– ¡Aleluya! ¡In excelsis gloria! Y nosotros condenados a utilizar una y otra vez ese falso té indio. ¡Hugh, Hugh, tesoros de las colonias! ¡Riquezas inimaginables! ¡Un té como Dios manda! ¡Una golosina para frenar el apetito, una auténtica y deliciosa taza de té seguida por un delicioso cigarrillo! ¡Estamos en deuda contigo, Thomas!
– Es gracias a los paquetes -repuso Tommy-. Los nuestros son mucho mejores que los vuestros.
– Por desgracia, es cierto. No es que los prisioneros no apreciemos los sacrificios que hacen nuestros atribulados compatriotas, pero…
– Los paquetes de los yanquis son mejores -interrumpió Hugh Renaday-. Los paquetes británicos son patéticos: asquerosas latas de arenque ahumado, falsa mermelada y algo que llaman café, pero que evidentemente no lo es. ¡Espantoso! Los paquetes canadienses no están mal, pero andan un poco escasos de los productos que le gustan a Phillip.
– Demasiada carne enlatada. Poco té -dijo Pryce con fingida tristeza-. La carne enlatada tiene toda la pinta de ser de los cuartos traseros del viejo caballo de Hugh.
– Probablemente.
Los hombres rieron de nuevo, y Hugh Renaday entró en el barracón con el chocolate y el bote de té para preparar tazas para los tres hombres. En el ínterin, Pryce encendió un cigarrillo, se recostó y, cerrando los ojos, exhaló el humo por la nariz.
– ¿Cómo te sientes, Phillip? -preguntó Tommy.
– Mal, como siempre, querido amigo -contestó Pryce sin abrir los ojos-. La constancia de mi estado físico me procura cierta satisfacción. Siempre me siento igual de jodido.
Pryce abrió los ojos y se inclinó hacia delante.
– Pero al menos esto funciona a la perfección -dijo tocándose la frente-. ¿Has preparado una defensa para tu carpintero acusado del crimen?
Tommy asintió con la cabeza.
– Desde luego -respondió.
El anciano volvió a sonreír.
– ¿Se te han ocurrido algunas ideas novedosas?
– Solicitar un cambio de jurisdicción, eso para empezar. Luego me propongo presentar a irnos meticulosos expertos en madera o científicos para que arremetan contra el hombre de Hugh, el presunto experto forense en madera. Sospecho que ni siquiera existe tal cosa, pero trataré de hallar a un tipo de Harvard o de Yale que lo confirme. Porque nuestro mayor obstáculo es el testimonio sobre la escalera. Puedo explicar lo de los billetes y todo lo demás, pero el hombre que asegura que la escalera sólo pudo ser construida con la madera del garaje de Hauptmann… Además, buena parte del caso se apoya en ese testimonio.
Pryce movió la cabeza arriba y abajo con lentitud.
– Continúa. Lo que dices no deja de ser cierto.
– Verás, la escalera de madera es lo que me obliga a llamar a declarar a Hauptmann para que se defienda. Y cuando suba al estrado, frente a todas las cámaras y periodistas, en medio de aquel circo…
– Deplorable, desde luego…
– Y hable con un acento… que hará que todo el mundo le odie. Desde el momento en que abra la boca. Creo que lo odiaban cuando lo acusaron de los cargos. Pero cuando saque a relucir ese acento extranjero…
– El caso se basa en gran medida en el odio que suscita ese hombre. ¿No es así?
– Sí. Un inmigrante. Un hombre rígido, tosco, que en seguida se granjea las antipatías del público. En cuanto lo subamos al estrado será como desafiar al jurado a que lo condenen.
– Una rata solitaria, un cliente difícil.
– Sí. Pero debo hallar la forma de transformar puntos flacos en puntos fuertes.
– Cosa nada fácil.
– Pero imprescindible.
– Eres muy astuto. ¿Y qué me dices de la extraña identificación del afamado aviador, cuando afirma que reconoció la voz de Hauptmann como la voz que oyó en el oscuro cementerio?
– Bueno, su testimonio es absurdo, Phillip. ¡Que un hombre sea capaz de reconocer la media docena de palabras de otro, años más tarde! Creo que yo le habría preparado una sorpresa al coronel Lindbergh al interrogarlo…
– ¿Una sorpresa? Explícate.
– Habría colocado a tres o cuatro hombres con marcado acento extranjero en distintos lugares de la sala. Entonces habría hecho que se levantaran uno tras otro, rápidamente, para decir: «¡Deje el dinero y márchese!», tal como afirma el coronel que hizo Hauptmann. La acusación protestará, por supuesto, y el juez lo considerará una ofensa…
Pryce sonrió.
– Ah, un poco de teatro, ¿no? Jugar un poco con esa multitud de horripilantes periodistas para poner de relieve una mentira. Lo veo con toda claridad. La sala atestada de gente, todos los ojos sobre Thomas Hart, como hipnotizados cuando éste presenta a los tres hombres y luego se vuelve hacia el famoso aviador y pregunta, «¿Está seguro de que no era él? ¿Ni él? ¿Ni él?», y el juez golpeando con el martillo y los periodistas precipitándose hacia los teléfonos. Crear un pequeño circo para contrarrestar el circo organizado contra ti, ¿no es eso?
– Precisamente.
– Ah, Thomas, serás un magnífico abogado. En el peor de los casos, el ayudante del diablo, si morimos aquí y nos vamos al infierno. Pero recuerda que conviene ser prudente. Para mucha gente entre el público, el jurado y el mismo juez, Lindbergh era un santo. Un héroe. Un perfecto caballero. Es preciso ser prudente al demostrar que un hombre aureolado por el resplandor de perfección que le ha otorgado la opinión pública es un mentiroso. ¡Tenlo presente! Hablando de perfección, aquí viene Hugh con el té.
El anciano tomó la taza humeante y aspiró con arrobo.
– Ah -dijo-, ojalá tuviéramos un poco de…
Tommy sacó del bolsillo el bote de leche condensada al tiempo que terminaba la frase del anciano: «¿…un poco de leche fresca?»
– Thomas, hijo mío, llegarás lejos en esta vida -comentó Phillip Pryce con una carcajada.
Acto seguido vertió un generoso chorro en su taza de loza blanca y bebió un largo trago con manifiesto placer.
– Ahora que me he dejado sobornar por el yanqui -dijo mirando a Renaday sobre el borde de la taza-, espero que tú también te hayas preparado debidamente, Hugh.
Renaday se sirvió un poco de leche en su té y asintió con vehemencia.
– Por supuesto, Phillip. Aunque me hallo en situación de clara desventaja debido a este descarado soborno por parte de nuestro amigo estadounidense, estoy perfectamente preparado. Las pruebas que poseo son abrumadoras. El dinero del rescate, esos billetes hallados en casa de Hauptmann. La escalera, que puedo demostrar que fue construida con madera de su propio garaje. La falta de una coartada creíble…
– Y de una confesión -interrumpió Tommy Hart bruscamente-. Incluso después de que fuera sometido a un largo y durísimo interrogatorio.
– Esa ausencia de confesión -terció Pryce-, es francamente preocupante, ¿no es cierto, Hugh? Asombra que no fueran capaces de obtenerla. Cabe pensar que el hombre acabaría desmoronándose ante los esfuerzos de la policía estatal. También cabe pensar que los remordimientos le atormentarían por haber matado a una criatura inocente. Imaginamos que esas presiones, externas e internas, serían prácticamente insuperables, sobre todo para un hombre tosco, de escasa educación, y que, al cabo de un tiempo se produciría por fin esta confesión, la cual respondería a los muchos y persistentes interrogantes. Pero en vez de ello, este estúpido obrero insiste en su inocencia…
El canadiense asintió con la cabeza.
– Me sorprende que no le hicieran confesar. Yo lo habría hecho, aunque no sin recurrir a lo que vosotros, los que habéis nacido más abajo de la latitud cuarenta y ocho, llamáis tercer grado. Ahora bien, reconozco que una confesión sería oportuna, quizás incluso importante, pero… -Hugh Renaday se detuvo y sonrió a Tommy-. Pero no la necesito. No. El hombre ha entrado en la sala envuelto en un manto de culpabilidad. Cubierto de pies a cabeza de culpabilidad. Preñado de culpabilidad… -Renaday sacó la barriga y se dio una sonora palmada. Los tres hombres se rieron de aquella imagen-. Yo apenas tengo que hacer nada, salvo ayudar al verdugo a anudar la soga.