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Los hombres se agruparon y se colocaron en posición de firmes, de espaldas al Abort y al escuadrón de soldados que lo rodeaban. Algunos kriegies trataron de volverse para ver qué ocurría a sus espaldas, pero desde el centro de la formación sonó la orden de mirar al frente. Esto les puso nerviosos; a nadie le gusta tener hombres armados a sus espaldas. Tommy aguzó el oído, pero no logró descifrar lo que ocurría dentro del Abort. Meneó la cabeza.

– Menudo sitio para excavar un túnel. ¿A quién se le habrá ocurrido esa sandez? -murmuró para sí.

– Supongo que a los genios de siempre -repuso un hombre tras él-. En una situación normal…

– La hubiéramos jodido -replicaron un par de voces al unísono.

– Eso -añadió otro hombre en la formación-, pero ¿cómo diablos lo descubrieron los alemanes? Es el mejor sitio para excavar y a la vez el peor. Si soportas la peste…

– Ya, si…

– Algunos tíos están dispuestos a arrastrarse a través de mierda con tal de salir de aquí -dijo Tommy.

– Yo no -respondió otro, pero otra voz se apresuró a contradecirle.

– Tío, si pudiera salir de aquí, estaría dispuesto a arrastrarme a través de lo que fuera. Lo haría incluso por un pase de veinticuatro horas. ¡Pasar un día, o medio siquiera, al otro lado de esta maldita alambrada, coño!

– Estás loco -repuso el primero.

– Es posible. Pero permanecer en este campo no beneficia mi estado mental, te lo aseguro.

Se oyó un coro de murmullos de aprobación.

– Ahí van el viejo y Clark -musitó uno de los pilotos-. Echan chispas por los ojos.

Tommy Hart vio al coronel y su segundo en el mando pasar frente a la cabeza de la formación, tras lo cual dieron media vuelta y se dirigieron hacia el Abort. MacNamara marchaba con la intensidad de un instructor de West Point. El comandante Clark, cuyas piernas parecían tener la mitad del tamaño que las de su superior, se esforzaba en seguirlo. Habría resultado cómico de no ser por la expresión enfurecida que mostraban ambos hombres.

– Espero que consigan averiguar qué ocurre -masculló un hombre-, ¡Joder, tengo los pies empapados! Apenas siento los dedos.

Pero no obtuvieron respuesta inmediata. Los hombres permanecieron en posición de firmes otros treinta minutos, restregando de vez en cuando los pies en el suelo, tiritando. Por fortuna, al cabo de un rato cesó la llovizna. No obstante, el cielo apenas se despejó cuando salió el sol, mostrando un ancho mundo de color plomizo.

Al cabo de casi una hora, los kriegies vieron al coronel MacNamara y al comandante Clark pasar con el Oberst Von Reiter por la puerta principal y entrar en el edificio de oficinas del campo. Aún no se había efectuado el recuento de prisioneros, lo cual sorprendió a Tommy. No sabía qué ocurría, y se sentía picado por la curiosidad. Cualquier hecho que escapara de la ratina era bienvenido, pensó Tommy. Cualquier cosa distinta, que les recordara que no estaban aislados. En cierto modo, Tommy confiaba en que los alemanes hubieran descubierto otro túnel. Le gustaban los desafíos, aunque él mismo no se atreviera a plantearlos. Le había complacido ver cómo Bedford arrojaba el pan a los rusos. Le había satisfecho, y al mismo tiempo sorprendido, la temeridad que había demostrado Lincoln Scott junto a la alambrada. Le complacía todo aquello que le recordara que no era un mero kriegie. Pero esas cosas ocurrían muy de vez en cuando.

Después de otra larga espera, Fritz Número Uno se acercó a la cabeza de las formaciones y anunció en voz alta:

– Descansen. El recuento matutino se retrasará unos momentos. Pueden fumar. No abandonen su posición.

– ¡Eh, Fritz! -gritó el capitán de Nueva York-. Déjenos ir a mear. ¡Nos lo haremos en los pantalones!

El alemán sacudió la cabeza con energía.

– Todavía no. Verboten! -dijo.

Los kriegies protestaron, pero se relajaron de inmediato. Alrededor de Tommy flotaba el olor a tabaco. No obstante observó que Fritz Número Uno, permanecía de pie, recorriendo con la vista las columnas de hombres cuando lo normal hubiera sido que se apresurase a gorrear un pitillo a un prisionero. Al cabo de unos segundos, Tommy vio que el alemán había localizado al hombre que buscaba, y el hurón se dirigió hacia los prisioneros del barracón 101.

Fritz Número Uno se acercó a Lincoln Scott.

– Teniente Scott -dijo el hurón en voz baja-, haga el favor de acompañarme al despacho del comandante.

Tommy observó que el aviador negro dudó unos instantes, tras lo cual avanzó un paso y repuso:

– Como usted quiera.

El piloto y el hurón echaron a andar con rapidez a través del campo de revista hacia la puerta principal. Dos guardias la abrieron para dejarlos pasar, volviéndola a cerrar de inmediato. Durante un par de segundos, las formaciones guardaron silencio. Después se levantaron numerosas voces, como el viento antes de una tormenta.

– ¿Qué ocurre?

– ¿Qué quieren los alemanes de él?

– ¿Sabe alguien qué está pasando?

Tommy calló. Su curiosidad iba en aumento, espoleada por las voces que se alzaban a su alrededor. Pensó que todo aquello era muy extraño. Extraño porque se salía de lo habitual. Extraño porque nunca había ocurrido nada semejante.

Los hombres siguieron protestando y rezongando durante casi otra hora. Para entonces, la débil claridad del día había conseguido abrirse paso a través del cielo plomizo, y el escaso calor que prometía la mañana había llegado. Los prisioneros tenían hambre. Muchos se morían de ganas de ir al retrete. Todos acusaban el frío y la humedad.

Y todos sentían curiosidad.

Al cabo de unos momentos, Fritz Número Uno apareció junto a la puerta de la alambrada. Los guardias la abrieron y él la atravesó casi a la carrera, dirigiéndose directamente hacia los hombres del barracón 101. Mostraba el rostro acalorado, pero nada en su talante indicaba lo que iba a suceder.

– Teniente Hart -dijo, tosiendo y tratando de contener sus jadeos-, ¿quiere hacer el favor de acompañarme al despacho del comandante?

Tommy oyó murmurar a un hombre situado a su espalda:

– Procura enterarte de lo que ocurre, Tommy.

– Por favor, teniente Hart, ahora mismo -le rogó Fritz Número Uno-. No me gusta hacer esperar a Herr Oberst Von Reiter.

Tommy avanzó hasta situarse junto al hurón.

– ¿Qué pasa, Fritz? -preguntó con voz queda.

– Apresúrese, teniente. El Oberst se lo explicará.

Fritz Número Uno atravesó a paso rápido la puerta de la valla.

Tommy echó una ojeada a su alrededor. La puerta crujió al cerrarse tras él y tuvo la extraña sensación de haber traspasado una puerta cuya existencia desconocía. Durante unos instantes se preguntó si esa sensación era la misma que experimentaban los hombres al abandonar los aviones en los que habían sido derribados y salir al aire libre, frío y límpido, cuando ya se les había arrebatado todo cuanto les era familiar e infundía seguridad, dejándoles sólo el afán de sobrevivir. Se dijo que sí.

Respiró hondo y subió casi corriendo los escalones de madera que conducían al despacho del comandante. Las pisadas de sus botas sonaban como una ráfaga de ametralladora.

En la pared de detrás de la mesa del oficial, colgaba el obligado retrato de Adolf Hitler. El artista había captado al Führer con una expresión remota y exultante en sus ojos, como si escudriñara el futuro idealizado de Alemania y comprobara que era perfecto y próspero. Tommy Hart pensó que era una expresión que pocos alemanes seguían luciendo. Las repetidas oleadas de B-17 durante el día y Lancasters por la noche, hacían que ese futuro pareciera menos halagüeño. A la derecha del retrato, había otro más pequeño de un grupo de oficiales alemanes de pie junto a los restos calcinados y retorcidos de un caza ruso Tupolev. En el centro del grupo que aparecía en la fotografía se veía a un risueño Von Reiter.