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Tommy se sentó en el centro de la iglesia, junto a su esposa. Era incapaz de escuchar las nobles palabras de alabanza que sonaban sobre su cabeza pronunciadas por los numerosos oradores que subieron al púlpito.

Lo que oyó fue el sonido, que había olvidado, de los motores aullando durante un ataque, el agudo y sistemático estruendo de las ametralladoras mezclado con las explosiones de fuego antiaéreo fuera del aparato, disparando una lluvia de metal sobre el exterior del bombardero. Durante largos momentos, sintió que se le secaba la garganta y su camisa se le humedecía de sudor. Oyó los gritos y exclamaciones de hombres enzarzados en combate y los gemidos de los hombres abrazados por la muerte. La barahúnda amenazaba con invadir el fresco interior de la catedral. Tommy resopló al tiempo que meneaba la cabeza ligeramente, como si tratara de ahuyentar esos recuerdos cual un perro que sacude el agua adherida a su pelo. A quinientos kilómetros por hora, a seis metros sobre la superficie del mar, y con todo el mundo disparando contra ti. ¿Cómo lograste sobrevivir? El no podía responder a su propia pregunta, pero sí a la siguiente: A seis metros bajo tierra, sangrando y atrapado, sin poder salir. ¿Cómo lograste sobrevivir? Tommy respiró hondo de nuevo. Sobreviví gracias al hombre que yace en ese ataúd.

A una señal del sacerdote, todos los asistentes se pusieron en pie para entonar Onward Christian Soldiers. Las voces más potentes, pensó Tommy, sonaban a su izquierda, procedentes de los dos primeros bancos de la catedral, donde se hallaba reunida la numerosa familia de Lincoln Scott, rodeando a una negra anciana, menuda, con la piel de color café.

El sacerdote en el púlpito cerró su libro de himnos con fuerza y leyó otro pasaje de la Biblia, refiriéndose a cómo luchó David contra Goliat armado tan sólo con su honda de pastor y consiguió vencer a su adversario.

Tommy se reclinó, sintiendo la rígida madera del banco contra sus huesos. En cierto modo, pensó, todos se hallaban en aquella habitación cavernosa, escuchando al sacerdote: MacNamara y Clark (quienes habían recibido medallas y ascensos por su eficaz labor a la hora de organizar la fuga del Stalag Luft 13, aunque Tommy siempre había pensado que sólo el cabrón de Clark, que había desmentido todo cuanto Tommy pensaba sobre él al ordenar a los kriegies desarmados del barracón 107 que atacaran a los alemanes que se aproximaban con el fin de dar a Scott más tiempo para rescatarlo a él del túnel que se había derrumbado, era quien merecía los honores), y Fenelli, que ejercía de cirujano cardiovascular en Cleveland. Tommy se había encontrado con él una vez, cuando se alojaba en un hotel donde se celebraba una convención médica, y había visto el nombre del médico en la lista de oradores. Habían tomado unas copas en el bar y habían compartido unos momentos de bromas y risas favorecidas por el alcohol. Fenelli había admirado el trabajo de los cirujanos suizos que le habían operado la mano, pero Tommy le había dicho que Phillip Pryce había amenazado con pegar un tiro al médico que cometiera una chapuza, lo cual, según convino Fenelli, probablemente había servido para que prestaran mayor atención.

Fenelli le había preguntado si había conservado la amistad con Scott después de la guerra, pero Tommy le dijo que no. El otro se mostró sorprendido.

Era la única vez que había visto a Fenelli, y confiaba en que cuando observara los rostros de los asistentes al funeral viera entre ellos al médico de Cleveland. Pero no fue así. También confiaba en que Fritz Número Uno hubiera volado desde Stuttgart para asistir al funeral, puesto que el antiguo hurón estaba en deuda con Lincoln Scott. Ocho meses después de que Tommy fuera repatriado, cuando unos elementos del quinto destacamento del general Omar Bradley habían liberado a los aviadores del Stalag Luft 13, Scott había hablado a los interrogadores militares sobre las dotes lingüísticas de Fritz y su eficaz colaboración. Esto lo había conducido a un puesto como ayudante de la policía militar encargada de interrogar a los soldados alemanes capturados, cuando buscaban a los miembros de la Gestapo que se ocultaban entre los soldados y los oficiales. Posteriormente Fritz utilizó también esas dotes para ocupar un cargo de ejecutivo en la empresa Porsche-Audi en la Alemania de la posguerra.

Tommy sabía esto por las cartas que le escribía Fritz en Navidad. La primera la había dirigido a: T. Hart, célebre abogado, Universidad de Harvard, Harvard, Massachusetts. A Tommy siempre se le había antojado un misterio el que el servicio de correos la hubiera remitido a la facultad de derecho de Cambridge, que posteriormente la había enviado a Tommy a las señas de su bufete de abogados en Boston. A lo largo de los años había recibido otras cartas, que siempre contenían fotografías del delgado hurón que empezaba a echar barriga junto a su esposa, sus hijos, sus nietos y numerosos perros de distinta raza. Fritz sólo le había enviado una carta que reflejaba un estado de ánimo depresivo en todos los años transcurridos después de la guerra, una breve nota que Tommy recibió poco después de la reunificación de Alemania, cuando el ejecutivo de la empresa automovilística había averiguado a través de unos documentos de Alemania Oriental, sobre los cuales se había levantado el secreto oficial, que el comandante Von Reiter había muerto fusilado a principios de 1945. En los caóticos días posteriores a la caída del Tercer Reich, Von Reiter había sido capturado por los rusos. No había sobrevivido al primer interrogatorio.

Lydia dio un codazo a Tommy, sosteniendo el programa del funeral abierto. Tommy, que estaba distraído, se unió a los asistentes que recitaban un salmo al unísono. «Quienes nos llevaban cautivos nos exigieron que cantáramos una canción…»

De los tres hombres que habían conseguido salir del túnel y tomar el primer tren aquella mañana, dos habían conseguido regresar a casa. Murphy, el que trabajaba en una planta de envasado de carne en Springfield, había desaparecido y se le había dado por muerto.

En cierta ocasión, quince años después de haber terminado la guerra, Tommy había ganado un caso de condena por asesinato en Nueva Orleans. Había insistido a sus socios en que deseaba encargarse de él. La mayoría de los clientes del bufete eran empresas, lo cual resultaba muy lucrativo, pero de vez en cuando Tommy se encargaba discretamente de un caso criminal desesperado en un remoto lugar del país, por el que no cobraba nada y al que dedicaba muchas horas. Era una labor que no requería la presencia de los asociados que había contratado, ni de los socios con quienes había montado el bufete, aunque más de uno hacía exactamente lo mismo. Ganar casos era duro y, cuando lo conseguía, en la oficina se respiraba siempre un aire de celebración.

En esta oportunidad, pasada la medianoche, Tommy se encontró en un pequeño local de jazz, escuchando a un trompetista excelente. El músico, al ver a Tommy sentado en una de las primeras filas, estuvo a punto de desafinar. Pero había recobrado la compostura, sonriendo, y se había dirigido al público diciendo que algunas noches, cuando recordaba la guerra, tocaba con un estado de ánimo más íntimo. Luego había interpretado una versión en solitario de Amazing Grace, convirtiendo el himno en un rythm and blues, emitiendo unos prolongados trinos que habían creado en la habitación una sensación de melancolía. Tommy estaba seguro de que el músico se acercaría a hablar con él, pero en lugar de ello el director de la banda había enviado a su mesa una botella del mejor champán del local, y una nota: «Es mejor abstenerse de decir ciertas cosas. Aquí tienes la copa que te prometí. Me alegro de que también hayas logrado regresar a casa.» Cuando Tommy preguntó al gerente del local si podía dar las gracias al músico en persona, le respondieron que el trompetista ya se había marchado.