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Después de dar una larga calada, levantó la vista.

– ¿Han completado su inspección? -inquirió arqueando una ceja.

Tommy asintió.

– Bien -repuso el alemán-. En ese caso el cabo les acompañará para que se entrevisten con su… -Visser dudó irnos instantes, tras lo cual, sin dejar de sonreír, agregó-: cliente. Yo me encargaré de concluir los trámites aquí.

Después de reflexionar unos segundos, Tommy Hart murmuró al canadiense:

– Quédate aquí, Hugh. Procura no quitar el ojo al Hauptmann. Y averigua lo que hace con el cadáver de Bedford.

Luego miró al alemán y añadió:

– Opino que es imprescindible que examinen los restos del capitán Bedford. Para que cuando menos podamos estar seguros de los aspectos médicos del caso.

– Como mínimo -apostilló Hugh casi en un susurro-. Ni fotos, ni médicos. Vaya putada.

El Hauptmann Visser se encogió de hombros, pasando por alto la expresión chocarrera del canadiense.

– No creo que eso sea práctico, dadas las dificultades de nuestra situación actual. No obstante, yo mismo examinaré el cadáver, y si pienso que su petición es fundada, mandaré llamar a un médico alemán.

– Sería preferible que fuera americano. Pero no tenemos ninguno.

– Los médicos no son buenos bombarderos.

– Dígame, Hauptmann, ¿tiene usted conocimientos sobre investigaciones criminales? ¿Es usted policía, Hauptmann? ¿Cómo lo llaman ustedes, Kriminalpolizei? -preguntó Tommy.

Visser tosió de nuevo. Alzó el rostro, esbozando su característica sonrisa ladeada.

– Espero que volvamos a reunimos pronto, teniente. Quizá podamos hablar entonces con más calma. Ahora, si me disculpan, tengo mucho que hacer y dispongo de poco tiempo.

– Muy bien, Herr Hauptmann -replicó Tommy Hart secamente-. Pero he ordenado al teniente Renaday que permanezca aquí para presenciar personalmente el levantamiento del cadáver del capitán Bedford.

Visser miró a Hart, pero su rostro exhibía la misma sonrisa complaciente. Tras dudar unos instantes, contestó:

– Como usted guste, teniente.

El alemán echó a andar, pasó junto a Tommy y entró en el Abort. Renaday se apresuró a seguirlo. Fritz Número Uno agitó la mano vigorosamente, una vez que el oficial hubo desaparecido, indicando a Tommy que lo siguiera, y ambos hombres volvieron a atravesar el campo. Los grupos de kriegies que se habían congregado en torno al campo de revista se hicieron a un lado para dejarlos pasar. A su espalda, Tommy Hart oyó murmurar a los hombres preguntas y conjeturas, y algunas voces airadas.

Junto a la puerta de la celda número 6 había un guardia empuñando una ametralladora Schmeisser. Tommy pensó que tenía poco más de dieciocho años. Aunque estaba en posición de firmes, se mostraba nervioso y casi asustado por hallarse cerca de los kriegies. No era un hecho infrecuente. Algunos de los guardias jóvenes e inexperimentados llegaban al Stalag Luft 13 tan imbuidos de la propaganda sobre los Terrorfliegers -los aviadores-terroristas, según la constante arenga de las emisiones radiofónicas nazis- de los ejércitos aliados, que creían que todos los kriegies eran salvajes caníbales sedientos de sangre. Por supuesto, Tommy sabía que la guerra aérea de los aliados se basaba en los conceptos gemelos de brutalidad y terror. Los ataques incendiarios que se sucedían día y noche sobre los centros populosos de las ciudades no podían calificarse de otro modo. Por tanto supuso que la inquietante idea de hallarse cerca de un Terrorflieger negro hacía que el joven no apartara el dedo del gatillo de su Schmeisser.

El joven guardia se apartó sin decir palabra, deteniéndose sólo para descorrer el cerrojo de la puerta. Tommy entró en la celda.

Las paredes y el suelo eran de hormigón de color gris apagado. Del techo pendía una bombilla y en lo alto de una esquina de la habitación de dos metros por dos y medio, había una ventana de aire. La celda era húmeda y unos diez grados más fría que la temperatura exterior, incluso en un día nublado y lluvioso.

Lincoln Scott estaba sentado en un rincón, con las rodillas contra el pecho, frente al único mueble que había en la celda, un cubo de metal oxidado que le servía de letrina. Se puso de pie en cuanto Tommy entró en la habitación, no exactamente en posición de firmes, pero casi, tenso y rígido.

– Hola, teniente -dijo Tommy con tono animado, casi afectuoso-. Traté de presentarme a usted el otro día…

– Sé quién es. ¿Pero qué coño ocurre? -preguntó Lincoln Scott bruscamente. Estaba descalzo y llevaba tan sólo un pantalón y una camisa. En la celda no había señal de su cazadora de aviador ni de sus botas, por lo que resultaba increíble que no tiritase.

Tommy vaciló nos instantes.

– ¿No le han dicho…?

– ¡No me han dicho nada! -le interrumpió Scott-. Esta mañana me obligan a abandonar la formación y me llevan al despacho del Oberst. El comandante Clark y el coronel MacNamara me exigen que les entregue mi cazadora y mis botas. Luego me interrogan durante media hora sobre el odio que siento hacia ese cabrón de Bedford. Después me hacen un par de preguntas sobre anoche, y, antes de que pueda reaccionar, un par de gorilas alemanes me conducen a este lugar delicioso. Usted es el primer americano que he visto desde la sesión de esta mañana con el coronel y el comandante. Así que haga el favor de explicarme, teniente Hart, qué diablos está pasando.

En la voz de Scott se advertía una mezcla de furia contenida y confusión. Tommy estaba perplejo.

– A ver si nos aclaramos -dijo pausadamente-. ¿El comandante Clark no le ha informado…?

– Ya se lo he dicho, Hart, no me han informado de nada. ¿Por qué demonios estoy aquí? Bajo custodia…

– Vincent Bedford fue asesinado anoche.

Durante unos momentos Scott se quedó estupefacto y abrió los ojos desmesuradamente; después los clavó en el rostro de Hart.

– ¿Asesinado?

– El comandante Clark me ha informado de que van a acusarle a usted del crimen.

– ¿A mí?

– Así es.

Scott se apoyó en el muro de cemento como si hubiera recibido por sorpresa un golpe contundente. Luego respiró hondo, recobró la compostura y se puso de nuevo tieso como un palo.

– Me han encargado que le ayude a preparar una defensa contra esa acusación. -Después de dudar unos segundos, Tommy añadió-: Mi deber es advertirle que este crimen puede ser castigado con la pena capital.

Lincoln Scott asintió lentamente antes de responder. Se cuadró y miró a Tommy Hart a los ojos. Habló de una manera pausada y con deliberación, alzando ligeramente la voz, sopesando cada palabra con una pasión que traspasaba aquellos muros de cemento, evitaba al guardia y su arma automática, pasaba a través de las hileras de barracones, sobre la alambrada, más allá del bosque y atravesaba toda Europa hasta alcanzar la libertad.

– Señor Hart… -El eco de sus palabras reverberaba en la reducida habitación-. Le ruego que me crea: yo no maté a Vincent Bedford. No digo que no deseara hacerlo. Pero no lo hice.

Lincoln Scott volvió a respirar hondo.

– Soy inocente -dijo.

4

Pruebas suficientes

Durante unos momentos Tommy se sintió desconcertado por la fuerza con que Scott se había declarado inocente. Supuso que la estupefacción se había reflejado en su rostro, porque el aviador negro se apresuró a preguntar:

– ¿Ocurre algo, Hart?

– Nada -respondió Tommy meneando la cabeza.

– Miente -le espetó Scott-. ¿Qué esperaba que dijera, teniente? ¿Qué yo maté a ese asqueroso racista?