Tommy Hart oyó unas voces que cantaban procedentes de las duchas. Los británicos eran muy aficionados a los coros. Sus canciones eran invariablemente groseras, gráficamente obscenas o increíblemente ofensivas.
Aminoró el paso y aguzó el oído. Cantaban Gatos sobre el tejado y en seguida reconoció el estribillo.
Tíos en el tejado, tíos en las tejas…
Tíos con sífilis y almorranas…
Fritz Número Uno también se detuvo.
– ¿No conocen los británicos ninguna canción normal? -preguntó en voz baja.
– Creo que no -contestó Tommy.
Las estentóreas voces arrancaron con otra canción llamada Que se jodan todos.
– No creo que al comandante le gusten las canciones de los británicos -comentó con tono quedo Fritz Número Uno-. A su esposa y a sus hijas no les permite que vayan a visitarlo en su despacho cuando los oficiales británicos se duchan.
– La guerra es un infierno -repuso Tommy.
Fritz Número Uno se tapó rápidamente la boca con la mano, como para reprimir un acceso de tos, pero en realidad era para sofocar una carcajada.
– Debemos cumplir con nuestro deber -dijo conteniendo la risa-, a pesar de lo que opinemos sobre ella.
Los dos hombres pasaron frente a un edificio de ladrillo gris. Era el edificio más fresco -el barracón de castigo-, en cuyo interior había una docena de celdas de cemento sin ventanas ni muebles.
– Ahora están vacías -observó Fritz Número Uno.
Se acercaron a la puerta del recinto británico.
– Tres horas, teniente Hart. ¿Son suficientes?
– Tres horas. Nos encontraremos delante de la fachada.
El hurón extendió el brazo hacia un guardia, indicándole que abriera la puerta. Tommy vio al teniente Hugh Renaday aguardándole junto a la puerta y se apresuró a reunirse con su amigo.
– ¿Cómo está el teniente coronel? -preguntó Tommy mientras los dos hombres atravesaban rápidamente el recinto británico.
– ¿Phillip? Físicamente está más cascado que nunca. No consigue sacudirse de encima ese resfriado o lo que sea, y últimamente se pasa toda la noche tosiendo, una tos blanda y persistente. Pero por la mañana resta importancia al tema y se niega a acudir al médico. Es testarudo. Si se muere aquí, le estará bien empleado.
Renaday hablaba en el tono brusco y monótono propio de los canadienses, con palabras tan secas y barridas por el viento como las vastas praderas que constituían su hogar, aunque paradójicamente salpicadas de unos rasgos muy británicos que reflejaban los años que había pasado en las fuerzas aéreas británicas. El oficial de aviación caminaba con paso rápido e impaciente, como si le enojara tener que desplazarse de un lugar a otro, como si lo importante fuera de dónde procedía uno y dónde terminaba y la distancia que mediaba entre ambos puntos no fuera sino un inconveniente. Era un hombre fornido, de espaldas anchas, musculoso aunque el campo de prisioneros le había despojado de unos cuantos kilos. Lucía el pelo más largo que la mayoría de sus compañeros, como desafiando a los piojos que, al parecer, no se atrevían con él.
– En cualquier caso -continuó Renaday cuando doblaron una esquina y pasaron junto a dos oficiales británicos que removían diligentemente la tierra de un parterre-, está muy contento de que sea viernes y vengas a visitarnos. No sabes cuánto disfruta con estas sesiones. Como si el hecho de utilizar el cerebro le ayudara a superar sus achaques. -Renaday meneó la cabeza.
»A otros hombres les gusta hablar de su hogar -añadió-, pero Phillip disfruta analizando esos casos. Supongo que le recuerdan lo que fue y lo que probablemente será cuando regrese a Inglaterra. Debería estar sentado frente a un hogar encendido, instruyendo a sus acólitos en las complejidades de un oscuro asunto legal, con zapatillas de seda, un batín de terciopelo verde y bebiendo una taza de buen té. Cada vez que miro a ese viejo cabrón, no me explico en qué estaría pensando cuando se subió a ese condenado Blenheim.
Tommy sonrió.
– Seguramente, lo mismo que todos.
– ¿A qué te refieres, mi docto amigo americano?
– Que pese a la enorme y casi constante cantidad de pruebas que indicaban lo contrario, no iba a pasarnos nada grave.
Renaday soltó una grave y resonante carcajada que hizo que los oficiales que atendían el jardín alzaran la cabeza y fijaran por un instante su atención en el canadiense antes de volver a centrarse en sus pulcros parterres de color marrón amarillento.
– Ésa es la amarga verdad, yanqui.
Renaday meneó la cabeza, sonriendo.
– Ahí está Phillip -dijo señalándolo.
El teniente coronel Phillip Pryce estaba sentado en los escalones de un barracón, con un libro en las manos. Pese al calor, llevaba una delgada manta verde aceituna sobre los hombros y se había apartado la gorra de la frente. Tenía las gafas apoyadas en la punta de la nariz, como si fuera la caricatura de un maestro, y mordisqueaba el extremo de un lápiz. Al ver a los dos hombres que se dirigían hacia él agitó la mano como un niño saludando a un desfile militar.
– Ah, Thomas, Thomas, siempre es una alegría verte por aquí. ¿Vienes preparado?
– Siempre preparado, señoría -respondió Tommy Hart.
– Aún nos escuece la paliza que nos diste a Hugh y a mí a propósito del escurridizo Jack y sus lamentables crímenes -prosiguió Pryce-. Pero estamos dispuestos a plantar batalla exponiendo uno de tus casos más sensacionales. Creo que ahora nos toca a nosotros darte una lección, ¿cómo lo dices tú? con los bates.
– A los bates -repuso Renaday mientras Hart y Pryce se saludaban con un afectuoso estrechón de manos. Tommy tuvo la sensación de que el saludo del coronel era un tanto menos enérgico de lo habitual-. Se dice «a los bates» y no «con los bates», Phillip.
– Es un deporte endiablado, Hugh. En ese aspecto no se parece en nada a vuestro estúpido pero amado hockey, que consiste en patinar como un loco sobre el hielo bajo un frío polar, tratando de golpear a un indefenso disco de goma y meterlo en la portería contraria, evitando al mismo tiempo que tus oponentes te machaquen con los palos.
– Gracia y belleza, Phillip. Fuerza y perseverancia.
– ¡Ah, virtudes muy británicas!
Todos rieron.
– Sentémonos fuera -dijo Pryce con su voz suave, generosa, llena de reflexión y entusiasmo-. El sol es muy agradable. A fin de cuentas, no es algo que los ingleses estemos acostumbrados a ver, de modo que, incluso aquí, entre los horrores de la guerra, deberíamos aprovecharnos de la temporal benevolencia de la madre naturaleza, ¿no?
Volvieron a reír.
– Traigo unos regalos de las ex colonias, Phillip -dijo Tommy-. Una muestra de nuestra prodigalidad, una pequeña recompensa por haber enviado allende los mares a una colección de idiotas en el setenta y seis, que se dejaron deslumbrar por el esplendor del Nuevo Mundo.
– Pasaré por alto esta lamentable, pueril y errónea interpretación de un momento decididamente insignificante en la ilustre historia de nuestro gran imperio. ¿Qué nos traes?
– Cigarrillos. Americanos, menos la media docena que utilicé para sobornar a Fritz Número Uno…
– Observo que, curiosamente, su precio ha subido -farfulló Pryce-. ¡Ah, el tabaco americano! El mejor de Virginia, supongo. Excelente.
– Un poco de chocolate…
– Delicioso. De la célebre Hershey de Pensilvania…
– Y esto… -Tommy Hart entregó al anciano el bote de té Earl Grey. Había tenido que comerciar con el piloto de un caza, un fumador empedernido que consumía dos cajetillas de cigarrillos al día, para conseguirlo, pero el precio le pareció barato apenas vio cómo el anciano sonreía. Pryce entonó de inmediato una canción.