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– El motivo no le incumbe -respondió el otro con frialdad.

Visser no dejaba de sonreír, aunque parecía como si ese gesto le exigiera un mayor esfuerzo del que él consideraba necesario.

– Sin embargo, teniente, todo lo que ocurre en nuestro campo me incumbe. Usted lo sabe, pero sigue negándose a responder a mi sencilla pregunta.

Esta vez, Visser subrayó cada palabra de la pregunta con un golpecito de su dedo índice sobre la mesa.

– ¡Haga el favor de responder a mi pregunta sin más dilación, teniente! -estalló.

Hugh negó con la cabeza.

Visser titubeó, sin apartar la vista de Renaday.

– ¿Le parece ilógico que se lo pregunte? No creo que se dé cuenta de lo comprometida que es su situación, teniente.

Hugh guardó silencio.

La sonrisa del alemán se disipó. Su rostro presentaba un aspecto extraño, chato y colérico motivado por la crispación de su mandíbula, la dureza de su mirada y el descenso de las comisuras. Las cicatrices de sus mejillas parecían asimismo más pálidas. Meneó la cabeza adelante y atrás una vez; luego, lentamente, sin moverse de la silla, se llevó la mano a la cintura y, con terrorífica lentitud, desabrochó el estuche que llevaba y extrajo de él un voluminoso revólver de acero negro. Lo sostuvo en alto durante un momento, tras lo cual lo depositó en la mesa frente a Renaday.

– ¿Conoce usted esta arma, teniente?

Hugh negó con la cabeza.

– Es un revólver Mauser del calibre treinta y ocho. Es un arma muy potente, señor Renaday. Tan potente como los revólveres Smith and Wesson que llevan los policías de Estados Unidos. Es notablemente más potente que los revólveres Webbly-Vickers que portan los pilotos británicos al lanzarse en paracaídas. No es un arma de uso habitual entre los oficiales del Reich, teniente. Por lo general los hombres como yo portamos una Luger semiautomática. Se trata de un arma muy eficaz, pero requiere dos manos para amartillarla y dispararla, y yo, desgraciadamente, sólo tengo una. De modo que tengo que usar el Mauser, que es más pesado y engorroso. ¿Sabe usted, teniente, que un solo disparo de esta arma le vuela a uno buena parte de la cara, gran parte de la cabeza y la mayor parte de los sesos?

Hugh observó detenidamente el cañón negro. El revólver permaneció sobre la mesa, pero Visser lo giró de forma que apuntara al canadiense. Hugh asintió con la cabeza.

– Bien -dijo Visser-. Espero que eso le induzca a responder a mi pregunta. Se lo pregunto una vez más: ¿qué hacía fuera de su barracón?

– Turismo -repuso Hugh fríamente.

El alemán emitió una seca carcajada. Visser miró a Fritz Número Uno, que se hallaba en un rincón de la habitación, en las sombras.

– El señor Renaday se hace el idiota, cabo. Pero ya veremos quién ríe último. No parece comprender que tengo todo el derecho de matarlo de un tiro aquí mismo. O si prefiriera no ensuciar mi despacho, ordenaría que se lo llevaran de aquí y lo mataría fuera. Ha violado una clara norma del campo, y el castigo es la muerte. La vida de este señor pende de un hilo, cabo, y sin embargo pretende jugar con nosotros.

Fritz Número Uno no respondió, aparte de asentir con la cabeza y cuadrarse. Visser se volvió de nuevo hacia Hugh.

– Si envío a un pelotón a despertar a todo el contingente de prisioneros del barracón 101, ¿encontraría yo entre ellos a su amigo el señor Hart? ¿O al teniente Scott? ¿Su salida esta noche del barracón está relacionada con el juicio por asesinato?

Visser alzó la mano.

– No tiene que responder a eso, teniente -agregó-, porque ya conozco la respuesta. Sí, lo está. ¿Pero en qué sentido?

Hugh volvió a menear la cabeza.

– Me llamo Hugh Renaday. Soy teniente de aviación. Mi número de identificación es el 472 guión 6712. Profeso la religión protestante. Creo que es toda la información que estoy obligado a facilitar en esta u otra circunstancia, Herr Hauptmann.

Visser se reclinó en su silla, fulminándole con la mirada. Pero las palabras que pronunció lentamente en respuesta eran gélidas y traslucían una paciente y siniestra amenaza.

– He notado que al entrar cojeaba, teniente. ¿Se ha lastimado?

Hugh negó con la cabeza.

– No me pasa nada.

– ¿Entonces por qué le cuesta caminar?

– Es un viejo accidente de jockey que esta mañana se ha recrudecido.

Visser volvió a sonreír.

– Por favor, teniente, apoye el pie sobre la mesa, con la pierna recta.

Hugh no se movió.

– Levante la pierna, teniente. Este simple gesto retrasará el momento de que yo le mate de un tiro, y le dará unos segundos para recapacitar y comprender lo cerca que está de la muerte.

Hugh apartó un poco la silla y con un esfuerzo sobrehumano levantó la pierna derecha y apoyó el talón en el centro de la mesa. Lo incómodo de la postura le provocó una intensa punzada de dolor a través de la cadera, y durante unos momentos cerró los ojos tratando de soportarlo.

Tras unos segundos de vacilación, Visser aferró la rodilla de Hugh, clavando los dedos en la articulación, y la retorció brutalmente.

El canadiense estuvo a punto de caer de la silla. Una descarga de dolor le atravesó el cuerpo.

– Duele, ¿no? -preguntó Visser, sin dejar de retorcerle la rodilla.

Hugh no respondió. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso, tratando de resistir el indecible dolor que estallaba dentro de él. Estaba a punto de perder la conciencia, pero se esforzó en conservar la calma.

Visser le soltó la pierna.

– Puedo ordenar que le hagan daño, antes de que le fusilen, teniente. Puedo hacer que el dolor sea tan intenso que espere ansioso la bala que ponga fin a su tormento. Se lo pregunto por última vez: ¿qué hacía fuera de su barracón?

Hugh cobró aliento profundamente, tratando de aplacar las oleadas de dolor que le recorrían.

– Responda, teniente, por favor. Tenga presente que su vida depende de ello -insistió Visser con firmeza.

Por segunda vez aquella noche, Hugh Renaday comprendió que la cuerda de su vida había llegado a su fin. Volvió a respirar hondo y contestó:

– Le estaba buscando a usted, Herr Hauptmann.

Visser lo miró un tanto sorprendido.

– ¿A mí? ¿Por qué quería verme a mí, teniente?

– Para escupirle en la cara -replicó Hugh.

Cuando terminó, escupió violentamente contra el alemán. Pero tenía la boca seca y no pudo lanzarle un escupitajo, sino que simplemente roció la mesa con unas gotas de saliva.

El Hauptmann se apartó un poco. Luego sacudió la cabeza y limpió la superficie del escritorio con la manga de su único brazo. Alzó el revolver, apuntando a Hugh a la cara. Mantuvo esta posición unos segundos, apuntando el arma hacia la frente. El alemán amartilló el revólver y luego oprimió el cañón contra la piel del canadiense. Un frío más intenso que el dolor que sentía le atravesó el cuerpo. Hugh cerró los ojos y trató de pensar en cualquier cosa excepto en lo que pasaba. Transcurrieron unos segundos. Casi un minuto. No se atrevía a abrir los ojos.

Entonces Visser volvió a sonreír y retiró el arma.

Hugh sintió desvanecerse la presión del cañón sobre su frente y, tras una pausa, abrió los ojos. Vio a Visser bajar el enorme Mauser, con un gesto exagerado, devolverlo a su estuche y cerrar éste.

Hugh respiraba trabajosamente. Tenía los ojos fijos en el revólver. Ansiaba experimentar una sensación de alivio, pero sólo sentía terror.

– ¿Cree que tiene suerte de seguir con vida, teniente?

Hugh asintió con la cabeza.

– Qué triste -repuso Visser con aspereza. Se volvió hacia Fritz Número Uno y dijo-: Cabo, llame a un Feldwebel y dígale que reúna a un pelotón. Quiero que se lleven al prisionero y lo fusilen de inmediato.

«Scott es inocente.»

«Scott es inocente.»

El eco del mensaje reverberaba a lo largo del túnel, a medida que pasaba de hombre a hombre. Nadie tuvo en cuenta, en el asfixiante, caluroso, sucio y peligroso mundo de la fuga, el hecho de que esas tres palabras arrastraran consigo docenas de interrogantes. Cada kriegie sólo sabía que el mensaje era tan importante como los dos o tres últimos golpes del pico, y cada kriegie sabía que contenía una especie de libertad, casi tan poderosa como la libertad hacia la que se arrastraban, de modo que fue transmitido con una ferocidad cuya intensidad rivalizaba con la de la batalla que Tommy había librado para conseguirla. Ninguno de los hombres sabía lo que había ocurrido al término del túnel, pero todos sabían que con los dos extremos de la muerte y la fuga tan próximos, nadie mentiría. De modo que cuando el mensaje alcanzó la antesala situada en la base del pozo que arrancaba en el retrete del barracón 107, las palabras contenían un exaltado fervor, casi religioso.