– Tengo otro regalo para usted, señor Hart. Después de que usted lo vea, el señor Fenelli puede administrarle la morfina.
Von Reiter hizo un gesto a Fritz Número Uno, que avanzó y depositó la caja que sostenía a la altura de la cintura a los pies de Tommy Hart.
– ¿Qué demonios es eso? -preguntó el coronel MacNamara-. ¡Parecen sombreros!
Von Reiter dejó que su siniestra sonrisa se asomara en las comisuras antes de responder.
– Tiene usted razón, coronel. Son sombreros. Algunos son unos gorros de lana, otros unos sombreros de piel y otros unos simples tocados de tejido. Presentan distintas formas, tamaños y estilos. Pero tienen un detalle en común. Al igual que el pañuelo que he devuelto, están manchados de sangre, por lo que habrá que limpiarlos antes de que puedan volver a ser utilizados.
– ¿Unos sombreros? -inquirió el oficial superior americano-. ¿Qué tiene que ver Hart con esos sombreros? Y encima manchados de sangre.
– Son sombreros rusos, coronel.
– Bueno -continuó MacNamara-, no comprendo…
Von Reiter le interrumpió fríamente.
– Ochenta y cuatro sombreros, coronel. Ochenta y cuatro sombreros rusos.
El comandante se volvió hacia Tommy Hart.
– Dieciséis hombres se enfrentaron al pelotón de ejecución con la cabeza descubierta.
Entonces Von Reiter se encogió de hombros.
– Esto me sorprendió mucho -agregó-. Supuse que por el asesinato a sangre fría de un oficial alemán que había obtenido numerosas condecoraciones, la Gestapo fusilaría a todo el campo de trabajo. A todos los rusos. Pero comprobé asombrado que sólo eligieron a cien hombres como represalia.
Von Reiter rodeó su escritorio y se sentó de nuevo en la silla. Dejó que el silencio se difundiera unos instantes por la habitación antes de asentir con la cabeza y hacer un gesto a Fenelli, que sostenía la jeringuilla de morfina preparada.
– Vaya con Herr Blucher, señor Hart. Váyase de aquí y llévese todos sus secretos consigo. El coche de Herr Blucher lo transportará a la estación. El tren le transportará a Suiza, donde le esperan su amigo el teniente coronel Pryce, un hospital y unos doctores. No piense en ese centenar de hombres. Ni durante un segundo. Bórrelos de su memoria. Luche por sobrevivir. Regrese a su casa en Vermont. Conviértase en un anciano rico y dichoso, teniente Hart. Y cuando sus nietos se le acerquen un día y le pregunten sobre la guerra, dígales que la pasó tranquilamente, leyendo libros de derecho, en un campo de prisioneros alemán llamado Stalag Luft 13.
Tommy no tenía palabras con que responder. Era vagamente consciente del pinchazo de la aguja. Pero la dulce y sedante sensación de la morfina al penetrar en su organismo fue como beber un trago del agua más pura y cristalina de un arroyo en casa.
Epílogo
Lydia Hart estaba en el cuarto de baño, dándose los últimos toques a su peinado, cuando dijo:
– ¡Tommy! ¿Quieres que te ayude a hacerte el lazo de la corbata? -Se detuvo, esperando una respuesta, que llegó como una negativa pronunciada a través de un sonido gutural, que era lo que ella había supuesto y le hizo sonreír mientras se cepillaba la cascada plateada que aún lucía sobre los hombros. Luego añadió-: ¿Cómo vamos de tiempo?
– Disponemos de todo el tiempo del mundo -repuso Tommy con lentitud.
Estaba sentado junto al ventanal de la suite de su hotel, desde donde podía ver la imagen reflejada de su esposa en el espejo y, cuando se volvía y miraba a través del cristal de la ventana, el lago Michigan. Era una mañana estival y el destello veteado del sol se reflejaba en la superficie del agua, de un azul intenso. Tommy había pasado el último cuarto de hora observando atentamente los veleros que realizaban ágiles piruetas a través del ligero oleaje, trazando unos dibujos aleatorios sobre el agua. La gracia y velocidad de los lustrosos veleros, describiendo círculos debajo de la blanca vela agitada por el viento, resultaba fascinante. Se preguntó por qué había preferido siempre los botes de pesca a los escandalosos motores, y dedujo que se debía a su inclinación por ciertos destinos, pero luego comprendió que le habría representado un trabajo excesivo manipular a la vez el timón y la escota mayor de un velero navegando a toda velocidad impulsado por el viento.
Bajó la vista y miró su mano izquierda. Le faltaba el dedo índice y la mitad del meñique. El tejido de la palma presentaba cicatrices de color púrpura. Pero daba la impresión de ser más inservible de lo que en realidad era. Su esposa llevaba más de cincuenta años preguntándole si quería que le ayudara con la corbata, y durante ese tiempo él le había respondido invariablemente que no. Había aprendido a hacer los lazos tanto de las corbatas que se ponía para acudir a la oficina como de los sedales que utilizaba cuando salía a pescar en su bote. Cada mes, cuando el gobierno le enviaba un modesto cheque por invalidez, él lo firmaba y lo enviaba al fondo de becas de Harvard. Con todo, su mano que había sufrido heridas de guerra había desarrollado últimamente una tendencia a la rigidez y la artritis, y en más de una ocasión se le había quedado paralizada. Tommy no había hablado con su esposa de esas pequeñas traiciones.
– ¿Crees que habrá algún conocido? -preguntó la mujer.
Tommy se apartó a regañadientes de la visión de los veleros y fijó los ojos en el reflejo de los de ella. Durante un momento entrañable pensó que Lydia no había cambiado un ápice desde que se habían casado, en 1945.
– No -respondió-. Probablemente un montón de dignatarios. Él era muy famoso. Quizás haya algunos abogados que yo conocí a lo largo de los años. Pero nadie que conozcamos a fondo.
– ¿Ni siquiera alguien del campo de prisioneros?
Tommy sonrió y meneó la cabeza.
– No lo creo.
Lydia dejó el cepillo del pelo y tomó un lápiz para delinear los ojos. Después de aplicárselo unos momentos, dijo:
– Ojalá Hugh estuviera vivo, así podría hacerte compañía.
– Sí, a mí también me gustaría que estuviera presente -respondió Tommy con tristeza.
Hugh Renaday había muerto diez años atrás. Una semana después de que le diagnosticaran un cáncer y mucho antes de que la inevitable evolución de la enfermedad robara fuerzas a sus extremidades y su corazón, el fornido jugador de jockey había tomado una de sus escopetas de caza favoritas, unas botas para la nieve, una tienda de campaña, un saco de dormir y un infiernillo portátil y, después de escribir unas inequívocas notas de despedida a su esposa, hijos, nietos y a Tommy, lo había cargado todo en el maletero del cuatro por cuatro y había partido hacia los fríos y agrestes paisajes de las Rockies canadienses. Era enero, y cuando su vehículo se negó a seguir avanzando a través de la espesa nieve en un viejo y desierto camino forestal, Hugh Renaday había continuado a pie. Cuando sus piernas se habían cansado de avanzar penosamente a través de los ventisqueros septentrionales de Alberta, se había detenido, había erigido un modesto campamento, se había preparado una última comida y había aguardado pacientemente a que la temperatura nocturna descendiera por debajo de los cero grados y acabara con él.
Tommy averiguó posteriormente a través de un colega de Hugh, perteneciente a la Policía Montada, que la muerte por congelación no era considerada una muerte atroz en Canadá. Tiritabas un par de veces y luego te sumías en un estado aletargado semejante a un apacible sueño, mientras los recuerdos de los años se deslizaban lentamente junto con el último aliento de vida. Era una forma segura y eficaz de morir, había pensado Tommy, tan organizada, sistemática y segura como había sido cada segundo de la vida del veterano policía.
No solía pensar con frecuencia en la muerte de Hugh, aunque en una ocasión, cuando Lydia y él habían emprendido un crucero a Alaska y él había permanecido despierto hasta bien entrada la noche, fascinado por la aurora boreal, confiaron en que el vasto manto de coloridas luces que adornaban el oscuro firmamento hubiese sido la última cosa que Hugh Renaday había contemplado en este mundo.