Tanto Scott como Bedford asintieron lentamente con la cabeza y respondieron al unísono:
– Sí, señor.
MacNamara se dispuso a salir, pero cambió de parecer. Se volvió con brusquedad hacia el teniente a quien había interrogado primero.
– Teniente -dijo de sopetón, haciendo que el oficial se cuadrara-. Quiero que tome una manta y lo que necesite esta noche. Ocupará la litera del comandante Clark. -MacNamara se volvió hacia su segundo en el mando-. Clark, creo que esta noche sería conveniente…
Pero el comandante le interrumpió.
– Desde luego, señor -dijo efectuando el saludo militar-. No hay ningún problema. Iré a por mi manta. -El segundo en el mando se volvió hacia el joven teniente-. Sígame -le ordenó. Luego se volvió hacia Tommy y los otros kriegies que se habían reunido en el pasillo-. ¡El espectáculo ha terminado! -dijo en voz alta-. ¡Regresen a sus literas ahora mismo!
Los kriegies, entre ellos Tommy Hart, se apresuraron a obedecer, dispersándose y echando a correr por el pasillo como cucarachas al encenderse una luz. Durante unos minutos Tommy oyó, desde la posición que ocupaba, unos pasos sobre las tablas del suelo del pasillo central. Luego un silencio sofocante, seguido por la repentina llegada de la oscuridad cuando los alemanes cortaron la electricidad. Todos los barracones quedaron sumidos en la oscuridad de la noche y se derramó una oscura calma sobre el reducido y compacto mundo del Stalag Luft 13. La única luz que se veía era el errático movimiento de un reflector al pasar sobre la alambrada y los tejados de los barracones. El único ruido que se oía era el distante estrépito habitual de un bombardeo nocturno sobre las fábricas en una ciudad cercana, recordando a los hombres, mientras trataban de conciliar el sueño que probablemente les sumergiría en alguna pesadilla, que en otros lugares ocurrían muchas cosas de gran importancia.
A la mañana siguiente, el campo era un hervidero de rumores. Algunos decían que los dos hombres iban a ser enviados a la celda de castigo, otros apuntaban que iban a convocar a un tribunal de oficiales para juzgar la disputa sobre el presunto robo. Un hombre aseguró saber de buena tinta que Lincoln Scott iba a ser trasladado a una habitación donde estaría solo, otro afirmó que Bedford contaba con el apoyo de todo el contingente sureño de kriegies, y que al margen de lo que hiciera el coronel MacNamara, Lincoln Scott tenía los días contados.
Como solía ocurrir en estos casos, ninguno de los rumores más peregrinos era cierto.
El coronel MacNamara se reunió en privado con cada uno de los implicados. Informó a Scott que lo trasladaría a otro barracón cuando quedara uno disponible, pero que él, MacNamara, no estaba dispuesto a ordenar a un hombre que se mudara de cuarto para acomodar al aviador negro. A Bedford le dijo que sin pruebas fidedignas, respaldadas por testigos que afirmaran que le habían robado, sus acusaciones carecían de fundamento. Le ordenó que dejara de meterse con Scott hasta que éste pudiera trasladarse a otro cuarto. MacNamara ordenó a ambos que procuraran no enfrentarse hasta que pudiera efectuarse dicho traslado. Les recordó que eran oficiales de un ejército en guerra y estaban sujetos a la disciplina militar. Les dijo que esperaba que ambos se comportaran como caballeros y que no quería volver a oír una palabra sobre el asunto. El último comentario contenía todo el peso de su ira; quedó claro, según comprendieron todos los kriegies al enterarse de ello, que por más que los dos hombres se odiaran mutuamente, el hecho de encabezar la lista de agravios del coronel MacNamara era algo enormemente serio.
Durante los días que siguieron reinó en el campo una tensión que parecía tocarse.
Trader Vic reanudó sus tratos y negocios, y Lincoln Scott regresó a sus lecturas y sus paseos solitarios. Tommy Hart sospechaba que la procesión iba por dentro. Todo esto le parecía muy curioso, incluso le intrigaba. La vida en un campo de prisioneros tenía una evidente fragilidad; cualquier grieta en la fachada de urbanidad creada con tanto esmero suponía un peligro para todos. La espantosa monotonía de la prisión, los nervios de haber visto de cerca la muerte, el temor de haber sido olvidados acechaba tras cada minuto de vigilia. Luchaban constantemente contra el aislamiento y la desesperación, porque todos sabían que podían volverse enemigos de sí mismos, peores aun que los propios alemanes.
La tarde era espléndida. El sol se derramaba sobre los apagados y monótonos colores del campo y arrancaba reflejos a la alambrada de espino. Tommy, con un texto legal bajo el brazo, acababa de salir de uno de los Aborts, e iba en busca de un lugar cálido donde sentarse. En el campo de deporte se desarrollaba un agitado partido de béisbol, entre los estentóreos abucheos y silbidos de rigor. Más allá del recinto deportivo, Tommy vio a Lincoln Scott caminando por el perímetro del campo.
El negro se encontraba a unos treinta metros detrás del fildeador derecho, cabizbajo, avanzando con paso ágil, pero con aspecto atormentado. Tommy pensó que aquel hombre empezaba a parecerse a los rusos que habían marchado junto al campo y habían desaparecido en el bosque.
Dudó unos instantes, pero decidió hacer otro intento de conversar con el aviador negro. Suponía que desde la pelea en el barracón nadie le había dirigido la palabra. Dudaba de que Scott, por fuerte que creyera ser, resistiera ese aislamiento sin perder la razón.
Así pues, atravesó el recinto, sin saber lo que iba a decir, pero pensando que era necesario decir algo. Al acercarse, observó que el fildeador derecho, que se había vuelto para echar una ojeada al aviador, era Vincent Bedford.
Mientras se dirigía hacia allí Tommy oyó un golpe a lo lejos, seguido por un instantáneo torrente de gritos y abucheos. Al volverse vio la blanca silueta de la pelota al describir una airosa parábola sobre el cielo azul de Baviera.
En aquel preciso momento, Vincent Bedford se volvió y retrocedió media docena de pasos a la carrera. Pero el arco de la pelota fue demasiado rápido, incluso para un experto como Bedford. La pelota aterrizó con un golpe seco en el suelo, levantando una densa nube de polvo y se deslizó rodando más allá del límite establecido, deteniéndose junto a la alambrada.
Bedford se paró en seco, al igual que Tommy.
A sus espaldas, el bateador que había lanzado la pelota corría de una base a otra, gritando eufórico, mientras sus compañeros de equipo le aplaudían y los otros jugadores abucheaban a Bedford, situado en el otro extremo del campo.
Tommy Hart observó que Bedford sonreía.
– ¡Eh, negro! -gritó el sureño.
Lincoln Scott se detuvo. Levantó la cabeza despacio, volviéndose hacia Vincent Bedford. Entornó los ojos, pero no respondió.
– Eh, necesito que me ayudes, chico -dijo Bedford señalando la pelota.
Lincoln Scott se volvió.
– ¡Vamos, chico, ve a buscarla! -gritó Bedford.
Scott asintió con la cabeza y avanzó un paso hacia el límite del campo.
En aquel segundo, Tommy comprendió lo que iba a suceder. El aviador negro iba a cruzar el límite para rescatar la pelota de béisbol sin haberse puesto la blusa blanca con la cruz roja que los alemanes les proporcionaban para tal fin. Scott no parecía haberse percatado de que los guardias situados en la torre más próxima le estaban apuntando con sus armas.
– ¡Deténgase! -gritó Tommy-. ¡No se mueva!
El pie del aviador negro vaciló en el aire, suspendido sobre la alambrada que marcaba el límite. Scott se volvió hacia el frenético ruido.
Tommy echó a correr agitando los brazos.
– ¡No! ¡No lo haga! -gritó.
Al pasar junto a Bedford aminoró el paso.
– Eres un maldito y estúpido yanqui, Hart… -oyó murmurar entre dientes a Trader Vic.