Cuando recordaba a su amigo, prefería pensar en el momento que ambos habían compartido, pescando no lejos de la casa en la que se había retirado a vivir Tommy en los Cayos de Florida. Tommy había divisado una gigantesca barracuda, semejante a un torpedo, acechando en el borde de un banco de arena, sumergida en unos palmos de agua esperando atacar por sorpresa a un incauto lucio o a un pez espada que pasara por allí. Tommy había preparado una caña giratoria provista de un señuelo consistente en un tubo rojo fluorescente y un hilo de alambre. Lo había lanzado a poca distancia de las fauces del animal. El pez se había precipitado hacia él sin vacilar y, una vez atrapado, había dado una voltereta, frenético, sus largos costados plateados alzándose sobre la superficie del agua y lanzando unas gigantescas láminas blancas a través de las olas. Hugh había conseguido pescarlo, y mientras posaba para las obligadas fotografías para enviar a casa, se detuvo un momento para contemplar las inmensas hileras de dientes puntiagudos, casi translúcidos y afilados como cuchillas, que ornaban las potentes mandíbulas del pescado.
– El arma de una barracuda -había comentado Tommy-. Me recuerda a algunos de mis honorables colegas abogados.
Pero Hugh Renaday había sacudido la cabeza.
– Visser -le había respondido el canadiense-. El Hauptmann Heinrich Visser. Éste es un pez Visser.
Tommy había vuelto a contemplar su mano. El pez Visser, pensó.
Debió de pronunciar esas palabras en voz alta, porque Lydia le preguntó desde el baño:
– ¿Qué has dicho?
– Nada -le contestó Tommy-. Pensaba en voz alta. ¿Crees que la corbata roja es demasiado llamativa para un funeral?
– No -contestó su esposa-. Muy adecuada.
Tommy supuso que la reunión de aquella mañana sería un poco como el funeral de Phillip Pryce, que se había celebrado en una de las mejores catedrales de Londres doce años después de terminar la guerra. Phillip había tenido muchos amigos importantes entre los estamentos militares y la abogacía, quienes ocuparon numerosos bancos de la catedral mientras los niños del coro cantaban con sus voces blancas en un sonoro latín. Posteriormente, Tommy y Hugh solían comentar en broma que sin duda muchos de los abogados que habían asumido la parte contraria de un caso habían asistido sólo para cerciorarse de que Phillip estaba muerto.
Phillip Pryce, según habían convenido Tommy y Hugh, había tenido una muerte extraordinaria.
El día en que había conseguido librar a un miembro conservador del Parlamento de una enojosa relación con una prostituta mucho más joven, Pryce había dejado que los miembros más jóvenes de su bufete le invitaran a una cena suntuosa, que se prolongó hasta muy tarde. Después, había pasado por su club para tomarse un brandy Napoleón de más de cien años. Uno de los mayordomos había supuesto que Phillip se había quedado dormido, descansando en una mullida butaca de orejas, con la copa en la mano, pero había descubierto que Pryce estaba muerto. Fue un ataque cardíaco fulminante. El viejo abogado sonreía de oreja a oreja, como si un ser conocido y querido hubiera estado junto a él en el momento de la muerte. Durante el funeral, el bufete en pleno, desde los más veteranos hasta los más jóvenes, habían transportado el féretro hasta el interior de la catedral, como una llorosa cohorte romana.
Había dejado un testamento en el que solicitaba a Tommy que leyera algo en su funeral. Tommy había pasado una agitada noche en el Strand Hotel, leyendo pasaje tras pasaje de la Biblia, incapaz de hallar unas palabras lo bastante nobles para honrar a su amigo. Se había levantado poco después del amanecer, profundamente preocupado, y se había dirigido en taxi a la residencia de Phillip en Grosvenor Square, donde fue recibido por el mayordomo.
En la mesilla de noche de Phillip, Tommy vio una primera edición muy manoseada y leída de la obra El viento en los sauces de Kenneth Grahame. En la guarda Phillip había escrito una inscripción, y Tommy dedujo en seguida que el libro había sido un regalo para Phillip hijo. El sencillo mensaje decía lo siguiente:
Mi querido hijo, por viejo y sabio que uno aspire a ser, es importante recordar siempre los gozos de la juventud. Este libro te ayudará a recordarlos durante los años venideros. Con todo mi cariño en la trascendental fecha de tu noveno cumpleaños, de tu padre que te adora…
Tommy descubrió dos secciones del libro que estaban subrayadas y desteñidas, como gastadas por las repetidas veces que los ojos de un niño habían pasado sobre las palabras. La primera correspondía al capítulo «El flautista a las puertas del amanecer», y decía así: «Este es el último y mejor don que el amable semidiós ha tenido el acierto de conceder a quienes se han revelado para ayudarles: el don del olvido. Para evitar que un recuerdo terrible perdure y crezca, haciendo sombra al gozo y al placer, y el nefasto y persistente recuerdo amargue posteriormente las vidas de los pequeños animales que lograron superar sus dificultades, con el fin de que fueran felices y alegres como antes…»
El segundo pasaje subrayado consistía en casi la totalidad del último capítulo, en el que los fieles Topo, Rata, Tejón y el entrañable Don Sapo se arman y atacan al ejército de comadrejas, muy superior numéricamente a ellos, derrotando a los intrusos con su rectitud y valor.
Así, esa tarde, una vez que olvidó la Biblia, Shakespeare, Tomás Moro, Keats, Shelley, Byron y demás escritores ilustres que con frecuencia prestan sus palabras para las ocasiones solemnes, se puso de pie y leyó a la distinguida concurrencia unos pasajes de un libro infantil. Lo cual, pensó más tarde, y sin duda Hugh Renaday se habría mostrado de acuerdo, resultaba un tanto inesperado y bastante chocante, que era precisamente lo que habría complacido a Phillip.
– Estoy lista -dijo Lydia, saliendo por fin del baño.
– Estás exquisita -dijo Tommy con admiración.
– Preferiría que fuéramos a una boda -respondió Lydia meneando la cabeza con un gesto encantador-, o a un bautizo.
Tommy se levantó y su esposa le arregló el nudo de la corbata, aunque no era necesario. El don del olvido, pensó él. Para que todos podamos sentirnos tan felices y alegres como antes.
Hacía un día espléndido, soleado y templado. Un día que no parecía corresponder a un funeral. Unos vibrantes rayos de sol penetraban a raudales a través de las vidrieras de la catedral, proyectando unas curiosas franjas rojas, verdes y doradas en unos gruesos trazos de color sobre el suelo de piedra gris.
Las hileras de bancos estaban atestadas de parientes y allegados. El vicepresidente y su esposa habían acudido en representación del gobierno. Estaban acompañados por los dos senadores de Illinois, un nutrido número de congresistas, docenas de funcionarios estatales y un juez del tribunal supremo ante el que Tommy había defendido años atrás a un cliente. Los panegíricos fueron pronunciados por destacados personajes del ámbito de la educación, y hubo unas prolijas, conmovedoras y casi musicales lecturas de unos pasajes de las Escrituras por parte de un joven y nervioso predicador baptista perteneciente a la vieja iglesia del padre de Lincoln Scott.
Una bandera envolvía el ataúd situado en la parte frontal de la iglesia. Ante él había tres fotografías ampliadas. A la derecha se veía a Lincoln Scott de anciano, luciendo su larga túnica académica, pronunciando un enardecido discurso ante unos graduados universitarios. A la izquierda había una foto de prensa de la década de los sesenta en que aparecía Scott, del brazo de Martin Luther King y Ralph Abernathy, encabezando una marcha por una calle sureña. La del centro era la más grande de las tres y mostraba a un Lincoln Scott, con los ojos alzados al cielo, montado en el ala de su Mustang antes de emprender una misión ofensiva por el cielo de Alemania. Tommy contempló la foto pensando que quienquiera que la había tomado había tenido la suerte de captar buena parte de la personalidad del difunto, simplemente a partir de la postura impaciente y la ferocidad de su mirada.