El segundo guardia asintió con la cabeza, dispuesto a prestar atención.
– El Hauptmann Visser ha ordenado la ejecución del oficial canadiense. Debes dirigirte de inmediato al barracón de los guardias en busca del Feldwebel Voeller. Esta noche está de servicio. Comunícale las órdenes del Hauptmann y pídele que reúna en seguida a un pelotón de fusilamiento y lo traiga aquí en el acto.
El hombre volvió a asentir. Fritz respiró hondo. Tenía la garganta pastosa y seca; comprendió que pisaba un terreno tan peligroso como el que había pisado anoche Hugh Renaday.
– En el barracón de los guardias hay un teléfono de campo. Di a Voeller que es indispensable que reciba cuanto antes confirmación de esta orden del comandante Von Reiter. Así, llegará aquí con el pelotón de fusilamiento antes de que los prisioneros se hayan despertado. Todo esto debe llevarse a cabo con extrema rapidez, ¿entendido?
El soldado se cuadró.
– Confirmación del comandante…
– Aunque haya que despertarlo en su casa… -le interrumpió Fritz.
– Y regresar con el pelotón de fusilamiento. ¡A la orden, cabo!
Fritz Número Uno asintió lentamente e indicó con un gesto al guardia que podía retirarse. El hombre dio media vuelta y se alejó a la carrera por el polvoriento camino del campo hacia el barracón de los guardias. Fritz confiaba en que el teléfono del barracón funcionara. Tenía la mala costumbre de averiarse cada dos por tres. Tragó saliva no sin cierto esfuerzo. No estaba seguro de que Von Reiter confirmara la orden de Visser. Sólo sabía que alguien iba a morir esa noche.
Fritz Número Uno oyó a su espalda una puerta que se abría y las pisadas de unas botas sobre las tablas. Al volverse vio al Hauptmann Visser salir de las oficinas. El hurón se cuadró.
– ¡He transmitido sus órdenes, Herr Hauptmann! Un soldado ha ido en busca del Feldwebel Voeller y un pelotón de fusilamiento.
Visser emitió un gruñido a modo de respuesta y devolvió el saludo. Bajó los escalones, alzó la vista al cielo y sonrió.
– El oficial canadiense tenía razón. Hace una noche espléndida, ¿no cree, cabo?
– Sí señor -respondió Fritz Número Uno.
– Lo sería para muchas cosas. -Visser se detuvo-. ¿Tiene usted una linterna, cabo?
– Sí señor.
– Démela.
Fritz Número Uno le entregó la linterna.
– Creo -comentó Visser con los ojos fijos en el oscuro cielo, antes de bajarlos y recorrer con ellos toda la explanada del campo y la alambrada que relucía bajo las luces distantes-, que daré un pequeño paseo. Para gozar de esta hermosa noche, como ha sugerido tan oportunamente el teniente de aviación. -Visser encendió la linterna. Su haz de luz iluminó el polvoriento suelo a unos pocos pasos frente a él-. Encárguese de que mis órdenes se cumplen sin dilación alguna -dijo.
Luego, sin volverse, echó a andar con paso rápido y decidido hacia la línea de árboles que se divisaba al otro lado del campo de prisioneros.
Fritz Número Uno le observó durante unos minutos, a solas en la oscuridad frente al edificio de administración. Estaba en un compromiso, entre obedecer órdenes o cumplir con su deber. Sabía que al comandante, que era su gran benefactor, no le gustaba que Visser hiciera cosas bajo mano. Fritz pensó que no dejaba de ser irónico que su obligación en el campo le exigiera espiar a dos clases de enemigos.
Dejó que el Hauptmann se adelantara un par de minutos. Hasta alcanzar un punto donde la débil luz de la linterna que el oficial sostenía con su única mano casi desapareció en la lejana oscuridad. Entonces Fritz Número Uno se alejó de la fachada del edificio, caminando rápidamente a través de las sombras, y le siguió.
Tommy seguía ayudando a pasar a los kriegies que iban a fugarse a través del túnel de forma pausada y sistemática, adhiriéndose al pie de la letra a las instrucciones que el director de la banda le había dado, tirando de la cuerda cada dos o tres minutos. Los aviadores salían uno tras otro por el tosco orificio practicado en el suelo y se arrastraban hasta la base del árbol tras el cual Tommy se escondía. Un par de hombres se asombraron al comprobar que estaba vivo, otros se limitaron a emitir un ruido gutural antes de desaparecer en el bosque que se extendía detrás. Pero la mayoría de los kriegies le dedicaron unas breves palabras de aliento. Una palmadita en la espalda al tiempo que susurraban: «Buena suerte», o «¡Nos veremos en Times Square!» El hombre de Princeton añadió: «Buen trabajo, Harvard. Debiste de recibir una magnífica formación en esa institución de tercer orden…», antes de correr también para ocultarse entre árboles y matorrales.
Tommy sintió miedo. Más de una vez se vio obligado a contener el aliento al detectar la figura de un Hundführer y su perro moviéndose por el perímetro de la alambrada. En cierta ocasión se había encendido el reflector en la torre de vigilancia más próxima a la ruta de escape, pero su haz escudriñador se había orientado en la dirección opuesta. Tommy permaneció agazapado junto al árbol, atento a percibir el menor ruido a su alrededor, pensando que cualquier sonido podía ser el sonido de la traición y, por tanto, la muerte, la suya o la de uno de los hombres que se dirigían hacia la ciudad, la estación y los trenes matutinos que les conducirían lejos del Stalag Luft 13.
Cada pocos segundos, miraba el dial de su reloj pensando que la operación de fuga avanzaba con excesiva lentitud. Las primeras luces del alba obligarían a suspender la operación tan rápidamente como si les hubieran descubierto. Pero sabía que las prisas también acabarían con el intento de fuga. Así pues, apretó los dientes y siguió con el plan previsto.
Unos diecisiete hombres distribuidos a lo largo del túnel habían conseguido salir cuando Tommy divisó la débil luz de una linterna moviéndose erráticamente hacia él, a no más de treinta metros. La luz avanzaba por el límite del bosque, no por el perímetro de la alambrada, en manos de un Hundführer, describiendo una trayectoria que se cruzaba con la salida del túnel.
Tommy se quedó petrificado; no podía apartar la vista de la luz.
Ésta exploraba y penetraba entre la vegetación, oscilando hacia un lado, luego hacia otro, como un perro que ha percibido un olor extraño arrastrado por el viento. Dedujo que la persona que había detrás de esa luz buscaba algo, pero no de forma sistemática y deliberada, sino curiosa, inquisitiva, con cierto elemento de incertidumbre en cada movimiento. Tommy retrocedió, tratando de confundirse con el árbol, situándose con cautela detrás del tronco para que le ocultara por completo. Entonces comprendió que era inútil ocultarse.
La luz avanzó, reduciendo la distancia que los separaba.
Sintió que su corazón latía cada vez más rápido.
Hay un punto más allá del temor que los soldados conocen, donde todas las criaturas del terror y la muerte les acechan. Es un punto terrible y mortal, en el que algunos hombres se sienten paralizados y otros quedan atrapados en un miasma de perdición y agonía. Tommy se hallaba peligrosamente cerca de ese punto, sintiendo que sus músculos se tensaban y respirando trabajosamente, observando cómo la luz avanzaba lenta y de modo inexorable hacia el túnel de fuga. Comprendió que era imposible que el alemán que sostenía la linterna no reparara en la salida del túnel, y menos aún que no viera la cuerda extendida en el suelo. Asimismo, comprendió que no podía echarse a correr y deslizarse por el túnel sin ser sorprendido de inmediato. En aquel segundo, lo comprendió: estaba a punto de ser atrapado. O de morir de un tiro.
Contuvo el aliento.
Sabía que el Número Dieciocho aguardaba sobre el peldaño superior de la escalera los dos tirones de la cuerda que indicarían que había llegado su turno. En aquel momento Tommy trató de recordar quién era Dieciocho. Había pasado junto a él, en el estrecho túnel, hacía unas horas, había estado lo bastante cerca de él para percibir su olor a sudor, a angustia, para sentir su aliento, pero no lograba poner un rostro a ese número. El Número Dieciocho era un aviador, al igual que él, y Tommy sabía que aguardaba a escasos centímetros debajo de la superficie del suelo, ansioso, nervioso, excitado, ilusionado, quizás algo impaciente, sujetando la cuerda con fuerza, rezando para que llegara al fin su oportunidad y quizá para lo que rezan todos los hombres que saben que la muerte, con su carácter caprichoso, les acecha.