Tommy sintió una punzada de dolor cuando los dientes del alemán atravesaron músculos y tendones en busca del hueso. Soltó un gemido al tiempo que un velo rojo de agonía le cegaba.
Pero siguió peleando, introduciendo su maltrecha mano más profundamente en la garganta del alemán. Con la otra mano, le aferró la muñeca. Por el peso de ésta dedujo que el alemán casi había conseguido sacar su pistola, empleando toda su fuerza en sacarla del estuche y disparar.
Tommy comprendió, aunque estaba ofuscado debido al dolor y sentía que la sangre brotaba a borbotones de su mano herida, que el mero hecho de disparar un tiro al aire lo mataría al igual que si apoyara el cañón contra su pecho y le atravesara el corazón de un tiro. Por consiguiente hizo caso omiso del intenso dolor que sentía en la mano izquierda y se concentró en el único brazo del alemán, y el esfuerzo que éste hacía para alcanzar la culata y el gatillo de su revólver. Curiosamente, toda la guerra, millones de muertes, una pugna entre culturas y naciones, se reducía, para Tommy, a una batalla por controlar un revólver. Prescindiendo del destrozo que los dientes del alemán le había causado en la mano, se esforzó en ganar una pequeña victoria, para hacerse con el control del revólver. Notó que Visser trataba de amartillar el arma y se apartó con violencia. El alemán había conseguido sacar parcialmente el Mauser de su reluciente estuche de cuero negro. Su voluminosa forma y peso representaban una pequeña ventaja en favor de Tommy, pero Visser era dueño de una fuerza notable. El alemán era un hombre de complexión atlética, y gran parte de su fuerza estaba concentrada en el único brazo que le quedaba. Tommy intuyó que el fiel de la balanza en esta batalla dentro de otra mayor se inclinaba a favor de Visser.
De modo que decidió arriesgarse. En lugar de apartarse, torció la mano del alemán con fuerza. Los dedos de Visser quedaron oprimidos contra el seguro y uno de ellos se partió. El alemán gimió de dolor, emitiendo el sonido gutural a través de la ensangrentada mano izquierda de Tommy, con la que éste seguía intentando asfixiarlo.
Ninguno de los dos consiguió hacerse con el Mauser, que de pronto cayó en el mar de musgo y tierra del bosque. La oscuridad circundante engulló de inmediato su armazón de metal negro.
Visser comprendió que había perdido su arma, por lo que redobló su afán de pelear, hundiendo de nuevo los dientes en los dedos de la mano izquierda de Tommy al tiempo que le golpeaba con su mano derecha. El alemán trató de incorporarse, pero Tommy le rodeó con las piernas, inmovilizándole. Peleaban como dos amantes, pero lo que ambos querían conseguir era la muerte del otro.
Tommy no hizo caso de los golpes que le asestaban, del dolor que sentía en la mano, y empujó a Visser contra el suelo. No le habían instruido para matar a un hombre con sus manos, jamás había pensado siquiera en ello. Los únicos enfrentamientos que había tenido de adolescente habían consistido principalmente en empujones, palabrotas e insultos, y solían terminar con uno o ambos jóvenes deshechos en llanto. Ninguna pelea en las que había participado, ni siquiera la que había librado hacía un rato en el túnel, cuando había combatido por la verdad, fue tan intensa como ésta. Ninguna había sido tan mortal como los combates que Lincoln Scott había librado, equipado con guantes de boxeo, en un cuadrilátero, con un árbitro presidiendo el combate.
Ésta era diferente. Era una pelea que sólo tenía un desenlace. El alemán continuó golpeándole, propinándole patadas y arrancándole la carne de los dedos con los dientes, pero de pronto Tommy dejó de sentir dolor. Parecía como si en aquellos segundos le sobreviniera una total frialdad de instinto y deseo, y empezó a apretar con fuerza el cuello del alemán, apoyando la rodilla derecha en la rabadilla de Visser para mantener el equilibrio.
Visser presintió en el acto el peligro, sintió la tensión que se apoderaba de su cuello, y trató de liberarse. Arañó a Tommy con cada gramo de odio que sentía para obligarle a soltarle. De haber tenido dos brazos, la pelea se habría saldado rápidamente en favor del alemán, pero la bala del Spitfire que le había arrebatado el brazo le había causado también otro tipo de lesiones. Durante unos instantes ambos permanecieron suspendidos en el borde de la indecisión, la fuerza de un hombre contra la del otro, sus cuerpos torcidos, tensos y rígidos como el cuero seco.
Visser se empleó a fondo, mordiendo, asestando patadas y golpeando a su adversario con su única mano. Tommy encajó los golpes que le llovían cerrando los ojos y apretando con más fuerza, sabiendo que si cedía un ápice le costaría la pelea y la vida.
De pronto Tommy oyó un sonido terrible.
El ruido que se produjo al partirse la columna vertebral de Visser fue el más atroz y terminante que había oído en su vida. El alemán emitió una débil exclamación de asombro ante su inminente muerte antes de quedar inerte en brazos de Tommy, que al cabo de unos segundos dejó caer al suelo el cadáver.
Retiró la mano de la boca de Visser. El dolor se intensificó, era casi insoportable; durante unos segundos Tommy se sintió tan mareado que temió perder el conocimiento. Se inclinó hacia atrás, estrechando su mano destrozada y ensangrentada contra su pecho. La noche parecía de improviso translúcida, totalmente silenciosa. Tommy echó la cabeza hacia atrás e inspiró una profunda bocanada de aire, tratando de recobrar el control, de imponer orden y razón al mundo que le rodeaba.
Poco a poco se percató de otros sonidos cercanos. El primero indicaba que Visser respiraba aún. Tommy comprendió entonces que debía terminar su tarea. Y por primera vez en su vida, rezó para que el alemán muriera antes de que él se viera obligado a robar el último aliento de aquel hombre que yacía inconsciente, moribundo.
– Por favor, muere -musitó.
Y el alemán emitió un último estertor.
Tommy sintió una profunda sensación de alivio y casi rió a carcajadas. Alzó la vista y contempló las estrellas y el cielo, y observó las primeras luces que se insinuaban a través del este. «Es asombroso», pensó, «estar vivo cuando no tienes ningún derecho a estarlo.»
La mano le dolía de forma insoportable. Dedujo que Visser le había partido cuando menos un dedo, que colgaba fláccido sobre su pecho. Le había arrancado la carne con los dientes. La sangre goteaba sobre su camisa; las punzadas de dolor le recorrían el antebrazo y le nublaban la vista.
Sabía que debía vendar la herida, y se inclinó sobre el cuerpo inerte de Visser. Encontró un pañuelo de seda en el bolsillo de la guerrera del alemán, que envolvió fuertemente alrededor de su mano para contener la hemorragia.
Acto seguido, trató de analizar la situación. Sólo sabía que corría peligro, pero el cansancio y el dolor le impedían pensar con claridad. Tan sólo atinaba a recordar que quedaban unos hombres aguardando en el túnel y que las oportunidades que tenían de fugarse eran cada vez más remotas debido al retraso que se había producido. Por lo tanto, decidió que lo único que podía hacer era reemprender su tarea, aunque la fatiga y el dolor saturaban cada poro de su cuerpo.
Pero a pesar de haber tomado esta íntima y firme decisión, en un principio no consiguió que sus maltrechos músculos respondieran. Inspiró otra bocanada de aire, tratando de ponerse en pie, pero cayó sobre el tronco de un árbol cercano. Se dijo que debía descansar unos segundos y cerró los ojos, pero sintió que un aguijonazo de terror le recorría el cuerpo. El pánico lo cegó.
El haz de la interna, que había desaparecido engullida por el bosque, se alzó de pronto, fantasmagórico, a pocos pasos de él, giró una vez, como si reanudara su diabólica búsqueda, y antes de que Tommy tuviera tiempo de hacer acopio de las últimas fuerzas que le quedaban para correr a ocultarse, incidió directamente sobre su cara.