Tommy avanzó pesadamente a través de los árboles. El hedor era insoportable. Divisó un pequeño claro a un par de docenas de metros de la rudimentaria alambrada de espino y las afiladas estacas que rodeaban el campo de trabajo de los rusos. No había nada permanente en la zona rusa, pues los hombres que la ocupaban no estaban destinados a sobrevivir a la guerra y al parecer la Cruz Roja no controlaba sus condiciones de vida.
Tommy oyó ladrar a un perro a su derecha. Un par de voces rasgaron el aire a su alrededor. «No me atrevo a avanzar más», pensó.
Con un gran esfuerzo, arrojó el cadáver de Visser al suelo. Tommy se inclinó sobre él y depositó la hebilla del cinturón entre los dedos del alemán. Luego retrocedió y durante un momento se preguntó si había odiado a Visser lo suficiente como para matarlo, pero en seguida comprendió que eso no era lo que contaba. Lo que contaba era que Visser estaba muerto y que él se aferraba precariamente a la vida. Acto seguido, sin volver a mirar el rostro del alemán, dio media vuelta y, avanzando sigiloso pero con rapidez, regresó al lugar donde le aguardaba Fritz Número Uno.
Cuando llegó, el alemán hizo un gesto afirmativo.
– Quizá tenga una posibilidad, señor Hart -dijo-. Debemos apresurarnos.
El regreso a través del bosque fue más rápido, pero Tommy creyó que deliraba. La brisa que se deslizaba a través de las copas de los árboles le susurraba al oído, casi burlándose de su agotamiento. Las sombras se alargaban a su alrededor, cual docenas de reflectores tratando de captar su rostro para ponerlo al descubierto. Era como si su mano herida le gritase obscenidades, tratando de cegarlo de dolor.
Era el amanecer. El negro deja paso al gris y las primeras franjas de azul surcan el cielo, persiguiendo a las estrellas que le habían reconfortado antes con su presencia. A pocos metros de distancia, Tommy distinguió el agujero negro de la salida del túnel.
Fritz Número Uno se detuvo, ocultándose detrás de un árbol. Señaló el túnel.
– Señor Hart -murmuró asiendo a Tommy del brazo-. El Hauptmann Visser habría ordenado que me fusilaran al averiguar que fui yo quien negoció con el arma que mató a Trader Vic. La que usted me devolvió. Estaba en deuda con usted, esta noche, he pagado mi deuda.
Tommy asintió con la cabeza.
– Ahora estamos… ¿cómo se dice? -preguntó el hurón.
– En paz -respondió Tommy.
El alemán lo miró sorprendido.
– ¿En paz?
– Es otra expresión, Fritz. Cuando uno ha saldado su deuda, se dice que está «en paz»… -Tommy sonrió, pensando que el agotamiento debía de haberle hecho perder el juicio, pues no se le había ocurrido nada mejor que ponerse a dar clases de inglés.
El hurón sonrió.
– En paz. Lo recordaré. Tengo mucho que recordar.
Luego señaló el agujero.
– Ahora, señor Hart, contaré hasta sesenta y luego tocaré el silbato.
Tommy asintió. Se puso en pie y echó a correr hacia el agujero. Sin volverse siquiera una vez, se lanzó de nuevo a la oscuridad y bajó apresuradamente los peldaños de la tosca escalera. Al aterrizar en el suelo del pozo, el dolor que le atenazaba la mano le cubrió de insultos. Sin pensar en los terrores que recordaba de su infancia, ni en los terrores que había experimentado esa noche, Tommy avanzó por el túnel. No había luz, ni una vela que los hombres hubieran olvidado, para guiarlo. Todo estaba sumido en una inmensa oscuridad, como burlándose del amanecer que iluminaba el mundo exterior.
Tommy regresó a la prisión, solo, extenuado, ciego y profundamente herido, seguido por el lejano sonido del silbato de Fritz Número Uno resonando en el ordenado mundo en la superficie.
20
En el barracón 107 reinaba el caos.
Los hombres que no habían conseguido fugarse, congregados en el pasillo central, se quitaban a todo correr sus trajes de paisano para volver a vestir sus raídos y gastados uniformes. Muchos de ellos habían cogido unas raciones adicionales de comida con que alimentarse hasta llegar a lugar seguro, y se estaban metiendo chocolate y carne enlatada en la boca, temiendo que los alemanes se presentaran y confiscaran todos los alimentos que habían ido almacenando con diligencia durante las últimas semanas. Los miembros de la tropa de apoyo guardaban la ropa, los documentos falsos, billetes, pasaportes, permisos de trabajo y demás objetos confeccionados por los kriegies para dar una falsa legitimidad a su ansiada existencia fuera de la alambrada, en libros vaciados o escondrijos situados detrás de los tabiques. Los integrantes de la brigada de los cubos de tierra se dejaron caer del agujero en el techo, limpiándose el sudor y la tierra de la cara, mientras un aviador aseguraba de nuevo el panel de acceso en su lugar confiando en que los alemanes no lo descubrieran. Un oficial permanecía junto a la puerta del barracón, espiando a través de una hendija en la madera, para ayudar a los hombres a salir solos o en pareja cuando no hubiera moros en la costa.
Había veintinueve hombres distribuidos a lo largo del túnel cuando Tommy había dado la voz de alarma al Número Diecinueve. La señal se había movido con mayor rapidez que los hombres, transmitida a través de una serie de gritos, tal como había sido difundido el mensaje de la inocencia de Scott. Pero a medida que se propagaba a través del túnel, los hombres que se hallaban en él se las veían y deseaban para emprender la retirada, que era mucho más difícil en aquel oscuro y reducido espacio. Los hombres se habían movido frenéticamente, desesperados, algunos retrocediendo a gatas, otros tratando de dar la vuelta. Pese a lo crítico de la situación, les había llevado bastante tiempo retroceder sobre sus pasos, decepcionados, temerosos, angustiados y furiosos ante la mala pasada que les había jugado la vida al arrebatarles aquella oportunidad. Las blasfemias resonaban en el estrecho túnel, las obscenidades reverberaban entre los muros.
Cuando habían empezado a salir los primeros hombres, Lincoln Scott se hallaba junto al borde de la entrada, contigua al retrete. El comandante Clark, situado a pocos pasos, impartía enérgicas órdenes con el fin de imponer cierta disciplina entre los presos. Scott se había vuelto, asimilando la desintegración de la escena que le rodeaba. Se había agachado para ayudar al Número Cuarenta y siete a trepar por el orificio de entrada.
– ¿Dónde está Hart? -había preguntado Scott-. ¿Has visto a Tommy Hart?
El aviador meneó la cabeza.
– Debe de estar todavía en la parte delantera del túnel -respondió el hombre.
Scott ayudó al kriegie a desfilar hacia el pasillo, donde el hombre empezó a quitarse su atuendo de fuga. Scott se asomó al pozo del túnel. El resplandor de las velas parecía dibujar unas cicatrices sobre los rostros de los consternados hombres mientras trataban de trepar por la entrada del túnel. Se agachó, asió la mano del Número Cuarenta y seis y con un tremendo tirón le ayudó a ascender a la superficie, formulándole la misma pregunta:
– ¿Has visto a Hart? ¿Le has oído? ¿Está bien?
Pero el Número Cuarenta y seis movió la cabeza en señal de negación.
– Aquello es un caos. No se ve nada, Scott. No sé dónde está Hart.
Scott asintió con la cabeza. Después de ayudar al aviador a salir por el retrete y dirigirse hacia el pasillo, se agachó para asir el cable negro que descendía por el agujero.
– ¿Qué hace, Scott? -inquirió el comandante Clark.
– Ayudar -repuso Scott.
Acto seguido dio media vuelta, como un montañista que se dispone a descender por un precipicio, y sin decir otra palabra al comandante, descendió hacia la antesala. Notó una tremenda tensión en la enrarecida atmósfera del túnel, casi como quien entra en una habitación de hospital presidida por el olor a enfermedad y nadie abre una ventana para que se ventile. En su precipitada retirada, los hombres habían dejado abandonado el fuelle, que uno de los primeros kriegies que había salido del túnel había apartado a un lado de una patada. Al ver al Número Cuarenta y cinco avanzar cargado con una maleta, Scott extendió la mano en la grisácea semioscuridad y se apresuró a tomarla de manos del agradecido kriegie.