– ¡Joder! -murmuró éste-. Esta condenada maleta casi ha conseguido que el techo se derrumbara encima de mí. Gracias. -El hombre se apoyó en el muro de la antesala-. Ahí arriba te falta el aire -se quejó-. No puedes respirar. Espero que ninguno pierda el conocimiento.
Scott ayudó al hombre, que no dejaba de resollar, a instalarse cómodamente junto al pozo hasta haber recobrado el aliento, y depositó en sus manos el cable de acceso. El kriegie le dio las gracias con un movimiento de la cabeza y empezó a incorporarse, sujetando el cable con ambas manos. Cuando se hubo puesto en pie, el aviador negro se volvió y recogió el fuelle.
Lo colocó derecho y luego se situó sobre él, con un pie plantado a cada lado del artilugio, como había hecho momentos antes el capitán neoyorquino. Sacando fuerzas de flaqueza, Scott empezó a accionarlo con furia, lanzando unas ráfagas de aire a través del túnel.
Transcurrió casi un minuto antes de que el próximo kriegie apareciera por la entrada del túnel. El aviador estaba agotado por la tensión del fracasado intento de fuga. Tosió gesticulando en la sofocante atmósfera de la antesala, dando gracias por poder respirar siquiera aquel aire enrarecido y señaló el fuelle.
– Menos mal -murmuró-. Ahí arriba no se puede respirar. Te asfixias.
– ¿Dónde está Hart? -preguntó Scott entre resoplidos. Su rostro relucía cubierto de sudor.
– No lo sé -repuso el kriegie meneando la cabeza-. Quizás esté de camino hacia aquí. No lo sé. No se ve nada. Apenas podía respirar. Todo está lleno de arena y tierra y lo único que oyes es a los otros tíos gritar que retrocedas, que salgas a toda prisa. Eso y las malditas tablas del techo crujiendo y chirriando. Espero que no se nos caiga encima. ¿Ya han aparecido los alemanes?
Scott apretó los dientes y negó con la cabeza.
– Todavía no. Tienes la oportunidad de salir, apresúrate.
El Número Cuarenta y cinco asintió. Suspiró para hacer acopio de fuerzas. Luego trepó por el cable y alzó las manos para que le ayudaran a salir por la entrada del retrete.
En la antesala, Scott continuó accionando el fuelle con increíble velocidad. El fuelle crujía y rechinaba al tiempo que el aviador negro emitía ruidos guturales debido al esfuerzo.
Lentamente, los hombres fueron saliendo del túnel uno tras otro. Todos estaban sucios y atemorizados; todos experimentaron una sensación de alivio al contemplar la superficie. «Tienes la sensación de que te mueres», comentó un hombre. Otro opinó que le parecía haber estado en un ataúd. Cada kriegie se apresuraba a llenar sus pulmones, y más de uno, al ver a Scott dándole al fuelle, murmuró una frase de gratitud.
El tiempo transcurría peligrosamente, tirando de cada hombre como un remolino en el mar, amenazando con arrastrarlos hacia aguas más procelosas aún.
– ¿Has visto a Hart? ¿Dónde está Hart? -preguntó Scott.
Nadie podía responder.
Fenelli, que era el Número Veintiocho, avanzó torpemente y aterrizó a los pies de Scott.
– Menos mal que se te ocurrió utilizarlo -murmuró señalando el fuelle-. De no ser por eso todo el túnel estaría lleno de hombres inconscientes. El aire aquí está envenenado.
– ¿Dónde está Hart? -inquirió Scott por enésima vez.
Fenelli meneó la cabeza.
– Estaba en la parte delantera. Fuera de la alambrada. Dando a los hombres la señal de salir. No sé dónde ha ido a parar.
Scott sentía una mezcla de furia e impotencia. No sabía qué hacer, salvo seguir lanzando unas ráfagas vitales de aire por el túnel.
– Es mejor que salgas de aquí -dijo entre dientes-. Cuando llegues arriba te ayudarán a salir.
Fenelli empezó a incorporarse, pero luego volvió a dejarse caer, sonriendo.
– ¿Sabes? Tengo un primo en la marina. En uno de esos malditos submarinos. Quería que me alistara con él, pero le dije que sólo a un idiota se le ocurriría ponerse a nadar por el fondo del mar, conteniendo el aliento, en busca de japoneses. Yo no iba a cometer esa estupidez, le dije. ¡Ja, ja! Y aquí me tienes. A ocho metros bajo tierra, encerrado en una puta prisión. ¡Yo, que ingresé en las fuerzas aéreas para volar!
Scott asintió con la cabeza, sin dejar de mover el fuelle, y esbozó una breve sonrisa.
– Creo que me quedaré aquí contigo unos minutos -dijo Fenelli.
El médico de Cleveland se agachó para mirar por el túnel, oscuro como boca de lobo. Cuando pasó un minuto, extendió las manos para ayudar al Número Veintisiete a salvar los últimos palmos. Se trataba del capitán neoyorquino, quien se arrojó también al suelo, boqueando como un pez fuera del agua.
– ¡Jesús! -exclamó-. ¡Vaya desastre! He tenido que pasar a través de un montón de arena en más de una ocasión. Las cosas se están poniendo feas ahí dentro.
– ¿Dónde está Tommy?
El hombre hizo ademán de no saberlo.
– Hay varios hombres que bajan por el túnel detrás de mí -dijo. Después de inspirar una bocanada de aire se puso en pie-. ¡Joder! Es agradable erguirse. Me largo de aquí. -Asió el cable y cuando Fenelli le hubo ayudado a colocarse bien, comenzó a trepar hacia la superficie y un lugar seguro.
Justo después de que el Número Diecinueve hubo pasado por la entrada del túnel, el comandante Clark se asomó por el borde del pozo y gritó:
– ¡Se acabó! ¡Acaba de sonar la alarma!
El aullido lejano de una sirena antiaérea penetró incluso hasta donde ellos se hallaban.
– ¿Dónde está Hart? -preguntó Scott preocupado.
El Número Diecinueve movió la cabeza negativamente.
– Creía que iba detrás de mí -repuso-. Pero no sé dónde se ha metido.
– ¿Qué ha pasado? -inquirió Fenelli, arrodillándose y mirando por el túnel. Metió la cabeza por el agujero, tratando de detectar el sonido de alguien arrastrándose por el túnel.
– ¡Vamos, apresúrense! -les exhortó el comandante Clark desde arriba-. ¡Hay que moverse!
El Número Diecinueve seguía meneando la cabeza.
– No sé -dijo-. Yo estaba en el peldaño superior de la escalera, esperando la señal para salir corriendo, tal como nos habían ordenado, pero el que estaba en el otro extremo de la cuerda, dando las señales, era Hart, no el tío que iba delante de mí, como nos habían dicho. El caso es que estaba cansado de esperar y esperar, preguntándome que demonios ocurría, porque habían transcurrido más de un par de minutos y teníamos que salir de tres en tres a lo sumo, cuando de pronto oigo a dos hombres peleando. ¡Menuda pelea! Al principio sólo se oían gruñidos, resoplidos, puñetazos y después el choque de un cuerpo al caer al suelo. Luego silencio y a continuación, como por arte de encanto, oigo por fin voces. No pude oír lo que decían, pero daba lo mismo, porque de pronto percibo a Hart en la entrada, diciéndome que todo está lleno de alemanes y que retroceda lo más rápido que pueda por el túnel, que todos tenemos que salir, porque la alarma está a punto de sonar. De modo que bajo por la escalera y empiezo a retroceder, pero no podía pasar, porque los tíos estaban aterrorizados, peleando para dar la vuelta, y no se podía respirar, todo estaba lleno de tierra y no se veía nada porque todas las velas estaban apagadas. Y de repente, aterrizo aquí.
– ¿Dónde está Hart? -gritó Scott.
El Número Diecinueve se encogió de hombros mientras trataba de recuperar el resuello.
– No sé decirte. Supuse que me seguiría, pero al parecer no lo hizo.
La voz del comandante Clark resonó a través de la abertura.