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Mantuvo los ojos cerrados. «Los días corrientes son muy especiales -pensó-. Los días especiales son espectaculares, acontecimientos dignos de retener en la memoria.»

Tommy dejó escapar un prolongado suspiro. «En sitios como éste -se dijo- es donde comprendes la vida.»

Sacudió la cabeza ligeramente y volvió al libro de texto, procurando concentrarse en él como un vaquero que azuza al ganado, pero con una fusta mental e interjecciones imaginarias.

Tommy se hallaba tumbado en su litera, concentrándose en el caso de una disputa entre una compañía papelera y sus empleados, ocurrido unos doce años atrás. De pronto, oyó los primeros gritos airados procedentes de otro dormitorio del barracón 101.

Se incorporó con rapidez. Se volvió hacia el lugar del que procedía el ruido, como un perro que percibe una extraña ráfaga de aire. Oyó otro grito, y un tercero, y el estrépito de muebles al ser arrojados contra los delgados tabiques.

Se levantó de la cama, al igual que lo hacían otros hombres en su dormitorio. Entonces oyó una voz que decía: «¿Qué demonios ocurre?» Pero antes de que hubieran terminado de formular la pregunta, Tommy ya iba hacia el pasillo central que recorría el barracón 101, en dirección al ruido de la pelea que se estaba produciendo. Apenas tuvo tiempo de pensar en lo infrecuente del caso, ya que en todos los meses que llevaba en el Stalag Luft 13, Tommy no había oído de dos hombres que hubieran llegado a las manos. Ni por las pérdidas en una partida de póquer, ni por haber entrado con excesiva dureza en la segunda base. Ni una sola disputa en el campo de baloncesto de tierra prensada, ni sobre una interpretación teatral de. El mercader de Venecia.

Los kriegies no peleaban. Negociaban, discutían. Asumían las pequeñas derrotas del campo con total naturalidad, no porque hieran soldados habituados a la disciplina militar, sino porque daban por sentado que todos se hallaban en el mismo barco. Los hombres que no se llevaban bien con algún compañero encontraban la forma de resolver sus diferencias, o bien evitaban toparse con él. Si los hombres llevaban dentro una rabia contenida, era una rabia contra la alambrada, contra los alemanes y la mala suerte que los había llevado allí, aunque la mayoría comprendía que en cierto modo era lo mejor que les podía haber pasado.

Tommy se apresuró hacia el lugar del que procedían las voces, percibiendo una intensa furia y una rabia incontrolable. No alcanzaba a comprender el motivo de la pelea. A su espalda, el pasillo había empezado a llenarse de curiosos, pero consiguió avanzar deprisa y fue uno de los primeros en llegar al dormitorio donde estaba la litera de Trader Vic.

Lo que vio lo dejó estupefacto.

Habían conseguido volcar una litera, que había quedado apoyada en otra. En un rincón había una taquilla tallada en madera tumbada en el suelo, rodeada de cartones de cigarrillos y latas de comida. También había prendas de vestir y libros diseminados por el suelo.

Lincoln Scott estaba de pie, con la espalda apoyada en una pared, solo. Respiraba trabajosamente y tenía los puños crispados.

Sus compañeros de cuarto estaban conteniendo a Vincent Bedford.

Al de Misisipí le brotaba un hilo de sangre de la nariz. Luchaba contra cuatro hombres, que le sujetaban por los brazos. Bedford tenía el rostro acalorado, la mirada enfurecida.

– ¡Eres hombre muerto, negro! -gritó-. ¿Me has oído, chico? ¡Muerto!

Lincoln Scott no dijo nada, pero no apartaba la vista de Bedford.

– ¡No pararé hasta verte muerto, chico! -vociferó Bedford.

Tommy sintió de pronto que alguien le empujaba a un lado y, al volverse, oyó exclamar a otro de los kriegies:

– ¡Atención!

En aquel preciso momento, vio la inconfundible figura del coronel MacNamara, acompañado por el comandante David Clark, su ayudante y segundo en el mando. Mientras todos se cuadraban, los dos hombres se dirigieron hacia el centro de la estancia, echando un rápido vistazo a los desperfectos provocados por la pelea. MacNamara enrojeció de ira, pero no alzó la voz. Se volvió hacia un teniente que Tommy conocía vagamente y era uno de los compañeros de cuarto de Trader Vic.

– ¿Qué ha ocurrido aquí, teniente?

El hombre avanzó un paso.

– Una pelea, señor.

– ¿Una pelea? Continúe, por favor.

– El capitán Bedford y el teniente Scott, señor. Una disputa sobre unos objetos que el capitán Bedford afirma que han desaparecido de su taquilla.

– Ya. Continúe.

– Han llegado a las manos.

MacNamara asintió. Su rostro traslucía aún una ira contenida.

– Gracias, teniente. Bedford, ¿tiene algo que decir al respecto?

Trader Vic, cuadrado ante su superior, avanzó con precisión pese a su aspecto desaliñado.

– Faltan unos objetos de importancia personal para mí, señor. Han sido robados.

– ¿Qué objetos?

– Una radio, señor. Un cartón de cigarrillos. Tres tabletas de chocolate.

– ¿Está seguro de que faltan?

– ¡Sí, señor! Mantengo un inventario de todas mis pertenencias, señor.

MacNamara asintió con la cabeza.

– Lo creo -dijo secamente-. ¿Y supone que el teniente Scott cometió el robo?

– Sí, señor.

– ¿Y le ha acusado de ello?

– Sí, señor.

– ¿Le vio usted tomar esos objetos?

– No, señor -Bedford había dudado unos segundos-. Regresé al dormitorio en el barracón. Él era el único kriegie que se encontraba aquí. Al hacer el habitual recuento de mis pertenencias…

MacNamara alzó la mano para interrumpirle.

– Teniente -dijo volviéndose hacia Scott-, ¿ha cogido usted algún objeto de la taquilla de Bedford?

La voz de Scott era ronca, áspera, y Tommy pensó que trataba de reprimir toda emoción. Mantuvo los ojos al frente y los hombros rígidos.

– No, señor.

MacNamara lo miró con los ojos entornados.

– ¿No?

– No, señor.

– ¿Asegura que no ha tomado nada que pertenezca al capitán Bedford?

Cuando el coronel le formuló la misma pregunta por tercera vez, Lincoln Scott se volvió ligeramente para mirar a MacNamara a los ojos.

– Así es, señor.

– ¿Cree que el capitán Bedford se equivoca al acusarlo?

Scott dudó unos instantes, sopesando la respuesta.

– No puedo precisar nada acerca del capitán Bedford, señor. Me limito a decir que no he tomado ningún objeto que le pertenezca.

La respuesta disgustó a MacNamara.

– A usted, Scott -dijo apuntando con un dedo al pecho del aviador-, le veré mañana por la mañana después del Appell en mi habitación. Bedford, a usted lo veré… -El comandante vaciló durante un segundo. Luego añadió con tono enérgico-: No, Bedford, primero le veré a usted. Después de pasar revista por la mañana. Usted espere fuera, Scott, y cuando yo haya terminado con él, nos veremos. Entre tanto, quiero que limpien este lugar. Dentro de cinco minutos debe estar todo en orden. En cuanto a esta noche, no quiero ni un solo conflicto más. ¿Lo han entendido todos?