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– De acuerdo, Hart, esto es lo que haremos. Sujetaré una cuerda en la parte superior de la escalera y la ataré a un árbol cercano. Tú montarás guardia junto al árbol. Cada kriegie aguardará en la cima de la escalera una señal, dos rápidos tirones de la cuerda, que le indicará que no hay moros en la costa. Procura que salga un hombre cada dos o tres minutos. Ni más rápido ni más despacio. Así evitaremos llamar la atención y con suerte nos ajustaremos al horario previsto. Cuando salgan, ellos ya saben lo que tienen que hacer. Una vez que hayan salido todos, tú puedes bajar de nuevo por el túnel y regresar al recinto.

– ¿Por qué no puedo esperar aquí?

– No hay tiempo, Hart. Esos hombres deben conseguir la libertad y tú serías literalmente un escollo.

Tommy asintió con la cabeza, comprendiendo que lo que decía el director de la banda era sensato. El músico le tendió la mano.

– Si quieres puedes localizarme en el French Quarter, Hart.

Tommy bajó la vista y contempló la cabeza del hombre. Lo imaginó asiendo a Trader Vic por el cuello. También pensó que hacía sólo unos minutos, esa misma mano había tratado de matarlo. Entre el calor, la suciedad y el temor que envolvía a todos los que aguardaban dentro del túnel, todo había cambiado de repente. Tommy estrechó la mano del director de la banda. Este sonrió, mostrando su blanca dentadura en la oscuridad.

– También acertaste en otra cosa, Hart. Soy zurdo.

– Eres un asesino -dijo Tommy impávido.

– Todos somos asesinos -replicó el hombre.

Tommy negó con la cabeza, pero el músico rió.

– Lo somos, sí, pese a lo que digas. Quizá no volvamos a serlo, cuando esto haya acabado y nos sentemos junto al hogar, haciéndonos viejos y contando anécdotas de esta guerra. Pero ahora mismo, aquí, todos somos asesinos. Tú, yo, Murphy, también Scott, MacNamara, Clark, todos, incluso Trader Vic. Puede que él fuera el peor de todos, porque acabó asesinando, aunque por error, con el único fin de hacer que su miserable vida fuera más cómoda.

El músico meneó la cabeza.

– No es un buen lugar para morir, ¿no crees? -Luego miró a Tommy, que seguía sosteniendo el pico-. ¿Crees, amigo Tommy, que la verdad sobre este asunto saldrá alguna vez a la luz del día? -Antes de que Tommy pudiera responder, el músico movió la cabeza en sentido negativo-. No lo creo, Tommy Hart. No creo que al ejército le apetezca la idea de contar al mundo que algunos de sus mejores héroes eran también unos excelentes asesinos. No señor. No creo que estén ansiosos por contar esta historia.

Tommy tragó saliva.

– Suerte -dijo-. Nueva Orleans. Iré a verte algún día.

– Te invitaré a una copa -respondió el director de la banda-. Si logramos regresar a casa sanos y salvos, te invitaré a una docena de copas. Brindaremos por la verdad y por el hecho de que no sirve de nada.

– No estoy de acuerdo -replicó Tommy.

El músico emitió una última carcajada, se encogió de hombros y subió la escalera. En la mano sostenía una cuerda larga y delgada. Tommy le vio asegurarla al peldaño superior. Después arrancó otros pedazos de tierra, que cayeron sobre Tommy, quien pestañeó y apartó la cabeza. El músico se detuvo y apagó la última vela de un soplo. Acto seguido se escurrió por el agujero en la tierra, súbitamente bañado en el tenue resplandor de la luna, y desapareció.

Murphy soltó un gruñido. No tenía ganas de cambiar frases amables con Tommy. Se levantó y siguió al director de orquesta escalera arriba. A su espalda, Tommy oyó a Número Tres avanzando por el túnel como un exaltado cangrejo moviéndose a través de la arena. Tommy observó que Murphy agitaba las piernas unos instantes, tratando de hallar un punto de apoyo en la tierra que se desmoronaba junto a la salida del túnel. Luego Tommy subió por la escalera.

Al llegar arriba, asió la cuerda. Sintió dos breves tirones y sin pensárselo dos veces salió del agujero lo más rápidamente posible. Apenas reparó en que, de pronto, se hallaba fuera del túnel y corría a través del suelo tapizado de musgo y agujas de pino del bosque. Sintió que lo envolvía una ráfaga de aire frío, que cayó sobre él como una ducha en un día caluroso. Siguió adelante, sosteniendo la cuerda en las manos, hasta alcanzar el tronco de un gigantesco abeto. Habían asegurado la cuerda a él, a unos diez metros del agujero en el suelo. Tommy se apoyó en el árbol. Oyó unos crujidos entre los matorrales y dedujo que era el ruido que hacían Murphy y el director de la banda al avanzar a través de la frondosa vegetación, dirigiéndose hacia la carretera que conducía a la ciudad. Durante unos segundos el sonido se le antojó un ruido inmenso, estrepitoso, destinado a atraer todos los reflectores, todos los guardias y todos los fusiles hacia ellos. Tommy se apretó contra el árbol, aguzando el oído, dejando que el silencio cayera sobre el mundo.

Luego cobró aliento y dio media vuelta.

El túnel desembocaba dentro del oscuro límite del bosque. Los muros de alambre de espino relucían a unos cincuenta metros de distancia. La torre de vigilancia equipada con una ametralladora más próxima se hallaba unos treinta metros más allá, hacia el centro del campo y orientada hacia el interior de éste. Los gorilas estarían de espalda al trayecto de fuga. Asimismo, cualquier Hundführer que patrullara por el perímetro miraría en la dirección opuesta. Los ingenieros del túnel habían calculado minuciosamente las distancias y habían hecho un excelente trabajo.

Durante unos momentos, Tommy se sintió aturdido al percatarse de dónde se hallaba. Más allá de la alambrada. Más allá de los reflectores. Detrás del punto de mira de la ametralladora. Alzó la vista y a través de las hojas que cubrían las ramas del árbol contempló las últimas estrellas nocturnas pestañeando en el vasto firmamento. Durante un segundo, tuvo la sensación de formar parte de esa distancia, de esos millones de kilómetros sumidos en la oscuridad.

«Soy libre», pensó.

Estuvo a punto de romper a reír. Se restregó contra el tronco del árbol, abrazándose el torso, como para contener la excitación que estaba a punto de estallar en su pecho.

Luego se concentró en la tarea que le aguardaba. Un rápido vistazo al reloj que Lydia había colocado en su muñeca hacía muchos años le indicó que comenzaría a clarear dentro de poco; no habría tiempo para que los setenta y cinco hombres salieran del túnel. No podrían salir al ritmo de uno cada tres minutos. Tommy miró rápidamente a su alrededor, escudriñando la oscuridad, y comprobó que estaba solo. Dio dos rápidos tirones a la cuerda. Al cabo de unos segundos vio la vaga silueta de Número Tres salir a toda prisa del túnel.

Los dos guardias que habían acompañado a Hugh desde el campo de revista hasta el barracón del alto mando estaban sentados en los escalones de madera, fumando la amarga ración de cigarrillos alemanes y quejándose de que debieron haber registrado al canadiense y arrebatarle sus Players antes de conducirlo a las oficinas. Ambos se levantaron a toda prisa cuando Fritz Número Uno salió por la puerta, colocándose en posición de firmes y arrojando sus cigarrillos encendidos en la oscuridad.

Fritz miró hacia atrás, para cerciorarse de que el Hauptmann Visser no le había seguido hasta el recinto. Luego habló con tono apresurado y seco a los dos soldados rasos.

– Tú -dijo señalando al hombre de la derecha-, entra inmediatamente y vigila al prisionero. El Hauptmann Visser ha ordenado su ejecución, y debéis evitar que se escape.

El guardia dio un taconazo y saludó.

– Jawohl! -respondió con tono enérgico. El guardia asió su arma y se dirigió a la entrada de las oficinas.

– En cuanto a ti -dijo Fritz, hablando suavemente y con cautela-, quiero que obedezcas estas órdenes al pie de la letra.