– Sí, Dios santo -dijo Hugh.
Tommy observó que una esquina de la solapa del bolsillo de la camisa de Bedford estaba levantada. Pensó que ahí era donde Trader Vic guardaba su cajetilla de cigarrillos. Se inclinó sobre el cuerpo y golpeó ligeramente el bolsillo. Estaba vacío.
Ambos siguieron examinando el cadáver. Tommy recordó que debía medir, valorar, calcular e interpretar con esmero el retrato que tenía ante sí como si se tratara de la página de un libro. Recordó los numerosos casos criminales sobre los que había leído. Recordó que durante ese importante examen inicial se observaba a menudo un pequeño detalle. La culpabilidad o inocencia de un hombre dependía a veces de un detalle casi inapreciable. Las gafas que habían caído del bolsillo de la chaqueta de Leopold. ¿O era Loeb? Tommy no lo recordaba. Al contemplar el cadáver de Vincent Bedford, experimentó una sensación de impotencia. Trató de recordar su última conversación con el de Misisipí, pero no lo conseguía. Reparó en que el cadáver que tenía frente a él se estaba convirtiendo rápidamente en uno más. Algo que uno rechazaba y relegaba al universo de las pesadillas, donde engrosaba la legión de hombres muertos y mutilados que poblaban los sueños de los vivos. Ayer era Vincent Bedford, capitán. Piloto de un bombardero con numerosas condecoraciones y hábil negociador admirado por todos los prisioneros del campo. De pronto estaba muerto, y ya no formaba parte de las horas de vigilia de Tommy Hart.
Tommy emitió un suspiro prolongado.
Entonces observó algo que no encajaba.
– Hugh -dijo con tono quedo-, creo que he hecho un hallazgo.
Renaday alzó rápidamente la cabeza de su cuaderno de dibujo.
– Yo también -contestó-. Está claro… -Pero no concluyó la frase.
Ambos oyeron un ruido fuera del Abort. Las voces exaltadas de los alemanes, ásperas e insistentes. Tommy asió al canadiense del brazo.
– Ni una palabra -dijo- hasta más tarde.
– Entendido -contestó Renaday.
Los dos hombres se volvieron y salieron de la letrina al aire frío y húmedo, sintiendo que el olor nauseabundo y la visión terrorífica se desprendían de ellos como gotas de humedad. Fritz Número Uno estaba junto a la puerta, en posición de firmes. En la mano sostenía una cámara provista de flash.
A un metro se apostaba un oficial alemán.
Era un hombre de estatura y complexión física modestas, algo mayor que Tommy, de unos treinta años, aunque era difícil precisarlo porque en la guerra no todos los hombres envejecen de igual manera. Su pelo corto y espeso era negro como el azabache, aunque unas prematuras canas salpicaban sus sienes, del mismo color que la trinchera de cuero que llevaba sobre un uniforme de la Luftwaffe perfectamente planchado pero que no era de su talla. Tenía la piel muy pálida y mostraba una profunda cicatriz roja debajo de un ojo. Lucía una barba bien recortada, lo cual sorprendió a Tommy. Sabía que los oficiales navales alemanes solían llevarla, pero nunca se la había visto a un aviador, ni siquiera una tan discreta como aquélla. Tenía unos ojos que traspasaban como cuchillas a quien tuvieran delante.
Se volvió pausadamente hacia los dos kriegies. Tommy observó también que le faltaba el brazo izquierdo.
– ¿Teniente Hart? -preguntó el alemán tras una pausa-. ¿Teniente Renaday?
Ambos hombres se pusieron firmes. El alemán les devolvió el saludo.
– Soy el Hauptmann Heinrich Visser -dijo. Hablaba un inglés fluido, con escaso acento, pero con un sonido sibilante. Observó a Renaday con atención.
– ¿Pilotaba usted un Spitfire, teniente? -preguntó de sopetón.
Hugh negó con la cabeza.
– Un Blenheim, de copiloto -aclaró.
– Bien -murmuró Visser.
– ¿Es un detalle importante? -inquirió Renaday.
El alemán esbozó una sonrisa breve y cruel. Al hacerlo, la cicatriz pareció cambiar de color. Era una sonrisa torcida. Hizo un pequeño ademán con la mano derecha, indicando el brazo que le faltaba.
– Me lo arrancó un Spitfire -dijo-. Consiguió colocarse detrás de mí cuando maté a su compañero de combate. -Visser se expresaba con voz fría y controlada-. Disculpe -añadió, midiendo bien sus palabras-. Todos somos prisioneros de nuestros infortunios, ¿no es así?
Tommy pensó que era una pregunta filosófica más apropiada para formularla durante una cena y ante una botella de buen vino o de licor, que junto a la puerta de una letrina en la que yacía un hombre asesinado, pero se abstuvo de expresar ese pensamiento en voz alta.
– Tengo entendido, Hauptmann, que es usted una especie de enlace -dijo-. ¿Cuáles son exactamente los deberes de su cargo?
Más relajado, el Hauptmann Visser restregó los pies en el suelo. No calzaba las botas de montar que lucían el comandante y sus ayudantes, sino unas botas negras más sencillas aunque igual de impecables.
– Debo dar fe de todos los aspectos del caso e informar a mis superiores. La convención de Ginebra nos obliga a garantizar el bienestar de todos los prisioneros aliados en nuestro poder. Pero en este momento mi cometido es asegurarme de que se retiren los restos. Entonces quizá podamos comparar nuestros hallazgos en una ocasión posterior.
»¿Pidieron a este soldado que les proporcionara una cámara? -inquirió el Hauptmann Visser volviéndose hacia Fritz Número Uno.
Hugh avanzó un paso.
– En la investigación de un asesinato se deben tomar fotografías del cadáver y de la escena del crimen. Por eso pedimos a Fritz que nos consiguiera una cámara.
Visser asintió.
– Sí, es cierto… -Sonrió.
La primera impresión de Tommy fue que el Hauptmann parecía un hombre peligroso. Su tono de voz era amable y complaciente, en cambio sus ojos indicaban todo lo contrario.
– En una situación habitual sí, pero ésta no es una situación habitual. Alguien podría sacar clandestinamente las fotografías y utilizarlas con fines de propaganda. No puedo consentirlo.
Visser alargó la mano para tomar la cámara.
Tommy pensó que Fritz Número Uno estaba a punto de desmayarse. Tenía la espalda rígida y el rostro lívido. Si se había atrevido siquiera a respirar en presencia del Hauptmann, Tommy Hart no lo había advertido. El hurón se apresuró a entregar la cámara.
– No lo pensé, Herr Hauptmann -empezó a decir Fritz Número Uno-. Me ordenaron que ayudara a los oficiales…
Visser le interrumpió con un ademán lacónico.
– Por supuesto, cabo. Es lógico que no viera el peligro como lo he visto yo.
El oficial se volvió hacia los dos aviadores aliados.
– Ésta es justamente la razón por la que estoy aquí.
Visser tosió secamente. Se volvió, indicando a uno de los soldados armados que todavía custodiaban el Abort.
– Ocúpese de devolver esta cámara a su dueño -dijo, entregándosela.
El guardia saludó, colgó la correa de la cámara del hombro y regresó a su posición de centinela. Luego Visser sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la chaqueta. Con sorprendente destreza, extrajo un cigarrillo, volvió a guardar éste en el bolsillo y sacó un mechero de acero, que encendió de inmediato.