. Su evidente culpabilidad ha resultado muy útil.
– ¿Está dispuesto a dejar que ejecuten a un hombre inocente para proteger su túnel?
El comandante sonrió de nuevo.
– Por supuesto. Y usted también, si estuviera en mi lugar. Como cualquier oficial a cargo del proyecto. En la guerra muchos hombres sacrifican su vida, Scott. Usted muere y nosotros protegemos un bien más importante. ¿Por qué le cuesta tanto comprenderlo?
Scott no respondió. En ese segundo se preguntó por qué no experimentaba un sentimiento de indignación, de furia. Pero al mirar al comandante sólo sintió desprecio, un desprecio muy curioso, pues en parte comprendía la verdad que encerraban las palabras de ese hombre. Era una verdad terrible y malévola, pero una de las verdades de la guerra. Aunque le parecía odiosa, la aceptaba.
Scott contempló de nuevo el pozo del túnel.
– ¡Caray! -terció en aquel momento Fenelli-. No me explico por qué tarda tanto.
El doctor en ciernes estaba sentado en la entrada del túnel, balanceándose, inclinado hacia delante tratando de percibir otro sonido que no fuera el soplido del fuelle de fabricación casera.
El aviador negro tragó saliva. Tenía la garganta seca. En ese momento comprendió que había permitido que un hombre aterrorizado, el único hombre que le había brindado su amistad, se arrastrara solo a través de la oscuridad porque él deseaba vivir. Pensó que sus orgullosas palabras sobre la voluntad de sacrificarse, morir, defender su posición y su dignidad habían quedado huecas por el mero hecho de haber permitido que Tommy entrara en ese túnel en busca de la verdad que necesitaba para liberarlo a él. Tommy no había pronunciado los nobles y valerosos discursos que había pronunciado él, pero se había enfrentado en silencio a sus propios terrores y se había sacrificado por él. Era demasiado arriesgado. Demasiado precario, pensó Scott de repente. Era un viaje que en esos momentos comprendió que jamás debió dejar que Tommy emprendiera para salvarlo a él.
Pero no sabía qué hacer, salvo montar guardia y esperar. Sobre todo, no debía perder la esperanza.
Miró de nuevo al comandante Clark. Luego habló al arrogante y pretencioso oficial sin disimular el odio que le inspiraba:
– Tommy Hart no merece morir, comandante. Y si no regresa de ese túnel, le haré responsable a usted de lo que le ocurra. Le aseguro que no habrá ninguna duda sobre el próximo cargo de asesinato que se me impute.
Clark retrocedió un paso, como si le hubieran abofeteado. Su rostro mostraba una extraña mezcla de temor y furia, unas emociones que no se molestaba en ocultar. Miró a Fenelli y dijo con voz entrecortada:
– ¿Ha oído usted esa amenaza, teniente?
Fenelli sonrió.
– No he oído una amenaza, comandante, sino una promesa. O quizás una simple afirmación. Como decir que el sol saldrá mañana. Puede contar con ello. Y no creo que tenga usted la menor idea de en qué se diferencian. Y se me ocurre otra cosa, ¿sabe? Creo que a usted y a su futuro inmediato les conviene que Tommy regrese sano y salvo cuanto antes.