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Bedford se apartó rápidamente a un lado del alemán, haciendo caso omiso del arma. Con un movimiento airoso y fluido, extendió el brazo hacia atrás y arrojó una hogaza por encima de la alambrada de espino. El pan rodó en el aire, arqueándose como una bala trazadora hasta aterrizar justo en medio de los prisioneros rusos.

La columna pareció estallar. Sin romper la formación, todos se volvieron hacia el campo de los norteamericanos. Al instante alzaron los brazos con gesto implorante y sus voces roncas desgarraron la tarde de mayo.

– Brot! Brot! -no cesaban de repetir.

El Feldwebel alemán amartilló su pistola, dejando oír un clic que Tommy percibió a través de las súplicas de los rusos. Los otros guardias hicieron lo propio. Pero todos permanecieron inmóviles, sin dar ni un paso hacia Bedford o la columna de rusos.

Bedford se volvió hacia el Feldwebel y dijo:

– Tranquilos, chicos. Podéis matarlos mañana. Pero hoy, cuando menos, comerán. -Sonrió como un loco y lanzó otra hogaza por encima de la valla, seguida de una tercera. El Feldwebel miró fijamente a Bedford unos momentos, dudando de si matarlo o no hacerlo. Luego se encogió de hombros con un gesto exagerado y enfundó de nuevo su pistola.

Docenas de kriegies habían salido de los barracones, cargados con las duras hogazas de pan alemán. Los hombres se acercaron a la valla y al cabo de unos minutos una lluvia de pan cayó sobre los prisioneros rusos, quienes, sin abandonar la formación, se apresuraron a recoger hasta el último trozo. Tommy observó a Bedford cuando éste arrojó su última hogaza, tras lo cual el sureño retrocedió, con los brazos cruzados, sonriendo satisfecho.

Los alemanes permitieron que la escena continuara.

Al cabo de unos momentos, Tommy reparó en una hogaza que no había logrado salvar la distancia. En béisbol se utiliza el término «brazo corto» para describir un lanzamiento que no alcanza su objetivo. La hogaza cayó en el suelo a una docena de pasos de la columna. En aquel preciso momento, Tommy observó que un ruso de complexión menuda, semejante a un conejo, que se hallaba situado en el borde de la fila de hombres, había reparado en la hogaza. El hombre parecía dudar en rescatar el precioso trozo de pan. En aquel segundo, Tommy imaginó los pensamientos que debían de pasar por la mente del hombre, calculando sus probabilidades. El pan era vida. Abandonar la formación podía significar la muerte. Un riesgo, pero un premio importante. Tommy quería gritarle al hombre: «¡No! ¡No merece la pena!», pero no recordaba la palabra rusa, «Niet!»

Y en aquel instante de vacilación, el soldado se separó, avanzó y se agachó, extendiendo los brazos para tomar la hogaza.

No lo consiguió.

Una ráfaga de ametralladora desgarró el aire, fragmentando los gritos de los prisioneros. El soldado ruso cayó de bruces, a pocos pasos del trozo de pan. Su cuerpo se sacudió con los estertores de la muerte, mientras la sangre se extendía por la tierra que le rodeaba. Quedó inmóvil.

La columna se estremeció. Sin embargo, en lugar de proferir gritos de indignación, los rusos enmudecieron al instante. En aquel silencio había odio y rabia.

El guardia alemán que había disparado se dirigió con parsimonia hacia el cadáver y lo empujó con la bota. Accionó el cerrojo de su arma, haciendo saltar el cartucho utilizado, y sustituyéndolo con otro. Luego hizo una brusca seña a dos hombres de la columna, los cuales avanzaron, salvaron la corta distancia y se agacharon para recoger el cadáver. Se santiguaron, pero uno de ellos, con los ojos fijos en el guardia alemán, alargó la mano y tomó la peligrosa hogaza. En el rostro del soldado ruso se dibujó una mueca de furia, como un animal acorralado que se revuelve, un glotón o un tejón, dispuesto a defender con uñas y dientes lo que guarda en su magro arsenal. A continuación los prisioneros cogieron el cadáver, transportando a hombros el macabro botín. Tommy Hart temió que los alemanes abrieran fuego contra toda la columna y se apresuró a mirar a su alrededor en busca de un lugar donde refugiarse.

– Raus!-ordenó el alemán. Estaba intranquilo. Los hombres, con torpeza y a su pesar, volvieron a formar, y reanudaron la marcha.

Pero del centro de la columna brotó una voz anónima que entonó una pausada y triste canción. Las palabras, graves y resonantes, flotaron en el aire, elevándose sobre el sonido amortiguado de las pisadas. Ninguno de los guardias alemanes hizo un gesto inmediato para detener la canción. Aunque las palabras eran incomprensibles para Tommy, la letra tenía un significado claro y nítido. Al cabo de unos momentos, la canción se desvaneció junto con la columna, a través de la lejana hilera de abetos.

– Eh, Fritz -murmuró Tommy, aunque ya conocía la respuesta-. ¿Qué estaba cantando?

– Era una canción de gratitud -se apresuró a responder Fritz Número Uno-. Y libertad.

El hurón meneó la cabeza.

– Seguramente será su última canción -dijo el hurón-. Ese hombre no saldrá vivo del bosque.

Luego señaló la puerta de la alambrada, junto a la que seguía de pie Vincent Bedford. El de Misisipí observó también a los rusos hasta que se perdieron de vista. Luego la sonrisa se borró de su rostro y Bedford saludó discretamente tocándose la visera de su gorra.

– No creí -murmuró Fritz Número Uno mientras indicaba al guardia que custodiaba la alambrada que la abriera- que nuestro amigo Trader Vic fuera un hombre tan valiente. Fue una estupidez arriesgar la vida por un ruso al que tarde o temprano matarán, pero hubo valor en ello.

Tommy asintió. Él pensaba lo mismo. Pero lo que más le sorprendió fue comprobar que Fritz Número Uno conocía el apodo que sus compañeros de campo habían dado a Vincent Bedford.

Cuando la puerta de acceso a los barracones se cerró tras él, Tommy divisó a Lincoln Scott. El aviador negro se hallaba a cierta distancia, junto al límite del campo, observando el lugar por el que los rusos habían penetrado en la frondosa y sombría línea de árboles. Como de costumbre, estaba solo.

Poco antes de que los alemanes apagaran la luz por la noche, Tommy se acostó en su litera en el barracón 101. Apoyó un texto de procedimiento penal sobre sus rodillas, pero no logró concentrarse en aquella árida prosa. La sinopsis del caso resultaba aburrida y falta de imaginación. Tommy se distrajo entonces rememorando la sala de Flemington y el juicio que allí se había celebrado. Recordó las palabras de Phillip Pryce, que el odio constituía el trasfondo del caso que se juzgaba, y pensó que debía de existir una forma de neutralizar aquella furia. Pensó que el mejor abogado halla la forma de aprovechar las fuerzas dirigidas contra su cliente.

Se volvió bajo la manta para tomar uno de los cabos de lápiz que guardaba junto a la cama. En un trozo de papel de embalar escribió algo y, acto seguido, volvió a examinar el caso del carpintero. Sonrió pensando que éste era un pequeño acto de desesperación legal, porque los hechos en los que Hugh Renaday se apoyaba con obstinación se alineaban ante él como una falange de hoplitas. No obstante, reconocía que Phillip era un hombre sutil y que un argumento interesante serviría para alejarlo de las pruebas. Sería un golpe maestro, pensó, preguntándose qué fama reportaría al abogado de Bruno Richard Hauptmann el hecho de haber conseguido liberarlo. Incluso en esta recreación imaginaria del caso.

Consultó su reloj. Los alemanes se mostraban inconstantes en cuanto a la hora en que apagaban las luces. Para una gente tan estricta, resultaba insólito, casi inexplicable. Tommy supuso que aún disponía de más de treinta minutos de luz.

Se quitó el reloj, lo giró y leyó la inscripción mientras deslizaba el dedo por ella. Cerró los ojos y comprobó que de ese modo podía eliminar los sonidos y los olores del campo de internamiento, y tras respirar hondo volvió a Vermont. Era propenso a fantasear sobre ciertos momentos muy especiales: la primera vez que se había besado con Lydia, la primera vez que había sentido la suave curva de sus pechos, el momento en que había comprendido que la amaría al margen de lo que le ocurriera en la guerra. Pero Tommy se afanó en desterrar esos recuerdos, pues prefería soñar despierto con hechos corrientes, por ejemplo, las costumbres de su infancia y juventud. Recordaba haber capturado una reluciente trucha irisada que había picado su mosca seca en un pequeño recodo del río Mettawee, donde el curso de las aguas había creado una charca llena de peces de gran tamaño, y cuya existencia, al parecer, sólo él conocía. También recordó el día de principios de septiembre en que había ayudado a su madre a preparar su equipaje para la academia, doblando cada camisa dos o tres veces antes de depositarla con delicadeza en la enorme maleta de cuero. Aquel día tan señalado Tommy no comprendió por qué su madre no cesaba de enjugarse las lágrimas.