Выбрать главу

– ¿Qué clase de ruido?

– Un grito. Luego no oí nada.

– ¿Por qué entró en el Abort?

– Creí que el sonido procedía de allí.-¿Hugh? -Tommy hizo a éste un gesto con la cabeza.

– ¿Vio a otra persona? -preguntó el canadiense.

– No. Sólo oí cerrarse una puerta.

Renaday empezó a formular otra pregunta, pero se detuvo.

– Después de hallar el cadáver -dijo tras reflexionar unos instantes-, salió del Abort. ¿Cuánto tiempo transcurrió antes de que regresara con dos Hundführers?

El hurón alzó la vista hacia el cielo plomizo, tratando de calcular el tiempo.

– Unos minutos, no más, teniente. No quise tocar el silbato y suscitar la alarma hasta haber informado al comandante. Los hombres estaban situados frente a la alambrada, junto al barracón 116. Unos segundos, quizás un minuto para explicarles la urgencia de la situación. Tal vez cinco minutos. Unos diez, en total.

– ¿Está seguro de que no había nadie por las inmediaciones cuando descubrió el cadáver?

– Yo no vi a nadie, señor Renaday. Después de hallar el cadáver, y de cerciorarme de que el capitán Bedford estaba muerto, utilicé mi linterna para iluminar el edificio y comprobar los alrededores. Pero todavía era de noche y había muchos lugares donde ocultarse. De modo que no sé responderle con seguridad.

– Gracias, Fritz. Una última cosa…

El hurón avanzó un paso.

– Quiero que ahora mismo nos traiga una cámara. De treinta y cinco milímetros, con película, un flash y al menos media docena de bombillas de flash.

– ¡Es imposible, teniente! No sé…

Renaday se adelantó, plantándose ante las narices del larguirucho hurón.

– Sé que usted sabe quién tiene una. Vaya de inmediato en busca de ella sin decirle a nadie una palabra. ¿Entendido? ¿O prefiere que vayamos al despacho del comandante y se la pidamos a él?

Fritz Número Uno lo miró espantado unos momentos, atrapado entre el deber y el deseo de obrar correctamente. Al cabo de unos momentos, asintió con la cabeza.

– Uno de los guardias de la torre es aficionado a la fotografía…

– Diez minutos. Estaremos dentro.

Fritz Número Uno saludó, dio media vuelta y se alejó a toda prisa.

– Eso fue muy astuto, Hugh -comentó Tommy Hart.

– Supuse que necesitaremos unas fotografías. -Hugh se volvió hacia Tommy y lo asió por los brazos-. Pero oye, Tommy, ¿cuál es nuestra misión en este asunto?

– No estoy seguro -respondió el aludido meneando la cabeza-. Lo único que puedo decirte es que van a acusar a Lincoln Scott del crimen del Abort. Supongo que deberíamos hacer cuanto esté en nuestra mano por ayudarlo.

Los dos hombres habían llegado a la puerta de la letrina.

– ¿Estás preparado? -preguntó Tommy.

– Adelante la brigada ligera -contestó Hugh-. No les corresponde preguntar por qué…

– … sino cumplir con su deber y morir -concluyó Tommy. Pensó que era un verso poco oportuno en aquellas circunstancias, pero se abstuvo de decirlo en voz alta.

El Abort consistía en un estrecho edificio, con una sola puerta situada en un extremo. El suelo de tablas estaba levantado varios palmos por encima de tierra, de modo que había que subir unos cuantos escalones para entrar. El propósito era dejar un espacio debajo de los retretes para los gigantescos barriles verdes de metal utilizados para recoger los excrementos. Había seis cubículos, cada uno provisto de una puerta y unos tabiques para proporcionar un mínimo de intimidad. Los asientos eran de madera dura y pulidos por el uso y el fregado frecuente. El sistema de ventilación consistía en unas ventanas con barrotes situadas justo debajo del techo. Dos veces al día, una cuadrilla encargada de limpiar los Aborts se llevaba los barriles de aguas residuales a un rincón del campo, donde los quemaban. Lo que no se quemaba era arrojado a unas trincheras y cubierto con cal viva. Lo único que los alemanes suministraban a los kriegies en abundancia era cal viva.

Un extraño que entrara por primera vez en un Abort se habría sentido abrumado por la fetidez, pero los kriegies estaban acostumbrados y, a los pocos días de llegar al Stalag Luft 13, los aviadores constataban que era uno de los pocos lugares en el campo donde podían pasar unos minutos en relativa soledad. Lo que la mayoría más detestaba era la falta de papel higiénico. Los alemanes no se lo suministraban, y los paquetes de la Cruz Roja solían contener pocos rollos, pues preferían enviar comida.

Tommy y Hugh se detuvieron en la puerta.

El hedor los invadió. En el Abort no había electricidad, por lo que el lugar estaba en penumbra, iluminado sólo por el brillo de un cielo gris y encapotado que se filtraba por las ventanas con barrotes.

Antes de entrar Renaday se puso a canturrear brevemente una melodía anónima.

– Piensa un segundo, Tommy -dijo-. Eran las cinco de la mañana, ¿no? ¿No fue lo que dijo Fritz?

– En efecto -respondió Tommy con voz queda-. ¿Qué demonios hacía Vic aquí? A esa hora los retretes de los barracones aún funcionan. Los alemanes no cortan el agua hasta media mañana. Y este lugar debía de estar oscuro como boca de lobo. Salvo por el reflector que pasa sobre él cada… ¿cuánto?…, cada minuto, cada noventa segundos, pongamos. Aquí dentro no se debía de ver nada.

– De modo que uno no acudiría sin un buen motivo…

– Y vaciar el vientre no es el motivo.

Ambos hombres asintieron con la cabeza.

– ¿Qué es lo que buscamos, Hugh?

– Verás -repuso Hugh con un suspiro-, en la academia de policía te enseñan que si miras con atención la escena del crimen te indica todo cuanto ha ocurrido. Veamos qué podemos descubrir.

Los dos hombres entraron juntos. Tommy miró a derecha e izquierda, tratando de asimilar lo sucedido, pero sin saber muy bien qué andaba buscando en aquel momento. Caminaba delante de Renaday y antes de llegar al último cubículo se detuvo y señaló el suelo.

– Mira, Hugh -dijo bajando la voz-. ¿No parece una huella? En todo caso, parte de una huella.

Renaday se arrodilló. En el suelo de madera de la letrina aparecía con claridad la huella de una bota que se dirigía hacia el cubículo del Abort. El canadiense tocó la huella con cuidado.

– Sangre -dijo. Levantó lentamente la mirada, fijándola en la puerta del último cubículo-. Ahí dentro, supongo -añadió reprimiendo un breve suspiro-. Examina antes la puerta, para comprobar si hay algo más.

– ¿Como qué?

– Huellas dactilares marcadas en sangre.

– No. No veo nada de eso.

Hugh sacó el cuaderno y se puso a dibujar el interior del Abort. De paso, registró la forma y la dirección de la huella.

Tommy abrió muy despacio la puerta del retrete, como un niño que se asoma por la mañana a la habitación de sus padres.

– Dios santo -murmuró de golpe.

Vincent Bedford estaba sentado en el retrete, con el pantalón bajado hasta los tobillos, medio desnudo. Pero tenía el torso inclinado hacia atrás, contra la pared, y la cabeza ladeada hacia la derecha. En sus ojos había una expresión de espanto. Su pecho y la camisa que lo cubría estaban manchados de sangre.

Lo habían degollado. En el lado izquierdo del cuello presentaba un profundo corte rodeado de coágulos.

El cadáver tenía un dedo parcialmente amputado, que pendía flácido. También presentaba un corte en la mejilla derecha y la camisa estaba parcialmente desgarrada.

– Pobre Vic -dijo Tommy en un murmullo.

Los dos aviadores contemplaron el cadáver. Ambos habían visto morir a muchos hombres, y de forma terrorífica, y lo que presenciaron en el Abort no les repugnó. Ambos habían visto a hombres despedazados por balas, explosiones y metralla; destripados, decapitados y quemados vivos por los caprichos de la guerra. Habían visto eliminar con una manguera las vísceras y demás restos sanguinolentos de los artilleros que habían encontrado la muerte en sus torretas de plexiglás. Pero esas muertes estaban dentro del suceder de la lucha, donde era normal presenciar los aspectos más brutales de la muerte. En el Abort era distinto; allí había un hombre muerto que debía estar vivo. Morir de forma violenta sentado en el retrete era estremecedor y auténticamente terrorífico.