Выбрать главу

El piloto de caza neoyorquino se inclinó sobre el fuelle, tratando de oír el mensaje transmitido por el siguiente hombre en la fila. Escuchó atentamente, al igual que el hombre que trabajaba junto a él, que aprovechó el momento para tomarse un respiro de la dura tarea de manipular cubos llenos de tierra arenosa.

– Repite eso -musitó el piloto de caza.

– ¡Scott es inocente! -oyó decir-. ¿Lo has entendido?

– Sí.

El piloto de caza y el kriegie que levantaba cubos de tierra se miraron unos momentos. Luego sonrieron.

El piloto de caza se volvió, alzó la vista y miró por el pozo del túnel.

– ¡Eh, los de ahí arriba! Un mensaje de la parte delantera…

El comandante Clark se adelantó apresuradamente, casi empujando a Lincoln Scott a un lado. Se arrodilló junto a la entrada del túnel, inclinándose sobre el pozo.

– ¿Qué ocurre? ¿Han alcanzado la superficie?

El débil y oscilante resplandor de las velas se reflejaba en los rostros de los dos hombres dispuestos en la antesala. El piloto neoyorquino se encogió de hombros.

– Más o menos -repuso.

– ¿Qué mensaje es ése? -inquirió Clark bruscamente.

– ¡Scott es inocente! -contestó el piloto de caza. El hombre de los cubos asintió con vehemencia.

Clark se puso de pie y se abstuvo de responder.

Lincoln Scott oyó las palabras, pero durante unos instantes no reparó en el impacto de las mismas. Observó al comandante, que sacudió la cabeza una y otra vez, como tratando de sustraerse a la explosión de las palabras pronunciadas en aquel reducido espacio.

Pero Fenelli captó en seguida la trascendencia del mensaje. No sólo del mensaje, sino de la forma en que había sido transmitido. Se asomó también al pozo del túnel y murmuró a los hombres situados más abajo:

– ¿Viene de la parte delantera? ¿De Hart y de los números Uno y Dos?

– Sí. Desde allí. ¡Corre la voz! -le instó.

Fenelli se incorporó, sonriendo.

La cólera crispaba las facciones del comandante Clark.

– ¡Ni se le ocurra, teniente! El mensaje se detiene aquí.

Fenelli lo miró boquiabierto.

– ¿Qué?

El comandante Clark observó al doctor en ciernes.

– No sabemos con certeza cómo, por qué o de dónde proviene ese mensaje y no sabemos si Hart ha obligado a esos otros hombres a transmitirlo. No tenemos respuestas, y no consentiré que se difunda -dijo, casi como si Lincoln Scott se hubiera esfumado de pronto de la habitación.

Fenelli meneó la cabeza y miró a Scott.

Scott avanzó, plantándose delante del comandante Clark. Durante unos momentos apenas pudo contener su indignación; ardía en deseos de asestarle un derechazo en el mentón. Pero reprimió ese deseo, sustituyéndolo con la mirada más dura y fría que fue capaz de dirigir al oficial.

– ¿Por qué le preocupa tanto la verdad, comandante?

Clark retrocedió, pero continuó callado.

Scott se acercó al borde de la entrada del túnel.

– O entra la verdad, o nadie sale de aquí -dijo con tono sosegado.

El comandante Clark tosió, observando al aviador negro para calibrar la determinación que reflejaba su semblante.

– No hay tiempo -dijo Clark.

– Es verdad -se apresuró a responder Fenelli-. No queda tiempo.

Entonces el médico de Cleveland miró por encima del comandante e hizo un pequeño ademán a uno de los hombres que manipulaban el cubo de tierra, situado en la entrada del retrete.

– ¡Eh! -dijo Fenelli en voz alta-. ¿Has oído el mensaje de la parte delantera del túnel?

El hombre negó con la cabeza.

– Scott es inocente -dijo Fenelli sonriendo de satisfacción-. Es la verdad pura y dura y proviene de la cabeza del túnel. Corre la voz para que se enteren todos los hombres que hay en este barracón. ¡Scott es inocente! Y diles a todos que la fila no tardará en moverse, para que se preparen.

El hombre vaciló, miró a Scott y luego sonrió. Se volvió y susurró el mensaje al hombre que le seguía en el pasillo, que asintió con la cabeza. El mensaje fue transmitido a lo largo del centro del barracón, a todos los hombres que esperaban fugarse, a todos los hombres que constituían la tropa de apoyo y a todos los aviadores congregados en la entrada de cada dormitorio del barracón, creando un ambiente de excitación que reverberó en aquellos espacios cerrados y reducidos.

Scott se alejó de la entrada del túnel y se colocó en un rincón del pequeño retrete. Comprendía el peso de aquella frase, que había sido transmitida a través de los hombres del barracón 107. Sabía que en cuanto amaneciera se propagaría más allá. A las pocas horas se habría extendido por todo el campo de prisioneros y, posiblemente, si los hombres que iban a fugarse tenían suerte, ellos mismos llevarían consigo esas palabras para transmitirlas cuando alcanzaran la libertad. Era un peso que el comandante Clark, el coronel MacNamara, el capitán Walker Townsend y todos los hombres que trataban de acorralarlo y colocarlo frente a un pelotón de fusilamiento no serían capaces de levantar. El peso de la inocencia.

Scott respiró hondo y contempló el agujero en el suelo. Ahora que la verdad había salido a la superficie, pensó Lincoln Scott, no tardaría en aparecer Tommy Hart.

Pero en lugar de la larguirucha figura del estudiante de derecho de Vermont, por el túnel se deslizó otro mensaje en respuesta al primero. Nicholas Fenelli, con los ojos brillantes y la voz ronca de la emoción, miró a Scott y murmuró:

– ¡Han terminado! ¡Vamos a salir!

Tommy Hart se sostenía precariamente sobre el peldaño superior de la escalera, con el rostro vuelto hacia el orificio de quince centímetros de diámetro excavado en el techo de tierra, aspirando el vino embriagador del aire nocturno que penetraba en el túnel. En la mano derecha sostenía el pico. A sus pies, Murphy y el director de la banda de jazz se limpiaban febrilmente la tierra de la cara con un pequeño trapo, al tiempo que se apresuraban a vestirse con la ropa de fuga.

El director de la banda -músico, asesino y rey del túnel- no pudo resistirse a formular en voz alta una pregunta:

– ¿A qué huele, Hart?

Tras vacilar unos segundos, Tommy respondió en un susurro:

– A gloria.

Él también estaba cubierto de tierra y sudor después de haber excavado. Durante los últimos diez minutos había sustituido a los otros dos, que habían hecho una pausa, extenuados por el esfuerzo. Pero Tommy sentía renovadas fuerzas. Había excavado con furiosa energía, desprendiendo la tierra con el pico hasta arrancar un pedazo cubierto de hierba.

Siguió respirando profundamente. El aire era tan puro que creyó que iba a perder el sentido.

– ¡Baja de una vez, Hart! -dijo el director de la banda.

Tommy aspiró una larga bocanada de aire nocturno y volvió a bajar a regañadientes. Miró a los otros. A la luz de la única vela que ardía, vio que tenían el rostro arrebolado por la emoción. Parecía como si en aquel momento, el ansia de alcanzar la libertad fuera tan poderosa que superara todas las dudas y los temores sobre lo que las próximas horas les tenían reservado.