Tommy se volvió hacia los dos oficiales americanos. Pero antes de que pudiera abrir la boca, MacNamara se llevó la mano a la visera y efectuó un lento saludo.
– Puede retirarse, teniente -dijo pausadamente.
Phillip Pryce y Hugh Renaday estaban en su dormitorio en el recinto británico cuando hizo su aparición Tommy Hart, acompañado por Fritz Número Uno. Pryce estaba sentado en una tosca silla de madera tallada, balanceándose con los pies apoyados sobre un voluminoso hornillo de acero negro instalado en un rincón de la habitación. En una mano sostenía un cabo de lápiz y en la otra un libro de crucigramas. Renaday estaba sentado a pocos pasos, leyendo una edición de bolsillo de la novela El misterio de la guía de ferrocarriles, de Agatha Christie. Ambos alzaron la vista cuando Tommy se detuvo en el umbral, sonriendo con cordialidad.
– ¡Thomas! -exclamó Pryce-. ¡Qué visita tan inesperada! ¡Pero siempre bienvenida, aunque no nos la hayas anunciado! ¡Adelante, adelante! Hugh, acércate al armario, anda, debemos ofrecer a nuestro invitado unas golosinas. ¿Queda chocolate?
– Hola, Phillip -se apresuró a decir Tommy-. Hugh. En realidad no se trata de una visita social.
Pryce dejó caer los pies en el suelo con un sonoro golpe.
– ¿Ah, no? Qué interesante. Y a tenor de la atribulada expresión que advierto en tu juvenil rostro, se trata de algo importante.
– ¿Qué ocurre, Tommy? -inquirió Renaday, poniéndose de pie-. Por la cara que traes, parece que ha sucedido algo malo. ¡Eh, Fritz! Coja un par de cigarrillos y espere fuera, haga el favor.
– No puedo marcharme, señor Renaday -contestó Fritz Número Uno.
Renaday avanzó un paso, al tiempo que Phillip Pryce se ponía también de pie.
– ¿Ha habido algún problema en tu casa, Tommy? ¿Les ha ocurrido algo a tus padres o a la famosa Lydia de la que tanto hemos oído hablar? Espero que no.
Tommy meneó la cabeza con energía.
– No, no. No ha pasado nada en casa.
– Entonces, ¿qué ocurre?
Tommy se volvió. Los otros ocupantes del barracón habían salido, de lo cual se alegró. Sabía que la noticia del asesinato no permanecería mucho tiempo oculta, pero creía que cuanto más tiempo tardara en saberse mejor.
– Se ha producido un incidente en el recinto americano -dijo Tommy-. El coronel me ha ordenado que les ayude en la «investigación», por llamarla de algún modo.
– ¿Qué clase de incidente, Tommy? -preguntó Pryce.
– Una muerte, Phillip.
– ¡Dios santo, esto tiene mal aspecto! -exclamó Renaday-. ¿En qué podemos ayudarte, Tommy?
Tommy miró sonriendo al fornido canadiense.
– Me han autorizado a nombrarte mi ayudante, Hugh. Tienes que acompañarme, ahora mismo. Serás una especie de ayudante de campo.
Renaday lo miró asombrado.
– ¿Yo, por qué?
– Porque la pereza es terreno abonado para el diablo, Hugh -repuso Tommy sonriendo-. Y hace mucho que no das golpe.
Renaday soltó un bufido.
– Tiene gracia -replicó-, pero no es una respuesta.
– Dicho de otro modo, mi brusco compatriota canadiense -terció rápidamente Pryce-, Tommy te proporcionará en seguida todos los datos.
– Gracias, Phillip. Exactamente.
– Entre tanto, ¿puedo hacer algo? -preguntó Pryce-. Estoy más que ansioso por colaborar.
– Sí, pero más tarde tenemos que hablar.
– Qué misterioso te muestras, Tommy. No sueltas prenda. Debo confesar que has picado mi curiosidad. No sé si este viejo corazón resistirá mucho tiempo hasta averiguar los detalles.
– Ten paciencia, Phillip. Los acontecimientos se han precipitado. He conseguido autorización para que Hugh me ayude. Era una mera suposición, pero no creí que me autorizaran a tener más de un ayudante. Al menos, oficialmente. Sobre todo si elegía a un oficial de alto rango y que era un famoso abogado antes de la guerra. Pero Hugh te informará de todo cuanto averigüemos. Entonces hablaremos.
El anciano afirmó con la cabeza.
– Es preferible intervenir directamente en el asunto -dijo-. Pero sin conocer los detalles, comprendo tu punto de vista. De modo que esta muerte reviste cierta importancia, ¿no es así? ¿Una importancia política?
Tommy asintió.
– Por favor, teniente Hart -dijo Fritz Número Uno con impaciencia-. El señor Renaday está preparado. Debemos dirigirnos al Abort.
El canadiense y el oficial británico volvieron a mostrarse perplejos.
– ¿Un Abort? -preguntó Pryce.
Tommy entró en la habitación y tomó la mano del anciano.
– Phillip -dijo con voz queda-, has sido un amigo mejor de lo que jamás pude imaginar. Durante los próximos días tendré que echar mano de tu experiencia y tus dotes. Pero Hugh te informará de los detalles. Me disgusta tenerte sobre ascuas, pero por ahora no me queda más remedio.
– Mi querido chico -repuso Pryce sonriendo-, lo comprendo. Zarandajas militares. Esperaré aquí como un buen soldado, hasta que tú quieras. Qué emocionante, ¿no? Algo verdaderamente distinto. ¡Ah, una delicia! Toma tu abrigo, Hugh, y regresa bien provisto de información. Hasta entonces, me quedaré junto al fuego, dándome el lujo de imaginar lo que ha de venir.
– Gracias, Phillip -dijo Tommy. Luego se inclinó con discreción hacia delante y susurró en el oído de Pryce-: Lincoln Scott, el piloto de caza negro. ¿Recuerdas a los chicos de Scottsboro?
Pryce inspiró profundamente y tuvo un violento acceso de tos. Asintió con gestos.
– Maldita humedad. Recuerdo el caso. Tremendo. Hay que actuar con prontitud -dijo.
Renaday introdujo con precipitación sus gruesos brazos en el abrigo. De paso cogió un lápiz y un delgado cuaderno de dibujo.
– Estoy listo, Tommy -dijo-. Vámonos.
Los dos pilotos, azuzados por Fritz Número Uno, se dirigieron hacia el recinto sur. Tommy Hart informó a Renaday sobre cuanto había averiguado en el despacho del comandante, relatándole lo de la pelea y el incidente junto a la alambrada. Renaday escuchó con atención, haciendo de vez en cuando una pregunta, pero tratando sobre todo de asimilar los pormenores.
Cuando el guardia le abrió la puerta de acceso al recinto sur, Renaday susurró:
– Tommy, hace seis años que no he estado en una escena del crimen real. Y los asesinatos que se producían en Manitoba los cometían unos vaqueros borrachos que se mataban a cuchilladas en los bares. No solía haber muchos datos que procesar, porque el culpable estaba sentado allí mismo, cubierto de sangre, cerveza y whisky.
– No te preocupes, Hugh -repuso Tommy en voz baja-. Yo no he estado jamás en la escena de un crimen.
El recuento matutino se había llevado a cabo mientras Tommy se hallaba en el despacho del comandante. Los guardias habían ordenado a los hombres que rompieran filas, pero había decenas de kriegies congregados en el patio de revista, fumando, esperando, conscientes de que ocurría algo anormal. Los guardias alemanes mantenían acordonada la zona del Abort. Los kriegies observaban a los alemanes, quienes, a su vez, hacían lo propio con ellos.
Los grupos de aviadores se separaron para dejar paso a Tommy, Hugh y Fritz Número Uno cuando éstos se acercaron a la letrina. El escuadrón de guardia les permitió pasar. Al llegar a la puerta, Tommy vaciló unos instantes antes de entrar.
– ¿Fue usted quien encontró al capitán? -preguntó a Fritz.
El hurón asintió.
– Poco después de las cinco de esta mañana.
– ¿Y qué hizo usted?
– Ordené inmediatamente a dos Hundführers que patrullaban por el perímetro del campo que se apostaran junto al Abort y no dejaran entrar a nadie. Luego fui a informar al comandante.
– ¿Cómo llegó usted al cadáver?
– Yo estaba junto al barracón 103. Oí un ruido. No me moví de inmediato, teniente. No confiaba en mi oído.