Sólo uno de sus captores, hacia la mitad de la segunda semana, mostró cierta preocupación. Se trataba, naturalmente, de Fritz Número Uno, quien se presentó poco después del Appell matutino, echó una ojeada a aquella mano maltrecha y ordenó que trajeran a Fenelli.
El médico de Cleveland había apartado con cuidado los dedos de Tommy, meneando la cabeza. Limpió la cara y las heridas de Tommy como pudo con un trapo húmedo.
– Dentro de pocos días se habrá gangrenado -informó a Fritz Número Uno, murmurando indignado cuando regresaron al pasillo y Tommy ya no podía oírlos-. Hacen falta antisépticos, penicilina; hace falta extirpar el tejido dañado. Por el amor de Dios, Fritz, corra a decirle al comandante que Tommy morirá si no le atienden.
– Hablaré con él -le prometió el hurón.
– Todo depende de usted -había dicho Fenelli-. Y de Von Reiter. ¡Y le aseguro que muchos de los hombres que hay aquí no olvidarán lo que le ocurra a Tommy Hart!
– Se lo diré -repitió el cabo.
– ¡Dígaselo en seguida! Ahora mismo -había dicho Fenelli con tono entre imperioso e implorante.
Pero durante unos días no había ocurrido nada.
Atrapado entre el dolor, las fantasías, el delirio y el frío, Tommy parecía sumirse poco a poco en un extraño universo. A veces soñaba que se hallaba todavía en el túnel, y se despertaba gritando aterrorizado. Otras, el dolor era tan insoportable que le trasladaba a otra dimensión, donde lo único que veía y sentía eran los recuerdos de su hogar que le habían reconfortado durante los meses que llevaba preso en el Stalag Luft 13. Era el estado que Tommy ansiaba, porque cuando contemplaba el firmamento sobre las Green Mountains que se alzaban frente a su casa en Vermont, el dolor le concedía un respiro.
El decimosexto día en la celda de castigo, ya no pudo probar bocado. Tenía la garganta seca. Prácticamente todas sus fuerzas habían desaparecido. Tan sólo era capaz de beber sorbos de agua.
Los otros le llamaban con insistencia, tratando de convencerle para que cantara o conversara con ellos, cualquier cosa con tal de lograr que permaneciera consciente. Era inútil. Los pocos recursos que le quedaban los utilizaba para luchar contra el dolor que le provocaba unas punzadas abrasadoras en todo el cuerpo. Estaba sucio, cubierto de sudor y tierra, y temía no poder controlar las evacuaciones. Pensó, en uno de los pocos momentos racionales que se imponían sobre el delirio que amenazaba con apoderarse de él por completo, que era una forma estúpida y absurda de morir, mordido por un oficial de la Gestapo, después de cuanto había pasado y de las numerosas veces que había logrado salvarse.
En sus trances oía voces que pertenecían a personas que hacía mucho que habían muerto. Incluso Visser le había increpado en una ocasión y Tommy se había burlado insolentemente de ese fantasma.
Pero no fue una alucinación cuando un día se abrió la puerta de la celda. Tommy alzó la cabeza y contempló con ojos empañados y vidriosos la inconfundible figura de Hugh Renaday, que entró de prisa.
– ¡Por todos los diablos! -exclamó Hugh al inclinarse sobre Tommy, que no pudo levantarse del suelo.
Tommy sonrió, a pesar del dolor.
– Hugh. Creí que…
– ¿La había palmado? A punto estuve. Ese cabrón de Visser ordenó que me fusilaran. Pero por suerte Von Reiter se negó en redondo. De modo que aquí me tienes, amigo mío, vivito y coleando.
– ¿Y los otros?
– ¿Qué otros?
– Los hombres que salieron…
Hugh sonrió.
– Los cochinos alemanes atraparon esa mañana a diez tíos deambulando por el bosque, perdidos. Otros cinco hombres fueron arrestados en la estación, mientras esperaban que pasara un segundo tren. Por lo visto hubo cierto problema con los billetes que falsificaron y la Gestapo no tuvo ninguna dificultad en localizarlos entre la multitud. Pero tres hombres, los tres primeros que salieron del túnel, no han aparecido y nadie sabe dónde están. Todo indica que sus billetes eran aceptables y pudieron abordar un tren que se los llevó antes de que sonara la alarma. Corren muchos rumores al respecto, pero no se sabe nada con certeza.
Tommy asintió con la cabeza.
– Me alegro -dijo-. Tuvieron suerte.
– ¿Quién sabe? A propósito, nuestro amigo Fritz Número Uno obtuvo una medalla y un ascenso. Ahora es sargento, y luce una de esas cruces negras y relucientes en torno al cuello. Como puedes imaginar, se ha convertido en el gallo del corral.
Hugh se agachó y rodeó a Tommy con sus brazos, para ayudarle a incorporarse.
– Vamos, abogado. Vamos a sacarte de aquí -dijo.
– ¿Y Scott y Fenelli?
– Ellos también saldrán.
Tommy sonrió.
– Estupendo -dijo débilmente- Hugh, mi mano…
El canadiense apretó los dientes.
– Procura resistir, muchacho. Te llevaremos a un médico.
El pasillo del edificio de las celdas estaba atestado de guardias alemanes armados con fusiles. Hugh sacó a Tommy casi en brazos de la celda, y una vez en el pasillo Scott le ayudó a transportarlo. Tommy estaba delgadísimo; cuando trató de andar, sintió como si sus piernas fueran de goma, como si cada articulación en su cuerpo se hubiera descoyuntado y no le sostuviera.
Fenelli soltó unas palabrotas entre dientes mientras les conducía fuera del edificio de las celdas de castigo hacia el soleado recinto exterior. Todos los hombres pestañearon ante el súbito resplandor e inspiraron afanosamente unas bocanadas de aire templado. Fuera había más alemanes esperándoles, además del coronel MacNamara y el comandante Clark, que paseaban impacientes arriba y abajo frente al edificio.
– ¿Cómo está? -preguntó inmediatamente el coronel MacNamara a Fenelli.
– Le duele mucho -respondió el médico.
MacNamara asintió con la cabeza y señaló el edificio de administración del campo.
– Allí -dijo-. Von Reiter les está esperando.
Los hombres que componían el extraño cortejo, en cuyo centro se hallaba Tommy, fueron conducidos al despacho del comandante Von Reiter. El oficial alemán estaba sentado detrás de su inmaculado escritorio, como de costumbre, pero cuando entraron se puso en pie. Se alisó el uniforme con un gesto automático y dio un taconazo, haciendo una leve reverencia. Una representación muy estudiada y calculada.
Los kriegies, a excepción de Tommy, le saludaron al estilo militar.
Von Reiter indicó una silla y Tommy fue instalado en ella por Fenelli y Lincoln Scott, que permaneció detrás de él.
El alemán se aclaró la garganta y contempló la mano desfigurada de Tommy.
– ¿Se siente mal, teniente Hart? -preguntó.
Tommy se echó a reír a pesar del dolor.
– He tenido épocas mejores -murmuró con voz ronca.
El coronel MacNamara avanzó, expresándose con tono enérgico, erguido e indignado.
– ¡Exijo que atienda a este hombre inmediatamente! Sus heridas son graves, como puede comprobar. Según la Convención de Ginebra, tiene derecho a que le vea un médico. Le advierto, comandante, que la situación es crítica. No toleraremos más demoras…
Von Reiter le interrumpió con un gesto de la mano.
– El teniente Hart recibirá la mejor atención. Lo he dispuesto todo. Le pido disculpas por la demora, pero son asuntos delicados.
– ¡Cada minuto que pasa pone en peligro la vida de este oficial!
Von Reiter asintió con la cabeza.
– Sí, sí, coronel, lo comprendo. Pero han ocurrido muchas cosas y aunque procuramos ser eficientes, quedan aún algunas cuestiones por resolver. ¿Está usted en condiciones de responder a unas preguntas, señor Hart? Sólo se trata de completar el informe para mis superiores.
Tommy intentó encogerse de hombros.
– El teniente Hart no está obligado a responder a ninguna pregunta -terció el comandante Clark.
Von Reiter suspiró.
– Comandante, se lo ruego. Aún no ha oído las preguntas que voy a hacer.