De modo que en lugar de decir a Lincoln Scott que se fuera a hacer puñetas, Tommy respondió con voz tan suave como la que acababa de emplear el otro.
– Se equivoca -dijo.
– ¿En qué me equivoco? -preguntó Scott sin moverse.
– Todo el mundo en este campo necesita cierta dosis de ayuda, y en estos momentos, usted la necesita más que nadie.
Scott escuchaba en silencio.
– No es preciso que yo le caiga bien -dijo Tommy-. Ni siquiera tiene que respetarme. Incluso puede odiarme. Pero ahora mismo me necesita. Estoy seguro de que cuando lo comprenda nos llevaremos mejor.
Scott reflexionó durante unos segundos antes de responder. Seguía con la cabeza apoyada en la pared, pero sus palabras eran claras.
– Tengo frío, señor Hart. Mucho frío. Aquí hace un frío polar y los dientes me castañetean. Para empezar, ¿podría conseguirme alguna prenda de abrigo?
Tommy asintió con la cabeza.
– ¿Tiene algo de ropa, aparte de lo que le quitaron esta mañana?
– No. Sólo lo que llevaba puesto cuando derribaron mi avión.
– ¿No tiene un par de calcetines o un jersey?
Lincoln Scott soltó una sonora carcajada, como si Tommy acabara de decir una sandez.
– No.
– En ese caso ya le traeré algo.
– Se lo agradezco.
– ¿Qué número calza?
– Un cuarenta y cinco. Pero preferiría que me devolvieran mis botas de aviador.
– Lo intentaré, y la cazadora también. ¿Ha comido?
– Esta mañana los alemanes me dieron un mendrugo y una taza de agua.
– De acuerdo. Le traeré también comida y mantas.
– ¿Puede sacarme de aquí, señor Hart?
– Lo intentaré. Pero no le prometo nada.
El aviador negro se volvió hacia Tommy y lo miró fijamente. Tommy pensó que Lincoln Scott quizá lo observaba con la misma atención que cuando trataba de apuntar a un caza alemán que estaba a tiro de las ametralladoras de su Mustang.
– Prométalo, Hart -dijo Scott-. No le hará ningún daño. Muéstreme de lo que es capaz.
– Sólo puedo decirle que haré cuanto esté en mi mano. En cuanto salga de aquí iré a hablar con MacNamara. Pero están preocupados…
– ¿Preocupados por qué?
Tras dudar unos instantes, Tommy se encogió de hombros.
– Emplearon las palabras «motín» y «linchamiento», teniente -respondió-. Temían que los amigos de Vincent Bedford quisieran vengar su muerte antes de que ellos formaran el tribunal, examinaran las pruebas y emitieran un veredicto.
Scott asintió con parsimonia.
– Dicho de otro modo -repuso sonriendo con amargura-, prefieren organizar ellos mismos el linchamiento, en el momento que les convenga y procurando darle un aire oficial.
– Eso parece. Mi tarea consiste en evitarlo.
– Eso no le granjeará sus simpatías -comentó Scott.
– No se preocupe por mí. Atengámonos al caso.
– ¿Qué pruebas tienen?
– Averiguarlo es mi próxima tarea.
Scott se detuvo. Respiraba con fatiga, como un corredor que acaba de realizar un sprint.
– Haga lo que esté en sus manos, señor Hart -dijo pausadamente-. No quiero morir aquí. De eso puede estar seguro. Pero si quiere saber mi opinión, haga lo que haga dará lo mismo, porque ellos ya han llegado a una decisión y a un veredicto. ¡Veredicto! Qué palabra tan estúpida, Hart. Verdaderamente estúpida. ¿Sabe que proviene del latín? Significa decir la verdad. ¡Qué gilipollez, qué mentira, qué mentira asquerosa!
Tommy calló.
De pronto, Scott observó sus manos, volviéndolas de un lado y otro, como escrutándolas, o examinando su color.
– Da lo mismo, Hart, ¿comprende? ¡Esa es la puta realidad! -Scott alzó la voz-. ¡Siempre da lo mismo! Los negros siempre son culpables. Siempre ha sido así y siempre lo será.
Scott se pasó las manos por su camisa de lana de aviador.
– Todos pensábamos que esto haría que las cosas fueran distintas. Este uniforme. Todos lo creíamos. Los hombres mueren, Hart; mueren sin remedio y algunos de forma atroz, pero sus últimos pensamientos van dirigidos a su familia y amigos confiando en que las cosas sean distintas para los que dejan atrás. ¡Qué mentira!
– Haré cuanto pueda -repitió Tommy, pero se detuvo, comprendiendo que cualquier cosa que dijera sonaría patética.
Scott volvió a dudar. Luego se volvió con lentitud de espaldas a Tommy.
– Le agradezco su ayuda -dijo-. La que pueda brindarme. -La resignación que traslucía su voz no sólo indicaba que dudaba que Tommy pudiera ayudarlo, sino que, aun suponiendo que le fuera posible, dudaba que sus esfuerzos obtuvieran el menor resultado.
Ambos hombres guardaron silencio unos instantes, hasta que Scott observó con amargura:
– Es curioso, Hart. Derribaron mi avión el primero de abril de 1944. El día de los Santos Inocentes. [1] Yo alcancé a un cabrón nazi y mi compañero de vuelo a otro y nos quedamos sin munición antes de que esos cabrones nos atacaran. Ninguno de los dos tuvo tiempo de saltar: dos muertes seguras. Creí que la broma la habían pagado ellos, pero estaba equivocado. La pagué yo. Consiguieron derribarme.
Tommy Hart se disponía a hacer una pregunta, con el fin de que el aviador negro siguiera hablando, cuando oyó unos pasos y unas voces en el pasillo, al otro lado de la recia puerta de madera de la celda. Ambos hombres se volvieron al oír girar la llave en la cerradura.
Cuatro hombres penetraron en la celda y se colocaron junto a la pared. El coronel MacNamara y el comandante Clark se situaron delante, mientras que el Hauptmann Heinrich Visser y un cabo con un bloc de estenógrafo permanecían detrás. Los dos oficiales norteamericanos devolvieron el saludo, tras lo cual Clark dio un paso adelante.
– Teniente Scott -dijo con tono enérgico-, tengo el penoso deber de informarle de que ha sido acusado formalmente del asesinato premeditado del capitán Vincent Bedford de las fuerzas aéreas estadounidenses, cometido hoy, 22 de mayo de 1944.
Visser tradujo en voz baja las palabras de Clark al estenógrafo, que tomó nota rápidamente.
– Como sin duda le habrá dicho su abogado, se trata de un crimen capital. Si es hallado culpable, el tribunal le condenará a permanecer aislado hasta que las autoridades militares estadounidenses se hagan cargo de su persona, o a su inmediata ejecución, que llevarán a cabo nuestros captores. Se ha fijado una vista preliminar del tribunal para dentro de dos días. En esa fecha podrá usted declararse culpable o inocente.
Clark saludó y dio un paso atrás.
– ¡No he hecho nada! -protestó Lincoln Scott.
Tommy adoptó la posición de firmes y dijo con tono contundente:
– Señor, el teniente Scott niega tener algo que ver con el asesinato del capitán Bedford. Declara su inequívoca inocencia, señor. Asimismo solicita que le devuelvan sus efectos personales y su inmediata puesta en libertad.
– Denegado -respondió Clark.
Tommy Hart se volvió hacia el coronel MacNamara.
– ¡Señor! ¿Cómo puede preparar el teniente Scott su defensa desde una celda de castigo? Es totalmente injusto. El teniente Scott es inocente hasta que se demuestre lo contrario, señor. En Estados Unidos, aun a pesar de la gravedad de los cargos, se le encerraría en el barracón hasta la celebración del juicio. No pido nada más.
Clark se volvió hacia MacNamara, quien parecía estar considerando la petición formulada por Tommy.
– Coronel, no puede… Podría ocasionarnos serios problemas. Creo que es preferible para todos que el teniente Scott permanezca aquí, donde está seguro.
– Seguro hasta que dispongan un pelotón de fusilamiento, comandante -masculló Scott.
MacNamara miró enojado a los dos tenientes.
– Basta -dijo alzando la mano-. Teniente Hart, lleva usted razón. Es importante que mantengamos todas las normas militares que sea posible. No obstante, esta situación es especial.