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– Y un cuerno -exclamó Scott, mirando con rabia al coronel-. Es la típica justicia de doble rasero.

– ¡Cuidado con lo que dice cuando se dirija a un superior! -gritó Clark. Éste y Scott se miraron con cara de pocos amigos.

– ¡Señor! -terció Tommy dando un paso al frente-. ¿Adónde puede ir? ¿Qué puede hacer? Aquí estamos todos prisioneros.

MacNamara se detuvo para considerar sus opciones. Tenía el rostro arrebolado y la mandíbula rígida, como sopesando la legitimidad de la petición y la insubordinación del aviador negro. Por fin inspiró hondo y habló con voz queda, controlada.

– De acuerdo, teniente Hart. El teniente Scott quedará bajo su custodia después del recuento matutino de mañana. Una noche en la celda de castigo, Scott. Debo comunicar lo ocurrido al campo y debemos preparar una habitación para él solo. No quiero que tenga contacto con el resto de los hombres. Durante ese tiempo, no podrá salir de la zona que rodea su barracón salvo en su presencia, teniente Hart, y sólo con el fin de realizar diligencias relacionadas con su defensa. ¿Me da su palabra al respecto, teniente Hart?

– Desde luego. -A Tommy no le pasó inadvertido que esa situación era más o menos lo que había pretendido Vincent Bedford. Antes de morir asesinado.

– Necesito que usted también me dé su palabra, Scott -le espetó MacNamara, apresurándose a añadir-: Como oficial y caballero, por supuesto.

Scott siguió mirando con rabia al coronel y al comandante.

– Por supuesto… Como oficial y caballero. Le doy mi palabra -replicó con sequedad.

– Muy bien, entonces…

– Señor -interrumpió Tommy-. ¿Cuándo le devolverán al teniente Scott sus efectos personales?

El comandante Clark negó con la cabeza.

– No le serán devueltos -repuso-. Búsquele otra ropa, teniente, porque no volverá a ver su cazadora ni sus botas hasta que se celebre el juicio.

– ¿Podría usted explicarme eso, señor? -inquirió Hart.

– Ambas prendas están manchadas con la sangre de Vincent Bedford -respondió el comandante Clark con desdén.

Ni Scott ni Hart respondieron. En la esquina de la celda de castigo, el sonido de la pluma del estenógrafo arañando el papel cesó cuando Heinrich Visser hubo traducido las últimas palabras.

Al atardecer el cielo se ensombreció y cuando Tommy salió de la celda de castigo empezaba a caer una fría llovizna. El encapotado firmamento no prometía sino más lluvia. Tommy encogió los hombros, se levantó el cuello de la cazadora y se apresuró hacia la puerta de acceso al recinto americano. Vio a Hugh Renaday esperándole, de espaldas a la fachada del barracón 111. Fumaba nerviosamente -Tommy le vio apurar un cigarrillo y encender otro con la colilla del anterior- mientras contemplaba el cielo.

– En casa, la primavera siempre se retrasa, como aquí -comentó Hugh con voz queda-. Cuando piensas que por fin hará calor y llegará el verano, se pone a nevar, o a llover o algo por el estilo.

– En Vermont ocurre lo mismo -repuso Tommy-. Allí, a la época entre el invierno y el verano no la llamamos primavera, sino época del barro. Un período resbaladizo, inútil y jodido.

– Más o menos como aquí -dijo Hugh.

– Más o menos. -Ambos hombres sonrieron.

– ¿Qué has averiguado sobre nuestro infame cliente?

– Niega cualquier relación con el asesinato. Pero…

– Ah, Tommy, la palabra «pero» es terrible -le interrumpió Hugh-. ¿Por qué será que dudo que me guste lo que voy a oír?

– Porque cuando MacNamara y Clark aparecieron para anunciar que estaban preparando una acusación formal, Clark dijo que habían hallado sangre de Vincent Bedford en las botas y la cazadora de Scott. Supongo que se refería a eso cuando comentó hace un rato que tenían pruebas suficientes contra él para condenarlo.

Hugh suspiró.

– Eso es un problema -dijo-. Sangre en las botas y la huella sangrienta de una bota en el Abort.

– Este asunto cada vez se pone peor -dijo Tommy con suavidad.

– ¿Peor? -Hugh dio un respingo al tiempo que abría los ojos desmesuradamente.

– Sí. Lincoln Scott tenía costumbre de levantarse de la cama en plena noche para ir al retrete. Salía sigilosamente de su habitación y se dirigía a la letrina para no ofender las sensibilidades de los oficiales blancos que no querían compartir el retrete con un negro. Eso fue lo que hizo anoche, encendiendo, para colmo, una vela a fin de no tropezar.

Hugh apoyó la espalda, abatido, contra el edificio.

– Y el problema… -empezó a decir.

– El problema -continuó Tommy-, es que lo más probable es que lo viera alguien. De modo que durante la noche, Scott se ausenta de la habitación y hay un testigo en el campo dispuesto a declarar que lo vio. Clark alegará que en ese momento se le presentó la oportunidad de asesinar a Bedford.

– Ésa podría ser la meada más peligrosa que ha echado.

– Eso mismo pienso yo.

– ¿Se lo has explicado a Scott?

– No. No puede decirse que nuestra primera entrevista fuera como una seda.

– ¿No? -preguntó Hugh mirándolo perplejo.

– No. El teniente Scott tiene escasa confianza en que se haga justicia en su caso.

– ¿De modo que…?

– Cree que el asunto ya está decidido. Quizá tenga razón.

– Seguro que está en lo cierto -masculló Renaday.

Tommy se encogió de hombros.

– Ya veremos. ¿Y tú qué averiguaste? Sobre Visser. Parece…

– ¿Distinto de otros oficiales de la Luftwaffe?

– Sí.

– Yo también tengo esta impresión, Tommy. Sobre todo después de observarlo en el Abort. Ese hombre ha estado presente en más de una escena del crimen. Examinó el lugar como un arqueólogo. No dejó un palmo sin inspeccionar. No dijo palabra. Ni siquiera reparó en mi presencia, salvo en una ocasión, lo cual me sorprendió.

– ¿Qué dijo?

– Señaló la huella de la bota, la contempló durante sesenta segundos, como si fuera un discurso que quisiera memorizar, y luego alzó la cabeza, me miró y dijo: «Teniente, le sugiero que tome una hoja de papel y haga un dibujo de esta huella todo lo fiel que le sea posible.» Yo obedecí la sugerencia. En realidad hice dos dibujos. También dibujé unos planos de la ubicación del cadáver y el interior del Abort. Hice un bosquejo del cadáver de Bedford, mostrando la herida, todo lo detallado que pude. Cuando me quedé sin papel, Visser ordenó a uno de los gorilas que me trajera un bloc por estrenar del despacho del comandante. Quizá me resulte útil durante los próximos días.

– Es curioso -comentó Tommy-. Parece como si quisiera ayudarnos.

– En efecto. Pero no me fío un pelo.

Tommy apoyó la espalda contra el barracón. El pequeño alero impedía que la lluvia salpicara sus rostros.

– ¿Viste lo que yo vi en el Abort? -preguntó Tommy.

– Creo que sí.

– A Vic no lo asesinaron en el Abort. No sé dónde lo mataron, pero no fue allí. Una o varias personas colocaron allí su cadáver. Pero no lo mataron allí.

– Eso pienso yo -se apresuró a responder Hugh, sonriendo-. Tienes una vista muy aguda, Tommy. Lo que vi fue unas manchas de sangre en la camisa de Trader Vic pero no sobre sus muslos desnudos. Y no había rastro en el asiento del retrete ni en el suelo a su alrededor. ¿Dónde está la sangre? Cuando degüellan a un hombre, hay sangre por todas partes. Aproveché para examinar más de cerca la herida del cuello después de que lo hiciera Visser. Visser limpió un poco la sangre de la herida, como si fuera un científico, y midió con los dedos el corte que presenta Trader Vic en el cuello. Le seccionaron la yugular. Pero el corte sólo mide unos cinco centímetros. Máximo. Quizá menos. Visser no dijo una palabra, pero se volvió hacia mí, separando el pulgar y el índice, así -dijo Renaday imitando el gesto del Hauptmann-. Por lo demás, está el pequeño detalle del dedo casi amputado de Vic y los cortes en las manos…