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– Ahí abajo hay unos hombres. Cuando salgan, yo les acompañaré al Appell.

Von Reiter vaciló, pero su próxima orden fue interrumpida por la voz exaltada de Fenelli, que brotó por la entrada del túnel.

– ¡Lo ha rescatado! ¡Lo ha hecho de puta madre, comandante! ¡Scott ha logrado sacarlo de allí! ¡Van a salir!

Clark se volvió hacia el médico.

– ¿Está bien?

– ¡Está vivo!

Entonces Fenelli se volvió y extendió la mano a través del túnel para ayudar a Lincoln Scott a arrastrar a Tommy Hart los últimos metros. Al entrar en la antesala ambos hombres se arrojaron extenuados sobre el montón de tierra. Fenelli se dejó caer por el agujero y aterrizó junto a Tommy, a quien sostuvo la cabeza mientras Lincoln Scott, resollando, inspirando el aire del pozo del túnel, se dejó caer junto a ellos. Fenelli sacó una cantimplora llena de agua, que vertió sobre la cara de Tommy.

– ¡Joder, Hart! -murmuró Fenelli-. Debes de ser el tío más afortunado del mundo.

Luego observó la maltrecha mano de Tommy y emitió una exclamación de asombro.

– Y la mano más desgraciada. ¿Cómo ocurrió?

– Me mordió un perro -respondió Tommy con un hilo de voz.

– Menuda bestia -dijo Fenelli. Luego le formuló otra pregunta en voz baja-: ¿Qué diablos ha ocurrido ahí fuera?

Tommy meneó la cabeza y respondió suavemente:

– Conseguí salir. Por poco rato, pero salí.

– Bien -repuso el médico de Cleveland esbozando una sonrisa de satisfacción, aunque cubierta de tierra-. Llegaste más lejos que yo, lo cual ya es algo.

Pasó un brazo por la axila de Tommy y le ayudó a incorporarse. Scott se levantó también emitiendo un sonido gutural. Los dos hombres tardaron un par de minutos en alzar a Tommy a través del pozo del túnel hasta la superficie, donde los alemanes le agarraron y depositaron sobre el suelo del pasillo. Tommy no sabía lo que ocurriría a continuación, sólo que se sentía aturdido debido al sabor embriagador del aire. No creía tener fuerzas suficientes para ponerse en pie por sí solo y caminar, si los alemanes se lo exigían. Lo único que sentía era un dolor inmenso y una gratitud no menos inmensa, como si esas dos sensaciones contradictorias estuvieran más que dispuestas a compartir un espacio en su interior.

Era consciente de que Lincoln Scott se hallaba cerca, junto al comandante Clark, como si montara guardia. Fenelli volvió a inclinarse sobre él y le observó la mano.

– La tiene destrozada -observó Fenelli volviéndose al comandante Von Reiter-. Es preciso curarle esas heridas sin pérdida de tiempo.

Von Reiter se agachó y examinó la mano. De inmediato retrocedió, como si lo que había visto le chocara. Tras dudar unos segundos, retiró lentamente y con cuidado el pañuelo con que Tommy se había envuelto la mano. Von Reiter se guardó el pañuelo en el bolsillo de su guerrera, haciendo caso omiso de la sangre que empapaba la seda blanca. Al contemplar las graves lesiones, arrugó el ceño. Observó que tenía el índice casi amputado y unos cortes profundos en la palma y los otros dedos. Luego alzó la vista y miró al teniente alemán.

– ¡Traiga un paquete de cura inmediatamente, teniente!

El oficial alemán saludó e hizo un gesto a uno de los gorilas que seguían en posición de firmes. El soldado alemán sacó un paquete que contenía una gasa impregnada con sulfamida de un estuche de cuero sujeto a su cinturón de campaña y lo entregó al comandante Von Reiter, quien, a su vez, lo pasó a Fenelli.

– Haga lo que pueda, teniente -dijo Von Reiter con tono hosco.

– Esto no es suficiente, comandante -replico Fenelli-. Necesita medicinas y un médico.

Von Reiter se encogió de hombros.

– Véndale bien la mano -dijo.

El comandante alemán se incorporó bruscamente y se volvió hacia el comandante Clark.

– Encierre a estos hombres en la celda de castigo -dijo, indicando a Fenelli, Scott y Hart.

– Hart necesita que lo atienda de inmediato un médico -protestó el comandante Clark.

Pero Von Reiter sacudió la cabeza.

– Ya lo veo, comandante -dijo-. Lo siento. A la celda. -Esta vez repitió la orden al oficial alemán que se hallaba cerca-, ¡A la celda! Schnell!-dijo alzando la voz. Acto seguido, sin añadir otra palabra ni mirar a los americanos o el túnel, dio media vuelta y abandonó apresuradamente el barracón.

Tommy trató de levantarse, pero la debilidad se lo impedía.

El teniente alemán le empujó con su bota.

– Raus! -dijo.

– No te preocupes, Tommy, yo te ayudaré -dijo Lincoln Scott apartando al alemán de un golpe con el hombro. Luego se inclinó y ayudó a Tommy a ponerse en pie. Al levantarse, Tommy estuvo a punto de perder el equilibrio-. ¿Puedes caminar? -le preguntó Scott en voz baja.

– Lo intentaré -respondió Tommy entre dientes.

– Te ayudaré -dijo Scott-. Apoya el peso en mí. -Sostuvo a Tommy por los sobacos para evitar que cayera. El aviador negro sonrió-. ¿Recuerdas lo que te dije, Tommy? -preguntó suavemente-. Ningún chico blanco muere si hay un aviador de Tuskegee velando por él.

Avanzaron un paso como para tantear el terreno, luego otro. Fenelli se adelantó y abrió la puerta del barracón 107 para que pudieran pasar.

Rodeado por los ceñudos guardias alemanes cubiertos con cascos, observado por todos los hombres del recinto, Lincoln Scott condujo con lentitud a Tommy Hart a través del campo de ejercicio. Sin decir palabra, ni siquiera cuando un gorila les empujaba con el cañón del fusil, los dos hombres atravesaron cogidos del brazo las formaciones de aviadores americanos, que se apartaron en silencio para darles paso.

Cuando hubieron salido del recinto rodeado por la alambrada de espino, se oyó un portazo a sus espaldas. Se dirigieron hacia el edificio donde se hallaba la celda de castigo y al traspasar la puerta de acceso a las celdas, sonaron vítores y aclamaciones emitidos por los hombres colocados en formación. Las aclamaciones se elevaron a través del aire de la soleada mañana, siguiéndolos hasta el acre mundo de cemento de la celda de castigo, traspasando el recio edificio de hormigón, filtrándose a través de las ventanas abiertas provistas de barrotes, resonando y reverberando a través del pequeño espacio, imponiéndose sobre el sonido de la puerta al cerrarse con llave a sus espaldas, creando una maravillosa música semejante a la del cuerno del anciano Josué cuando se detuvo en actitud desafiante ante las imponentes murallas de Jericó.

21

Ochenta y cuatro sombreros

Tommy Hart tiritó, solo, en la inhóspita celda de castigo de cemento durante casi dos semanas, mientras las heridas de su mano se agravaban con cada hora que transcurría. Tenía los dedos infectados e hinchados como salchichas. La piel de su antebrazo presentaba unas señales de color verde amarillento y pasaba buena parte del tiempo apoyado junto a la fría puerta de madera, estrechando su mano deforme contra el pecho. El dolor era intenso e incesante y Tommy se sentía cada vez más débil; con frecuencia caía en un estado de delirio del que al poco tiempo se recuperaba. Los otros hombres, encerrados en las celdas contiguas, le oían por las noches hablando a ratos con personas que hacía mucho que habían muerto o estaban lejos, y le gritaban para atraer su atención, para obligarle a regresar a la realidad, como si el hecho de sustraerlo a las alucinaciones fuera una medida terapéutica.

Tommy era vagamente consciente de que cada día los hombres gritaban al guardia alemán que entraba en el edificio de las celdas, portando kriegsbrot negro y agua para los prisioneros, cubriéndole de insultos y exigiendo que Tommy fuera trasladado al hospital. Los alemanes que se encargaban de llevarles las magras raciones de comida, o de vaciar los cubos destinados a sus deposiciones, hacían caso omiso.