El comandante Clark no respondió. Nerviosamente, se dirigió hacia la entrada del túnel, que se abría en silencio frente a ellos. Al cabo de un momento, comentó sin dirigirse a nadie en particular:
– El tiempo apremia.
Ante su asombro, el Hundführer no disparó contra él de inmediato. Ni tampoco lo hicieron los guardas de la torre de vigilancia que le apuntaban al pecho con su ametralladora del calibre treinta.
Hugh Renaday permaneció inmóvil, con los brazos en alto, casi suspendido en el haz de luz. El resplandor del reflector lo cegaba y pestañeó varias veces, tratando de escrutar la noche más allá del cono de luz y distinguir a los soldados alemanes que hablaban a voces entre sí. Sintió un pequeño alivio: no había sonado la alarma general. Hasta el momento, no habían disparado contra él, lo que también habría disparado la alerta en el campo.
A su espalda, oyó el crujido de la puerta principal al abrirse, seguido por dos pares de pisadas a través del campo de revista, hacia el lugar donde él se hallaba de pie. Al cabo de unos segundos, dos gorilas cubiertos con cascos, empuñando sus fusiles, penetraron en el haz del reflector, como unos actores que se incorporaban a la obra que se representa en el escenario.
– Raus! Raus!-gritó uno de los gorilas-. ¡Síganos! Schnell!
El segundo gorila se apresuró a palpar a Hugh de pies a cabeza en busca de algún arma, tras lo cual retrocedió, encañonándole por la espalda con su fúsil.
– Sólo he salido para aspirar un poco de este agradable aire primaveral alemán -dijo Hugh-. No entiendo por qué os lo tomáis así…
Los gorilas no respondieron, pero uno de ellos le hundió bruscamente el cañón del fúsil en la espalda. Hugh avanzó cojeando, sintiendo un renovado dolor en la rodilla, unas intensas descargas de dolor. Se mordió el labio tratando de disimular su cojera lo mejor que pudo, moviendo la pierna mala hacia delante.
– En serio -dijo con tono animado-, no entiendo a qué viene todo este follón…
– Raus! -contestó el gorila hoscamente, empujando a Hugh, que avanzaba renqueando, con la culata del fúsil.
Hugh apretó los dientes y continuó adelante, arrastrando su pierna lastimada. Detrás de él, el reflector se apagó estrepitosamente. Los ojos del canadiense tardaron unos segundos en adaptarse de nuevo a la oscuridad. Cada uno de esos segundos estuvo marcado por otro empujón del guardia. Durante unos momentos, Hugh se preguntó si los alemanes iban a ejecutarlo en privado, en algún lugar donde los otros kriegies no pudieran contemplar su cadáver. Pensó que era muy posible, dadas las ampollas que había levantado el juicio y la tensión que reinaba en el campo. Pero el dolor que sentía en la pierna le impedía seguir haciendo conjeturas. Lo que tuviera que ocurrir ocurriría, se dijo, aunque sintió cierto alivio al percatarse de que los guardias se dirigían hacia el edificio de administración. Hugh vio una sola luz encendida dentro del barracón de techo bajo, casi como en señal de saludo.
Al llegar a los escalones de entrada, el gorila empujó a Hugh con más brusquedad y el canadiense tropezó y por poco cae de bruces.
– ¡Reprime tu entusiasmo, cabrón! -masculló cuando recobró el equilibrio. El alemán le indicó que siguiera adelante, y Hugh subió los escalones tan rápidamente como se lo permitía su pierna.
La puerta de entrada se abrió y a la tenue luz que emanaba del interior, Hugh distinguió la figura inconfundible de Fritz Número Uno, que sostenía la puerta abierta. El hurón parecía sorprendido al reconocer al canadiense.
– Señor Renaday -murmuró-. ¿Qué hace usted aquí? ¡Tiene suerte de que no le mataran de un tiro! -dijo en voz baja, con disimulo.
– Gracias, Fritz -respondió Hugh con tono quedo y una media sonrisa, al penetrar dentro del edificio de administración-. Confío en seguir así. Vivito y coleando.
– Eso va a ser difícil -repuso Fritz.
Fue entonces cuando Hugh vio al Hauptmann Heinrich Visser, con aspecto desaliñado y ostensiblemente furioso, sentado en el borde de su mesa, extrayendo de su pitillera uno de sus omnipresentes cigarrillos de color pardo.
Tommy paró la primera agresión con el antebrazo, golpeando a Murphy en la cara. El teniente de Springfield emitió un gruñido y empujó a Tommy brutalmente contra el muro de tierra de la antesala. Tommy sintió la tierra que le caía por el cuello de la camisa mientras Murphy trataba de clavarle los dedos. Por fin consiguió colocar el brazo izquierdo debajo del cuello de su agresor, empujándole la cabeza hacia atrás, y luego le arrojó contra el muro.
Murphy respondió alzando la mano derecha y asestando a Tommy un puñetazo en la mejilla, produciéndole un corte del que de inmediato brotó un hilo de sangre que se mezcló con la tierra y el sudor. Los dos hombres giraron abrazados en el estrecho espacio, propinándose patadas, zarandeándose, tratando de adquirir cierta ventaja, peleando en un cuadrilátero que no les proporcionaba ninguna ventaja.
Tommy era vagamente consciente del tercer hombre, situado más arriba en la escalera, el Número Uno en la lista de fuga, que seguía sosteniendo un pico en las manos. Murphy empujó violentamente a Tommy con un bramido de rabia, pero éste consiguió propinarle un gancho en la mandíbula con la suficiente fuerza para hacer que el otro retrocediera. Era una pelea sin espacio, como si un perro y un gato hubieran sido arrojados en una bolsa de lona y se hubieran enzarzado en una pelea, sin poder utilizar las ventajas y la astucia que la naturaleza les había concedido. Tommy y Murphy oscilaban atrás y adelante, cayendo contra la pared, músculo contra músculo, arañándose, clavándose las uñas, utilizando los puños, las patadas, tratando de hallar la forma de ganar ventaja sobre el otro. Las sombras y la oscuridad se deslizaban cual serpientes a su alrededor.
De pronto, un codo le golpeó en la frente y le dejó aturdido. Mareado y colérico, Tommy asestó una patada que alcanzó a Murphy en el mentón produciendo un ruido seco. Acto seguido, Tommy levantó la rodilla bruscamente y le golpeó en la ingle y el estómago. El teniente de Springfield emitió un gemido grave y cayó hacia atrás, aferrándose el vientre con las manos. En aquel segundo, Tommy percibió por el rabillo del ojo la sensación de algo que se movía hacia él y se agachó en el preciso momento en que el pico pasó casi rozándole la oreja. Pero la fuerza del movimiento hizo que la herramienta se clavara en la tierra. Tommy se volvió y levantó el puño derecho, alcanzando al otro en la cara. Se oyó un chirrido y un ruido seco al partirse un peldaño de la escalera. Tommy pensó que al tratar de asestarle un golpe mortal con el pico desde lo alto, el hombre lo había arriesgado todo. Se apresuró a asir el pico por el mango corto y lo arrancó del suelo, consiguiendo al mismo tiempo que su agresor perdiera el equilibrio y cayera de bruces.
Tommy se apoyó jadeando contra la pared de enfrente, blandiendo el pico delante de él. Lo alzó sobre su hombro, dispuesto a hundirlo en el cuello del enemigo. Murphy extendió las manos hacia él, pero se detuvo.
– ¡No lo hagas! -gritó. La fantasmagórica luz de las velas creaba alternativamente sombras y franjas de luz sobre aquel rostro aterrorizado.
Tommy dudó, pero no podía controlar su furia. Alzó el pico por segunda vez, mientras el tercer hombre empezaba a volverse y levantaba el antebrazo para detener el golpe.
– ¡No te muevas! -le espetó Tommy-. ¡Que nadie dé un paso! -añadió sin dejar de empuñar el pico.
Murphy estaba tenso, como dispuesto a abalanzarse sobre él, pero se detuvo y buscó apoyo en la pared.