El comandante dejó que el silencio se impusiera durante un par de minutos en la habitación. Luego se volvió hacia Tommy Hart.
– Teniente, ¿sabe usted quién asesinó al capitán Vincent Bedford de las fuerzas aéreas estadounidenses?
Tommy sonrió y asintió con la cabeza.
– Sí.
– ¿No fue el teniente Scott?
Antes de que Tommy pudiera responder a esta pregunta, el coronel MacNamara interrumpió.
– ¡Comandante Von Reiter! ¡Como bien sabe, el teniente Scott ha sido absuelto de este crimen por el veredicto unánime de un tribunal militar reunido en consejo de guerra! Mientras el teniente Scott permanecía encerrado en la celda de castigo, el tribunal llegó a la conclusión de que no había pruebas que demostraran más allá de la duda razonable su culpabilidad, por lo que fue declarado inocente.
– Por favor, coronel, no he concluido mi interrogatorio.
– ¿Absuelto? -preguntó Scott emitiendo una breve carcajada-. Alguien pudo haber tenido el detalle de comunicármelo.
– El campo lo sabe -dijo MacNamara-. Lo anunciamos durante el Appell la mañana siguiente a la fuga.
Scott sonrió. Apoyó una mano en el hombro de Tommy y le dio un apretón de enhorabuena.
MacNamara calló. Von Reiter se detuvo, miró a los otros de uno en uno, y prosiguió con sus preguntas.
– Lo expresaré de otra forma, teniente Hart. Su investigación determinó la identidad del auténtico asesino, ¿no es así?
– Sí -contestó Tommy tan fuerte como pudo.
Von Reiter sonrió.
– Eso supuse -el alemán meneó la cabeza ligeramente-. Pensé que algunas personas le habían subestimado, señor Hart. Pero eso, por supuesto, no nos concierne en estos momentos. Sigamos. ¿Ese asesino… era miembro de la Luftwaffe?
– No señor.
– ¿Ni de ninguna otra fuerza armada alemana?
– No, comandante -repuso Tommy.
– Dicho de otro modo: el asesino del capitán Bedford era miembro de las fuerzas aliadas encarceladas aquí, en el Stalag Luft 13.
– Así es.
– ¿Está usted dispuesto a firmar una declaración que confirme sus palabras?
– Sí, siempre y cuando no me exijan que identifique al verdadero asesino.
Von Reiter emitió una breve risotada.
– Eso, teniente, depende de sus autoridades, con las que podrá hablar de ello en otro momento más oportuno. Mis superiores me han comunicado que los propósitos de la Luftwaffe quedarán cumplidos si usted jura que el asesino no pertenece a nuestro servicio, eximiéndonos de toda culpabilidad en este desdichado asunto. ¿Está dispuesto a hacerlo?
– Sí, comandante.
Von Reiter parecía satisfecho.
– Me he tomado la libertad de mandar que prepararan este documento. Deberá confiar en que el idioma alemán refleja exactamente lo que yo he dicho y usted ha confirmado. A menos que sus oficiales deseen proporcionar un traductor…
Von Reiter dirigió una sonrisa irónica a MacNamara antes de añadir:
– Pero sospecho que no querrán hacerlo, pues prefieren que no sepamos los nombres de los oficiales americanos que dominan el alemán.
– Me fío de su palabra -murmuró Tommy.
– Lo suponía -dijo Von Reiter. Se retiró detrás de su mesa, abrió el cajón central y extrajo un papel escrito a máquina. En la cabecera de la página aparecía grabada una llamativa águila negra. El alemán indicó el lugar donde figuraba escrito el nombre de Tommy. Ofreció a éste una pluma estilográfica. Esforzándose por reprimir las ardientes punzadas de dolor que le recorrían el brazo y el pecho, Tommy se inclinó hacia delante y firmó el documento. Fue agotador.
El oficial alemán tomó el papel, lo sostuvo en alto, lo examinó, sopló una vez sobre él para secarlo y volvió a guardarlo en el cajón. Luego impartió una orden en tono brusco y de inmediato se abrió una puerta lateral. Fritz Número Uno entró y saludó.
– ¡Sargento! Traiga a Herr Blucher. Y ese otro artículo del que hemos hablado.
Von Reiter se volvió hacia Tommy en el preciso momento en que el minúsculo suizo entraba en el despacho. Lucía el mismo sombrero de fieltro negro y portaba la misma cartera negra y gastada que llevaba el día en que Phillip Pryce le había sido confiado a su cuidado. Von Reiter sonrió de nuevo.
– Éste, señor Hart, es Herr Blucher, de la Cruz Roja. Le acompañará a un hospital de su país. Lamentablemente, las instalaciones médicas alemanas dejan bastante que desear y me temo que no están a la altura de las circunstancias. -El comandante alemán arqueó una ceja-. Ya conoce a Herr Blucher, ¿no? Creo que en su momento le tomó erróneamente por un miembro de nuestra estimada policía estatal, la Gestapo, ¿no es cierto? Pero le aseguro que no lo es.
Von Reiter hizo otra pausa.
– Y lleva un pequeño regalo de un amigo suyo, señor Hart -añadió-. El teniente coronel de aviación Pryce envió estos objetos a través de valija diplomática. Creo que los obtuvo en el hospital de Ginebra donde ahora reside. Teniente Fenelli, ¿quiere echarme una mano?
– ¡Phillip! -exclamó Hugh Renaday-. ¿Cómo averiguó…?
Von Reiter se encogió de hombros.
– No somos bestias, teniente. Al menos no todos. Haga el favor, teniente Fenelli…
Fenelli dio un paso adelante y Herr Blucher le entregó un paquetito envuelto en papel marrón y atado con un cordel. El médico de Cleveland lo abrió rápidamente y exclamó con sincera gratitud:
– ¡Santo cielo! ¡Gracias a Dios, gracias a Dios!
Se volvió y los otros vieron que el paquete contenía sulfamidas, desinfectante, gasas estériles, varias jeringuillas, media docena de preciosos viales de penicilina y una cantidad similar de morfina.
– ¡Primero la penicilina! -dijo Fenelli. Sin más dilación, llenó una jeringuilla-. Tanta como sea posible, lo más rápido posible. -Arremangó la manga de Tommy y desinfectó un punto cerca de su hombro. Le clavó la aguja, murmurando-: Lucha, Tommy Hart. Ahora tienes una oportunidad de vivir.
Tommy inclinó la cabeza hacia atrás. Durante unos breves momentos, se permitió creer que quizá lograría sobrevivir.
Fenelli siguió hablando, como consigo mismo, pero en realidad se dirigía a todos los que se hallaban presentes.
– Ahora morfina para el viaje. Aliviará el dolor. Suena bien, ¿no, Hart?
Von Reiter alzó de nuevo la mano.
– Teniente, le ruego que se detenga un momento antes de que le administre la morfina -le dijo.
Fenelli se detuvo cuando estaba llenando la jeringuilla.
Von Reiter miró a Fritz Número Uno, que había entrado en el despacho portando una tosca caja. El comandante alemán sonrió una vez más. Pero era una sonrisa fría, que revelaba los muchos años dedicados al duro servicio de la guerra.
– Tengo dos regalos para usted, señor Hart -dijo con tono quedo-. Para que recuerde estos días.
Se llevó la mano al bolsillo de la guerrera y sacó un pañuelo. Era el pañuelo de seda manchado de sangre con el que Tommy se había vendado la mano momentos después de su pelea con Visser.
– Creo que esto es suyo, señor Hart. Sin duda un importante regalo de una amiga en Estados Unidos, que sospecho que debe de tener un valor sentimental…
El alemán extendió el reluciente pañuelo blanco sobre la mesa frente a él. Las manchas de sangre se habían secado y presentaban unos tonos rojos amarronados.
– Se lo devuelvo, teniente. Pero observo la extraña coincidencia de que las iniciales de su amiga son idénticas a las de mi antiguo ayudante, el Hauptmann Heinrich Albert Visser, que murió valerosamente al servicio de su patria.
Tommy contempló las HAV bordadas con unas floridas letras en una esquina del pañuelo. Miró a Von Reiter, que meneó la cabeza.
– La guerra, por supuesto, consiste en una serie de desconcertantes coincidencias.
Von Reiter suspiró y tomó el pequeño pañuelo de seda, lo dobló con cuidado tres veces y lo entregó a Tommy Hart.