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– ¡Apresúrense! ¡Los alemanes están a punto de llegar! ¡Tenemos que cerrar el túnel!

Scott alzó la cabeza para mirarle.

– ¡Hart aún no ha regresado! -respondió.

Clark vaciló unos instantes.

– ¡Debería ir detrás del último hombre!

– ¡Pero no ha vuelto!

– ¡Tenemos que cerrar el túnel antes de que se presenten!

– ¡Hart no ha vuelto! -gritó Scott una vez más.

– ¿Pero dónde puñetas se ha metido? -preguntó el comandante.

Tommy Hart ya no podía diferenciar entre los variados dolores que le recorrían el cuerpo. Su maltrecha mano parecía haber distribuido el sufrimiento a través de cada centímetro de aquél. Cada punzada de inenarrable dolor se veía incrementada por un agotamiento tal que Tommy no creía tener fuerzas suficientes para descender por el túnel. Había superado el límite donde prevalecían el temor y el terror y se estaba adentrando en el territorio de la muerte. El hecho de ser capaz de avanzar a rastras le maravillaba, pues no sabía de dónde había sacado esa reserva de energía. Sus músculos le advertían que estaban a punto de rendirse. A pesar de todo, no se detuvo.

Era la noche más oscura que había conocido y se sentía terriblemente solo.

Riachuelos de arena caían sobre su cabeza. El polvo le taponaba la nariz. Tenía la sensación de que no quedaba aire dentro de los reducidos confines del túnel. El único sonido que podía detectar era el crujir de las tablas que apuntalaban el techo y que parecían a punto de ceder. Tommy continuó desplazándose, como si nadara, apartando mediante un esfuerzo sobrehumano la tierra que obstaculizaba su camino.

No tenía esperanzas de seguir así los setenta y cinco metros del túnel, ni se creía capaz de recorrer esa distancia antes de que los alemanes irrumpieran en el barracón. Curiosamente, el cansancio, unido al dolor y al inmenso esfuerzo que representaba seguir avanzando, se habían confabulado para impedir que el terror hiciera presa en él y lo inmovilizara. Parecía como si todas las angustias que invadían su cuerpo no dejaran espacio suficiente para la más peligrosa. En el curso de esta última batalla, la posibilidad de derrota no le había pasado siquiera por la mente.

Se aferraba a cada centímetro de oscuridad a medida que iba avanzando.

No se detuvo. Ni siquiera caviló, pese a su fatiga. Incluso cuando hallaba su camino parcialmente bloqueado y el túnel se hacía aún más estrecho, continuó reptando por él, deslizando su cuerpo larguirucho a través del minúsculo espacio. Se sentía mareado debido al esfuerzo. Cada bocanada de aire que inspiraba en la oscuridad le parecía más enrarecida, más fétida, más dañina.

No sabía el trecho que había recorrido ni hasta dónde había llegado. En cierto modo, tenía la impresión de haber estado siempre en el túnel, como si nunca hubiera existido el exterior ni un cielo diáfano lleno de aire puro y un sinnúmero de estrellas. Le vinieron ganas de reír, pensando que todo lo demás debía de ser un sueño: su casa, su escuela, su amor, la guerra, sus amigos, el campo de prisioneros, la alambrada… Nada de ello había existido; él había muerto en el Mediterráneo, junto al capitán tejano, y todo lo demás era tan sólo una extraña fantasía sobre el futuro que él había llevado consigo al más allá. Apretó los dientes y se arrastró otro metro, pensando que acaso nada era real, que este túnel era el infierno, en el que él había estado siempre y del que jamás saldría. Ni salida, ni aire, ni luz. Por toda la eternidad.

En medio de ese delirio que había hecho presa de él, oyó una voz.

Le parecía familiar. Al principio creyó que era la de Phillip Pryce, pero en seguida comprendió que no, que era su viejo capitán quien le llamaba. Tommy avanzó a rastras unos palmos, sonriendo, pues pensó que debía de ser Lydia la dueña de esa voz. Estaba en Vermont, era verano, y ella había ido a buscarlo a su casa para que saliera a gozar del tibio aire nocturno y le diera un beso de buenas noches, tierno y apasionado. Susurró unas palabras, como un enamorado que se vuelve en el lecho por la noche en respuesta a unas caricias insinuantes.

– Estoy aquí -dijo.

La voz volvió a llamarle, y Tommy avanzó un poco más.

– Estoy aquí -dijo, más fuerte. No tenía fuerzas para hablar más alto, y sólo consiguió articular unas palabras apenas audibles. Siguió arrastrándose, esperando ver a Lydia tendiéndole la mano, instándole a acercarse a ella.

Entonces lo ensordeció un ruido tremendo.

Ni siquiera tuvo tiempo de asustarse cuando el techo se partió y de pronto cayó sobre él una cascada de tierra arenosa.

– ¡Lo he oído! -gritó Lincoln Scott-. ¡Está ahí dentro!

– ¡Joder! -exclamó Fenelli, alejándose de la entrada del túnel cuando salió una ráfaga de tierra como si se hubiera producido una explosión-. ¡Maldita sea!

El comandante Clark gritó desde la entrada en el retrete:

– ¿Qué pasa, dónde está Hart?

– ¡Está aquí! -respondió Scott-. ¡Lo he oído!

– ¡Se ha derrumbado el techo! -gritó Fenelli.

– ¿Dónde está Hart? -volvió a inquirir el comandante-. ¡Tenemos que cerrar el túnel! ¡Los alemanes están sacando a todo el mundo de los barracones! ¡Si no lo cerramos ahora, lo descubrirán!

– ¡Lo he oído! -repitió Scott-. ¡Está atrapado!

Scott y Fenelli alzaron la vista y miraron al comandante Clark. Este pareció oscilar ligeramente, como los vahos de calor sobre el asfalto de una autopista en una calurosa tarde de agosto, antes de tomar una decisión.

– Empezad a mover los cubos -gritó, volviéndose hacia los otros hombres en el pasillo-. ¡Nadie sale de aquí hasta que hayamos rescatado a Hart! -Se inclinó sobre el orificio de acceso a la antesala del túnel y chilló-: ¡Ahora bajo! -Tras lo cual tomó una pala y el rudimentario pico y los arrojó por el agujero.

Cayeron estrepitosamente al suelo. Pero Lincoln Scott ya se había lanzado a través del túnel, adentrándose en él, apartando frenéticamente la arena y la tierra que se habían desprendido, cavando como una bestia subterránea enloquecida. Scott extrajo pala tras pala de la tierra que se había desprendido al derrumbarse el techo, arrojándola tras él, para que Fenelli la apartara hacia el fondo de la antesala.

Nada de cuanto Lincoln Scott había hecho en su vida le había parecido tan perentorio. Ningún momento de confrontación, de ira, de rabia, nada era comparable a su ataque contra la arena desprendida que le impedía avanzar. Era como pelear contra un fantasma, contra un espíritu. Lincoln no tenía remota idea de si tendría que excavar un palmo o cien. Pero no le importaba lo más mínimo. Siguió excavando, arrojando puñados tras él. Empezó a recitar un mantra en voz baja «¡No vas a morir! ¡No vas a morir!», al tiempo que seguía excavando y avanzando hacia el lugar donde creía haber oído el último y débil sonido de la voz de Tommy Hart.

Fenelli, a unos metros detrás de él, le animaba.

– ¡Continúa! ¡Continúa! ¡Le quedan unos pocos minutos antes de asfixiarse! ¡Sigue cavando, maldita sea!

El comandante Clark permanecía arrodillado junto al borde de la entrada al túnel, cerca del retrete, mirando por el orificio.

– Apresúrese -exhortó a Scott-. ¡Maldita sea, muévase!

En el otro extremo del pasillo central del barracón 107, el oficial que montaba guardia junto a la puerta principal se volvió de repente y gritó a los que estaban en el retrete:

– ¡Se acercan alemanes!

El comandante Clark se levantó. Se volvió hacia la brigada de los cubos que estaban de pie en el pasillo y ordenó:

– ¡Salgan todos al campo de revista!

– ¿Qué hacemos con el túnel? -preguntó alguien.

– ¡Al carajo con el túnel! -replicó Clark.

Pero luego alzó la mano derecha, como para detener a los hombres a quienes había ordenado que salieran. El comandante dejó escapar una sonrisa irónica, tensa, a través de su rostro y miró a los kriegies que se disponían frente a él.